Al socaire

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Cuento de verano: El Rey y la jauría

21 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Hubo una vez un Rey que se encontró gobernando en un país republicano, que es parecido a ser iglesia románica en territorio de talibanes o libro de meditaciones en un ring de boxeo.

Es obvio que, tratándose de una institución prestigiosa como la monarquía, tan antigua y con eficacia probada -con un alto porcentaje de éxitos, semejante al Plan Pons belleza en siente días-, entre otras razones, por hundir sus raíces en la conexión de la naturaleza humana con la divina, no se llega a una situación tan extraordinaria por culpa del Rey, sino de las circunstancias.

Los analistas de casos singulares estaban muy asombrados (realmente asombrados, se podría decir) de que el Rey hubiera consolidado una posición de devoción y respeto entre la mayoría de la población, siendo la tendencia oficiosa contraria a rendir cualquier tipo de pleitesía.

Pero así estaban las cosas: los capitostes de los órganos civiles, muchos de los cuales se confesaban abiertamente republicanos, prácticamente sin excepción, agachaban la cabeza en signo de sumisión, y, si eran del sexo femenino, hacían una graciosa genuflexión cuando coincidían con el en actos palaciegos. El pueblo llano le aplaudía a rabiar cuando el Monarca se dejaba ver en cualquiera de los muchos actos folclóricos a los que era invitado, para potenciarlos con su regia presencia.

Pasaba el tiempo, y el Rey se hizo bastante mayor, hasta el punto que casi todos los vasallos de su edad estaban jubilados, que era un invento para dar una patada afectuosa a los que cumplían cierta edad, y así, al parecer, dejar sitio a los más jóvenes. Solamente algunos banqueros y hombres de negocios, los sacerdotes más encapirotados de la tribu y unos cuantos gerifaltes de la política inactiva se mantenían férreos en sus puestos, envejeciendo en ellos, porque, tenían la sartén cogida por el mango de las prebendas, y no había quién se atreviese a decirles que eran mayores para hacerlo tan bien como antes, no fuera que… Lo que, en honor a la verdad, tampoco era fácil de probar, pues no estaba fácil hacerlo bien en un país en el que todo iba de mal en peor.

Al Rey, como a cualquier Monarca de los cuentos de verdad, le gustaba cazar, tener aventuras y hacer lo que le viniera en gana. Tenía mucho tiempo libre. Además de encontrarse constreñido por las circunstancias apuntadas de encontrarse en un país republicano, el poder de los monarcas había sido reducido con el paso de los tiempos a ser prácticamente simbólico, es decir, se limitaba a la gracia de imponer su retrato en la pared de los despachos, junto a las banderas y el crucifijo.

El Rey de nuestra historia tenía un hijo que era el Príncipe mejor preparado que vieron los tiempos, esto es, era el heredero destinado a ser lo que un monarca debe serlo en éstos. Lamentablemente, como ya quedó escrito, un Rey, especialmente en un país republicano, carece de funciones regladas, aunque es útil siempre que haya un intento de golpe de estado. Está por probar la eficacia de un Rey en caso de que alguna comarca se empeñe en independizarse, pues, hasta ahora al menos, los reyes clásicos de la Historia doblegaban a los díscolos e infieles, conquistaban tierras que incorporaban a sus reinos, y se casaban con los de su ralea, es decir, servían para lo contrario.

Se me olvidaba decir que este Rey, que había sido en su juventud un consumado deportista, especializándose en multitud de deportes -lo que le aliviaba de la tensión a que se veía sometido como monarca republicano-, contaba chistes y se esforzaba en ser uno de tantos, tenía el cuerpo -la carrocería, como el decía-, por culpa de la edad y los esfuerzos físicos, bastante fastidiado, y, cada dos por tres, muy especialmente en los últimos tiempos de su reinado, tenía que pasar por el quirófano para poner sus órganos, la que bien, nuevamente en orden.

Cada vez que se sometía a una operación, la jauría contestataria aprovechaba para difundir que tenía cáncer, o que estaba concomido por el Alzheimer, o incluso que le faltaba el sano juicio necesaria para representarla como es debido, y que, por tanto, debería abdicar en su hijo, llamado el Príncipe Encantador. Como los años no perdonan, entre tanto, el Príncipe se había convertido en un tipo maduro, y había mezclado su sangre azul con una plebeya, lo que, para algunos, era la prueba de que estaba convencido de que su padre sería el último Rey de la dinastía.

Así estaban las cosas cuando el Rey anunció, a través de sus palafreneros y portavoces reales, que va a someterse a una nueva operación de reparación. Como no abdica, dejó encargado a su hijo para que siga haciendo lo que el venía haciendo. Y la jauría contestataria aprovechó la nueva oportunidad para redoblar su furia, como corresponde.

