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Cuento de invierno: El código de los perdedores

22 diciembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Hace tiempo que me planteé escribir un cuento en el que los héroes fueran los perdedores. Un relato de fracasados ilustres, y no precisamente porque lo que habían pretendido hacer les hubiera salido mal, sino precisamente por eso, porque habían tenido éxito y otros se habían apropiado, con desfachatez, del mérito, atribuyéndoselo.

Aunque, mirado desde otra perspectiva, tal vez la culpa de su fracaso estuviera también en buen parte en ellos, en no haber aprovechado los momentos, en haber puesto sus huevos en la cesta equivocada.

Llegué a estar bastante obsesionado con la búsqueda de personajes que, a la manera de Van Gogh, Mozart y tantos otros, no pudieron disfrutar en vida de la cosecha de su talento y murieron pobres e ignorados por sus coetáneos.

Una noche en que había sacado a pasear a mi perro para que pudiera hacer sus necesidades en territorio común y dejarlo, de paso, corretear un rato por los parterres vacíos, me topé con un mendigo que, a despecho del frío que ya se anunciaba en aquel comienzo del invierno, se había echado encima de un banco, cubierto malamente con una chaqueta raída del corte tajante de la intemperie, y parecía dormitar, ajeno a exógenas inclemencias.

-Buen hombre, -le sugerí, tocándole suavemente el brazo- No se quede aquí, que la noche viene fría. Váyase a un albergue, porque puede quedarse helado.

El tipo me miró, como despertando de un profundo sueño.

-Déjeme en paz, que se lo que hago, -fueron sus palabras, mientras me daba la espalda, girando sobre el asiento.

Miré a mi alrededor, para comprobar si alguien más podría hacerse cargo de la necesidad de convencer al pordiosero o llevárselo por la fuerza de allí, pero no atisbé a nadie, y temí que mi perro, que se había extasiado persiguiendo por los suelos la proyección de las luces fluctuantes con que festejaba la Navidad un comercio de electrodomésticos, enloqueciera y se perdiera las fiestas en familia.

No quiero pasarme el día pegando carteles con la foto de mi rotweiler y llamadas con esencia lacrimógena del tipo: “Precioso cachorro extraviado en el barrio, gratificaré a quien lo encuentre, responde por Rouco”.

Así que seguí mi camino, decidiendo pasar página del incidente, pues dí por seguro de que la resistencia física de aquel individuo y las dosis de alcohol que debería tener engullidas, le servirían de pasaporte franco hasta la mañana siguiente.

Cuando al otro día, muy temprano, pasé por el mismo lugar y no vi al mendigo sobre el banco, me tranquilicé definitivamente. Hasta me hice la composición de lugar de que la policía municipal se lo habría llevado a un lugar más caliente en una de sus rondas nocturnas. Con todo, por razones que no sabría explicar, tal vez debido a un tactismo interno de origen sicosomático que es un resto de mi sensibilidad frente al sufrimiento de los demás, me acerqué al borde del banco.

Descubrí que en el suelo había un trozo de papel, del tamaño de un folio que se hubiera doblado con innegable cuidado, en el que se adivinaba algo escrito.

Debía haber pertenecido al mendigo, y se le habría caído. Movido por la curiosidad, lo cogí y lo desplegué ante los ojos. Hay siempre algo que atrae desde un papel abandonado en el que se leen algunas letras.

Lo que había en éste, era una especie de decálogo. Constaba de varias frases escritas en letras mayúsculas, a las que el autor había puesto incluso un nombre colectivo: “El código de los perdedores”.

Recuerdo algunas frases:

“Nunca defiendas lo que es tuyo.
“No des valor a nada de lo que hagas.
“No tengas prisa por llegar a ningún sitio.
“Critica sin piedad lo que hagan mal quienes tengan el poder.
“Confiesa tus intimidades a algún subordinado.
“Ayuda anónimamente a los que lo necesiten.

Me disponía a guardar el papel en el bolsillo, porque no entendía el interés de cuanto parecían destilar aquellos mensajes ácratas, que parecían surgidos del despecho o de una amarga experiencia. Estaba en ello, cuando, viniendo de mi espalda, alguien me arrebató con un brusco ademán el escrito, ejerciendo tanta fuerza en el empellón, que me hizo caer al suelo, al que dí de bruces, rompiéndome la nariz. Es esa cicatriz que, desde entonces, afea mi rostro.

-Vuelve al lugar en donde nadie te llama, para recibir tu merecido, -gritó una voz.

Dolorido por el golpe, sangrando copiosamente, me levanté como pude y, como en una pesadilla, vi una sombra que se desvanecía entre la niebla con el papel. Juraría que era la del mendigo de la noche anterior, que había superado el riesgo de congelación de forma evidente.

Cuando estaba escribiendo este relato, recordé otra de las frases del Código. “Cuenta tus desgracias a quien no te aprecie lo más mínimo”. Y lo que es más curioso, la forma de andar, arrastrando los pies, me trajo de pronto a la memoria a Corsino de la Peróndola, el tipo odioso que sacaba matrícula en todas las asignaturas en el bachillerato y al que no había visto desde hacía la tira de tiempo.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:código, congelación, fracaso., mendigo, Navidad, odioso, parque, perdedores, rotweiler

Que se jodan los pobres

3 diciembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

La capacidad de ver más allá de lo que se tiene delante de las propias narices, no está entre las virtudes humanas y, por eso, el privilegio o la carga de analizar las cuestiones con visión global pertenece al ámbito de unos pocos.

