Cuando el niño que asó la manteca anunció que se casaba con la lechera que llevaba el cántaro al mercado, -ambos ya, adultos y con plena capacidad jurídica- pocos hubieran dado un penique por la continuidad de su matrimonio. Lo cierto es, sin embargo, que fueron, hasta determinado momento, razonablemente felices, y todo ello sin necesidad de cambiar sus hábitos y tendencias.
El afán explorador, inquisitivo, del primero le llevó a solicitar una beca Ramón y Cajal, después de haber terminado brillantemente sus estudios de ingeniero de telecomunicaciones. Como no le concedieron prórroga a la misma, ni se cumplió el compromiso oficial de hacerlo plantilla fija del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Otras Menudencias (CESICOMO), decidió marcharse a Estados Unidos, donde se incorporó a un equipo relevante que ensayaba los efectos de los rayos gamma sobre las margarinas.
Pero la chica del cántaro, -la que había visto rotas sus ilusiones de mejorar a poquitos con el producto de la venta de la leche que, antes de la entrada del País de Todo lo Ignoro en el Mercado Común de los Hábiles Comerciantes, pretendía haber vendido por unos buenos dineros-, tenía un escaño de diputada en el Congreso Nacional, como representante de un partido minoritario, y se negó a acompañarle en su periplo norteamericano.
-Tengo el propósito firme de conseguir cambiar el país -le ratificó al hombre de la manteca- Y, por eso, mi puesto, está aquí.
-Pues yo tengo el mismo propósito, como sabes -replicó a la de la leche el de la manteca-. Por eso mismo, me marcho, para aumentar mis conocimientos.
Lamento tener que decir que se divorciaron, pues sus caminos se ratificaron como divergentes, y un gran charco de por medio era demasiada agua para mantener vivo su amor, que languideció a la postre. Se siguieron escribiendo cartas (que deberían haberse conservado para guardarlas en la hemeroteca de relaciones frustradas), con una frecuencia cada vez menos intensa y, finalmente, dejaron de escribirse para dedicarse a otros menesteres más tangibles.
La chica del cántaro encontró su nuevo amor en el soldadito de plomo, quien, aunque le faltaba una pierna -perdida en uno de los cursos de formación en la academia de artillería, como es sabido- conservaba indómito su espíritu revolucionario, siempre dispuesto, decía, a hacer cumplir la Constitución, cayera quien cayera, pero que, en verdad, tenía dentro de sí espíritu de eterno conspirador, producto de sus resabios por las batallas que decía haber librado en aguas turbulentas, contra ratas de cloaca, peces fagocitadores, mozalbetes desvergonzados y feroces corrientes de las ventanas abiertas.
El de la manteca se topó en las Américas con la mamá de Pulgarcito, viuda, que era inmensamente rica gracias a los negocios de su hijo, y que, según parece, estaba aún de buen ver. Con su ayuda económica, este joven investigador, ya más talludito, no tuvo problemas para comprar el Centro de Investigación de las Margarinas en el que trabajaba de limpiaprobetas (Margarine Research Center “Marlon Brando”) y orientarlo hacia lo que más le angustiaba desde niño, que era la recuperación de las grasas mezcladas con los suelos terrosos, en los que alcanzó un éxito sin precedentes, obteniendo el Premio Príncipe de Asturias de las Casigalinas.
No tuvo la misma suerte la nena de la manteca -ya hecha una mujer más hecha y lo mismo de derecha, y tan guapa como siempre-, porque el soldadito de plomo se metió en una conspiración para intentar que la República bananera en que se había convertido su país, volviera por sus fueros. Detectado el movimiento cuando apenas se estaba esbozando la estrategia, por un equipo de contraespionaje dirigido por Mortadelo y Filemón, fue llevado a un tribunal militar, junto a otros compañeros, dirigido por el general Dormilón (uno de los siete enanitos que cuidaron de Cenicienta) y, tras un juicio sumarísimo, resultó pasado por las armas; es decir, en su caso, metido en un crisol de fundición.
Antes de ser fundido en plomo para material de bisutería dijo algo así como: “Sic transit gloriae mundi”, lo que tenía su gracia. El de la manteca, cuando se enteró, envió un telegrama de condolencia a la del cántaro -sin sabe si intentando recuperar la relación-, pero se lo devolvieron por “dirección desconocida”.
Ignoro si de esta historia podrá sacarse alguna enseñanza, pero así queda escrita, para pasmo de las futuras generaciones, si tienen ocasión de leerla.
FIN