Pero, como las cosas son como son y no como parecen, el Príncipe Encantador, por pura coincidencia, tendrá su oportunidad para consolidar su posición como Rey en el país republicano, e ir tirando unos cuantos años más. Ha llegado el momento de demostrar que la unidad del Reino depende de la gracia que los dioses conceden a sus representantes, que era lo único que faltaba por probar para poner el claro la necesidad de tener un Rey, al margen de lo que le apetezca a la mayoría.

FIN

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Cuento de verano: Olvido busca Memoria

20 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Ya sé que es un título raro para un cuento. Tenía pensado uno buenísimo pero no consigo recordarlo.

Yendo directamente al grano del asunto, el protagonista de este relato no es un pueblo concreto, ni una raza, sino una especie. La humana. Y el marco de referencia no es la Tierra, sino el cosmos. Puede parecer pretencioso, aunque no es exactamente mi intención.

Cuando quienes imaginaron el Universo habían ya colocado toda la escenografía, activado los mecanismos semiautomáticos y decidido los momentos en que se producirían los momentos más impactantes, y se disponían a disfrutar de los efectos, tranquilamente sentados en la primera fila de butacas, uno de ellos tuvo una idea singular:

-Pongamos la condición de que, en la evolución de las especies, una de ellas no tenga memoria.

El resto de los artífices del Universo estuvo de acuerdo de inmediato en que podría ser interesante, y ese y no otro es el origen de la especie humana, tal como la conocemos hoy. La ausencia de memoria afecta por igual a hombres y mujeres, porque lo importante para este cuento no es ignorar o no dónde dejaste las llaves o cuál era el traje que llevabas el día que se casó tu prima la de Logroño, sino que me estoy refiriendo a la Memoria colectiva, a los hechos claves de la Historia de la Humanidad que hubieran permitido reconocer porqué estamos y somos así, y no repetir más que los éxitos, evitando caer por segunda vez en lo que salió mal.

Me he referido en el párrafo anterior a “la Historia de la Humanidad” y, en realidad, no existe. Tenemos a disposición de los curiosos y eruditos una colección de anécdotas, en su mayor parte inventadas o tergiversadas, que es imposible interpretar, por mucho que te rompas la mollera. Como la especie humana es actualmente muy numerosa -hace tiempo que alcanzó la masa crítica-, hay centenares de análisis de lo que pudo haber pasado, y hay que reconocer que algunos llegan a conclusiones divertidas.

Tanta palabrería no impide ser claro en afirmar que la humanidad, como no tiene memoria, esté continuamente volviendo a empezar, para diversión de los dioses de esta gran aldea global, aunque lo hace cada vez con menos margen de actuación, como si estuviera representando ya el último acto. Esto explica -es un decir- que, con las tensiones entre pueblos y razas, que hace apenas un siglo desembocaban en guerras y operaciones destructivas de ámbito local, ahora tengan un carácter general, y por un quítame allá esas pajas, se esté a punto de organizar la de vámonos, Juana. Como si esto fuera un patio de colegio, los grandullones y los gallitos no paran de trazar líneas rojas y de tirar petardos al lado del vecino, que te dejaban sordo un par de días.

Aunque todo parece más estructurado, no hay tal. El origen de la tensión no ha cambiado, y es el afán de dominar y acapararlo todo que surge, como una enfermedad, en ciertos grupos y en todas las generaciones. La ausencia de Memoria es la razón.

A nivel individual, como han resuelto algunos estudiosos, lo deseable es llegar a la vejez con buena salud y mala memoria. Solo que, como especie, hemos llegado a este punto con mala salud y nula Memoria. Lo que es muy poco tranquilizador.

He soñado que los autores del libreto y la escenografía, en este acto, habían previsto que Olvido saliese a buscar a Memoria. Era un sueño muy entretenido, que me hubiera gustado recordar.

FIN

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Cuento de verano: El escritor inédito y la lectora empedernida

19 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Erase una vez un escritor inédito. Se trataba de un autor prolífico, pero no había publicado nada. Las causas eran varias. Objetivas (no tenía dinero para convertirse en editor de sus creaciones, detestaba presentarse a los concursos literarios, convencido de que no eran ecuánimes) y subjetivas (su inseguridad de que lo que mucho que escribía mereciera la pena).

Si el lector tiene claro el concepto de “lo que merece la pena”, debo felicitarle por ello. En otro caso, le aconsejo que acuda a los libros especializados en autoayuda. Lo pertinente para este cuento es que, como resultado de estas razones y otras circunstancias, el escritor había empezado a descuidarse, y desde hacía algún tiempo no terminaba sus historias.