En este reconocimiento, la advertencia de que no se debe hacer a los otros lo que no desearías que te hicieran ellos a ti, es un principio que figura, con palabras más o menos rebuscadas, en todos los códigos que pretenden regular los comportamientos sociales.

Incluso las religiones -que ya se sabe que son mandatos de los hombres atribuidos a los dioses- recogen esta máxima, renunciando a otras que pudieran ser más complejas o más abstractas. “Ama a tu prójimo como a ti mismo” es el paradigma de la voluntad de incorporar a la esfera de los mandamientos de Dios lo que no es tan sencillo asumir, siendo tan simple: que formamos parte de un todo, y que lo individual -salvo anomalías- no tiene valor fuera de un círculo muy reducido.

¿Por qué es necesario elevar a norma legal, al código penal, a mandato divino castigado con las penas del infierno, lo que, según esa rama de la Filosofía tradicional que se llama Etica, sería un principio universal? Porque, si se estudia un poco la Historia, esa instrucción que llevaríamos impresa en el código genético, como casi todos los mamíferos, el respeto al otro se debilita rápidamente con la distancia. Distancia que puede ser física, desde luego, pero que también se fabrica con desprecios, muros, murallas, cuchillas, armas.

La teoría de la igualdad está muy bien en el papel, pero la práctica discurre por otros lados, y, por eso, existen las diferencias económicas, intelectuales y sociales.

Estamos dispuestos a considerar al otro como nuestro igual, pero no a todos: solo unos pocos. La mayoría de los otros no son merecedores de ser iguales a nosotros, tanto más cuando más ascendemos en la pirámide de la complacencia grupal. El otro tiene defectos: No es tan inteligente, ni tan hermoso (porque el canon de belleza es el nuestro), no proviene de nuestra cultura ni profesa nuestro credo, ni milita en nuestra facción. Valores que deben ser admitido sin rechistar, porque son los únicos verdaderos los de nuestro grupo.

Por eso, en lugar de ese principio general de la identidad con el otro, de comprender que es igual a nosotros y que lo único que cambian son sus circunstancias, aplicamos el filtro de la exclusión: no tengo porque identificarme con su problema, porque su ámbito es diferente al mío y, seguramente no haber sabido -por su culpa- aprovechar las circunstancias que la vida le ha presentado, porque todo el mundo tiene su oportunidad.

Hasta aquí hemos llegado. En resumen: Que se jodan los pobres. Que se jodan los que no han tenido oportunidad de educarse mejor, los que han nacido en una tierra con menos recursos o mayor corrupción, los que no sienten el orgullo de ser ciudadanos de un gran país y pertenecer a su élite o aspirar a pertenecer a ella, los que nos son queridos por las divinidades y la naturaleza.

Satisfechos de todo el mundo, uníos. Porque, en realidad, necesitáis estar más unidos que nunca. La globalización os ha hecho una faena. Por eso debéis tener en cuenta, especialmente, otro principio, que es el de la precaución. Debéis ser muy precavidos. Cuanto más se abren las puertas del conocimiento global, de la comunicación sin fronteras, de la posibilidad de enjuiciar sin límites, sin normas preestablecidas por los que querrían que las conclusiones fueran las suyas, vuestros argumentos, y vuestras protecciones, corren serio peligro.

El principio de precaución, aplicado a las ciencias sociales, significaría que debéis estar atentos a abortar cualquier signo de descontento. Y, como es lógico, eliminar el descontento, cuando no se dispone de otros argumentos, en exterminar a los que protesten. Que se jodan, sí.

Quizá los satisfechos imaginan que llegará un momento, en que solo queden ellos como pobladores del mundo, y entonces se podrá aplicar, al fin, ese principio que se habrá vuelto un tanto raído, por falta de uso, de comportarse con los otros como lo harían consigo mismo.

No llegará, claro, ese final feliz si la forma de aumentar el porcentaje de satisfechos consiste en exterminar o ignorar, como si no existieran, a todos los pobres, a todos los que sufren, a todos los que no tienen trabajo, no disponen de acceso a la educación, a la sanidad. Por encima de la norma individual del respeto al próximo, tiene que prevalecer alguna norma de comportamiento social, que está impresa en la genética de esa estructura en la que se encaja la existencia del hombre.

Como ésta: La voluntad de la mayoría no debe ser interpretada jamás como lo que es óptimo para una comunidad. El óptimo en todo problema es siempre una solución que incorpora alguna forma de consenso. Como en cualquier problema de contorno, en el que los límites dependen de muchas variables, hay un espacio de viabilidad y el mayor valor de la función resultado se encuentra en el equilibrio de múltiples intereses, no en el beneficio de unos pocos.
—-
Nota. El título de este Comentario es una provocación. Iba a ponerlo entre interrogaciones, pero el mensaje no admite dudas. Lo lamentable es que haya gente que estén de acuerdo con un mensaje tan miserable, sin preocuparse por lo que significa.

Archivado en:Economía, Personal, Política, Sociedad Etiquetado con:amor, clan, código, cultura, derecho, diferencia económica, ética, ley, mandamiento, moralidad, pobre, pobreza, precaución, principio, reglamento

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