Definía el grueso del guión, perfilaba a los personajes, suscitaba desde los primeros párrafos el interés por las situaciones que iba a contar, pero el proyecto se detenía de repente, al cabo de unas páginas, y ya no continuaba. En su mundo imaginado, se acumulaban criaturas literarias incompletamente conformadas, relatos apasionantes o, por lo menos, sugerentes, cuyo final nadie podía jactarse de conocer, porque no había sido escrito. Ni siquiera su autor, que, a la postre, acababa olvidándolas. Se habían perdido desde los primeros pasos que van desde la imaginación al papel.

En realidad, el escritor inédito, que nunca había dado a leer a nadie sus obras, era escritor solo para él mismo. Estaba lo que había escrito, no ya inédito, sino jamás leído.

Coetánea del escritor vacilante, vivía su existencia una lectora empedernida. Le gustaba tanto leer, que no podía evitar detener su vista sobre cualquier escrito que cayera en sus manos. Se había leído, a pesar de ser de edad no muy avanzada, miles de novelas, cuentos, relatos y poemas, aunque debe matizarse que no se interesaba por diarios, revistas y periódicos, esto es, por las noticias supuestamente verdaderas.

-Creo que la mayoría de lo que publican los periódicos, son también noticias inventadas o falseadas -parece que dijo una vez a su única amiga, funcionaria de carrera-. Pero, en general, están peor contadas y no quiero romperme la cabeza tratando descubrir qué hay de cierto en ellas. Quiero estar segura de que lo que leo es realmente imaginado.

El escritor vacilante y la lectora empedernida no se conocían.

Un día del verano del año que nos ocupa, la lectora empedernida sacó de la Biblioteca Pública de la tierra de Valgamediós, tres de los pocos libros que le quedaban por leer de las copiosas existencias de esa dependencia. Los había leído todos de cabo a rabo, como consecuencia de su dedicación convulsiva, aunque apenas un uno por ciento le había parecido interesante.

Los títulos de los tres libros no vienen al caso, pero sí lo que contenía uno de ellos.

Al avanzar en su lectura, la lectora empedernida descubrió, entre las páginas, un papel doblado, manuscrito, que inmediatamente identificó como un poema. No le pareció exactamente bellísimo (tenía un criterio de valoración muy estricto), pero sí escrito con pulcritud y, como todo lo que aparece por casualidad a nuestro alcance, le intrigó.

“Solo entre la soledad, torno impreciso/ a la desolada razón de mi carencia:/ aunque el tiempo me sobra, soy remiso/ a acabar cuanto empiezo, sin paciencia./De sobrarme algo, sobra resistencia/a dejarme arrebatar por la pasión,/ y no pudiendo a amor estar sujeto, la ocasión,/que a otros sirve para olvidar ausencia/de un querer mejor, aventa tosco desconsuelo./No hay para mí perdón, ligado al duelo,/y atado a lo fugaz, de un mal corro parejo:/es el descuido amargo con que dejo/ las cosas que más quiero, caer el suelo/y que, entre desprecios, burlas o recelo/recojo, rotas, mirándome al espejo.”

¿Quién habría escrito aquella nota, aparentemente olvidada en un libro ajeno? La lectora supo pronto que no le sería posible descubrirlo. Preguntó al bibliotecario si podía decirle quiénes habían tenido en sus manos aquel libro de la nota, y recibió como respuesta que era imposible de todo punto, no ya porque no estaban autorizados a proporcionar ninguna lista, sino porque se trataba de uno de los títulos más solicitados.

Dejar una nota en el mismo libro, con sus señas, mostrando interés en saber más del autor, le parecía infantil.

Por supuesto, el escritor inédito no había sido el autor del poema. El nunca terminaba cuanto iniciaba, y aquellos versos, aunque flojos, estaban resueltos. Por otra parte, escribir poesía no era precisamente lo que más le encandilaba.

Por lo dicho, la lectora empedernida nunca conoció a la persona que había olvidado (o tal vez colocado adrede) aquel papel en un libro tan demandado.

Nadie, hasta donde yo estoy enterado, lo llegó a saber. Y, ahora que lo pienso, la lectora empedernida y el escritor vacilante hubieran podido vivir una tierna historia de amor.

FIN

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Cuento de verano: El relojero que se presentó dos veces a un Concurso

18 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Supongo que el lector se acordará del mozo del martillo, aquella criatura de cortas luces imaginada por Cristian Andersen, que ganó un Concurso peculiar que se había convocado en un poblachón cualquiera, para premiar a quien fuera capaz de causar, con su obra, el máximo asombro de la concurrencia.

El maestro relojero se había presentado con una obra virtuosa, perfecta, que estaba provocando la admiración y el beneplácito de todos cuantos la veían. Pero no ganó el Certamen porque, de acuerdo con las Bases, un mozalbete, provisto de un martillo, y que había reducido a pedazos el artístico reloj realizado por el relojero, había causado en la concurrencia un asombro aún mayor y tuvieron que darle a él el Premio.

En el poblachón se tardó en convocar un nuevo concurso, si bien los sabios del lugar estaban de acuerdo en que había que compensar, de alguna manera -es decir, a saber cómo- al maestro relojero. Después de mucho pensar, las fuerzas vivas acordaron convocar un Concurso de relojes. Contaba con el patronazgo de uno de los ricachos locales, Forrado Cejijunto y el Premio era un Diploma y un par de maravedíes..

Los organizadores animaron al maestro a que se presentara:

-Tienes todas las de ganar, también esta vez. Hemos modificado las Bases anteriores para que no haya sorpresas con mozos cortos de mollera ni martillos a su alcance. Habrá un Jurado cualificado, formado por un historiador del mundo de la relojería, dos saltadores de pértiga y una modelo porno, bajo la presidencia del prócer Forrado Cejijunto. El concurso convocado va estrictamente de relojes, materia en la que eres un maestro incuestionado. Así que el premio tiene que ser tuyo. Ah, eso sí, la presentación de relojes ha de ser bajo lema, y con seudónimo, para que no se identifique a los autores e impedir que se nos acuse de favoritismos.

El relojero quedó convencido, y aunque su esposa le decía que no necesitaba reconocimientos mayores que los que ya conseguía con una clientela fiel que les había hasta ahora permitido vivir dignamente -es decir, ir tirando-, su ego le impulsaba a participar. Después de todo, un reconocimiento expreso de valía, siempre viene bien.

-Y dos maravedíes nos permitirán hacer el viaje de novios que tenemos aplazado desde hace treinta años -expresaba, ilusionado.

Cerrado el plazo de admisión de piezas que optaran al premio, se habían presentado seis o siete relojes. Como era de esperar, la obra del maestro relojero había sido elaborada con esmero y era fácilmente reconocible, aunque se había presentado bajo el lema Ultreia. Cuatro de los cronómetros no valían gran cosa, incluso dos de ellos no funcionaban ni a patadas.

El maestro relojero estaba, junto a su esposa, en la plaza del poblachón el día designado para leer el resultado del Concurso de relojes. No sospechó nada especial hasta que uno de los organizadores se acercó hasta él con una cara de circunstancias -es decir, de esas que igual valen para un funeral que para darte una patada- y le farfulló algo así como “Se hizo lo posible”.

Cuando abrieron la plica del ganador y se descubrió como vencedor a un sobrino de Forrado Cejijunto, en atención a su “creativa solvencia provocadora y a la elucubrante designación valorativa” (o algo así), al maestro relojero, al que le concedieron un accésit, le dio un sofoco.

“Eso te pasa por creerte todo lo que te dicen”, le murmuró al oído la mujer a la que más quería en el mundo.

FIN

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Cuento de verano: Noticias de Patolandia

17 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Cada vez que el pato Donald veía al tío Gilito sentado encima de uno de los montones de monedas de oro que almacenaba en torres de seguridad cerradas con siete llaves, se ponía de los nervios.

-Fijaos -decía a sus sobrinos, sin ocultar su disgusto – en la cara de satisfacción que se le pone, mientras manosea esa riqueza improductiva. Y mientras tanto, yo no tengo ni para pipas, con lo que me gustan.

-Sí, tío -expuso Juanito, que tenía momentos muy reflexivos-. Son cada vez más los patos y patas, por no hablar de todas las especies del país, que no tienen trabajo y viven de lo que escarban en la basura.

-He tratado de convencer a tío Gilito de que me de algo de ese oro, para crear una empresa de telecomunicaciones avanzadas -se justificó Donald- pero me dice que empiece como él, con una mano delante y otra detrás.

-Tenemos que hacer algo para cambiar el rumbo de las cosas -concluyó Jorgito-, picoteando en la tierra de nadie.

Fue Jaimito quien tuvo una idea arriesgada, pero muy atractiva: consistía en convencer a los golfos apandeadores de que, utilizando un butrón, entrasen en una de las torres y sustituyeran varias capas de las monedas del fondo por guijarros coloreados de purpurina.

-No se dará cuenta. Antes metía cada cierto tiempo máquinas de revolver, para airear el oro, pero ahora solo está preocupado por ver subir el nivel de monedas en las torres.

Los golfos apandeadores, cuando Donald les contó la estrategia, estaban encantados.

-Vosotros os quedaréis solo con el tres por ciento, que es la comisión habitual para estos casos de intermediación. Para nosotros, será el resto. Y, por supuesto, nadie más debe saberlo.

La actuación fue un éxito, en el sentido de que el tío Gilito no se enteró. Los golfos, burlando a los guardas de seguridad, que, por la tacañería de Gilito, para reducir costes, ya no eran contratados entre los perros pastores payeses sino a los chiguaguas nepaleses, hicieron un agujero a modo de gatera (bueno, de perrera) en la torre más alejada del control, y sacaron varios sacos de monedas de oro, cambiándolas por piedras pintadas de amarillo refulgente.

El pato Donald, con el grueso de las monedas, montó dos o tres empresas para puesta en valor de los recursos naturales de Patolandia, que fueran registradas con nombres imaginativos -First Change, Second Change y Third Change- y puestas a nombre de la Sociedad para la Recuperación del Sentido Común, S.L, para no despertar sospechas. Se crearon así algunos puestos de trabajo.

-Esto va bien -comentó Jaimito en el primer Consejo de Administración, que celebraron en una estación del subterráneo-. Propongo que digamos a los Golfos Apandeadores que hagan otro agujero más alto en la torre, y sigamos con el mismo procedimiento, y creemos más empresas.

No será necesario referir con demasiado detalle que tampoco en esta ocasión el tío Gilito se percató. Es por tanto, aceptable, creer a pies juntillas que, en el curso de varios años, fueron esquilmando las monedas de oro de las torres en donde Gilito guardaba, suponiéndolo a buen recaudo, sus riquezas improductivas. Dejaron solo una capa bastante delgada en cada torre, que era la que Gilito manoseaba con placer, cuando se recluía en cualquiera de ellas para dejar volar su avaricia.

Fue Jaimito, como siempre, el que se percató de algo muy curioso. A pesar de que estaban saqueando las torres, en el recinto donde se guardaban las monedas de oro que formaban el caudal de Gilito, cada vez había más torres. Es decir, entraban más y más monedas de oro, por lo que, si alguien se hubiera tomado la molestia de hacer cálculos, deduciendo las piedras sin valor, los ingresos de nuevas monedas eran tan altos, que la riqueza neta de tío Gilito aumentaba y aumentaba sin cesar.

Era un misterio que ni siquiera Jaimito podía resolver.

FIN

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Cuento de verano: Alicia en la fábrica de chocolate

16 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Alicia, la niña que se aventuró por el País de las Maravillas y se atrevió a pasar al otro lado del espejo, cuando terminó la carrera de ingeniería industrial, que culminó brillantemente, fue contratada por la fábrica de chocolate de este lugar.

La producción de chocolate tiene, como todo, su técnica. Existen dos procedimientos principales. El más común, que podríamos llamar tradicional o clásico, es el llamado de tabletas, en el que la masa fundida base del chocolate se cuela en unos moldes para darle la forma adecuada, y se deja enfriar.

Hay muchas variedades de este procedimiento, pues se puede añadir más o menos cacao, o leche, o harina o azúcar, que son los ingredientes principales, e incluso suprimir uno o varios de ellos -algunos miembros del Club de los Escépticos sospechan que todos- sin que se note en el sabor; casi todos estos métodos están patentados por las Ardillas Teutonas y los Osos Caprichosos. Si se incorporan a la masa trozos de avellanas, almendras o nueces, hay que advertirlo así en el envase, pues existen habitantes del País de las Maravillas que son alérgicos, como la Tortuga Artificial o la Princesa Tiquismiquis, de la que creo haber hablado en otra ocasión.

Cuando Alicia se incorporó a la fábrica de chocolate acababa de ser inventada la técnica de colada continua (chocolate continuous casting, CCC), por la que se confecciona con el chocolate fundido una especie de churro gigantesco, que se conduce en estado semipastoso a un recipiente intermedio, cuyo agujero de salida es de diámetro ajustable, consiguiendo así que el churro de chocolate sea fino o grueso a voluntad. Esta serpiente chocolatosa se va cortando a la longitud que se desee con unas tijeras semiautomáticas.

El artilugio cortante era manejado, en la fábrica del País de las Maravillas, por la Liebre de Marzo, que había pagado a las Arcas Caudinas por mantener el privilegio exclusivo a perpetuidad, transmisible a sus herederos.

Alicia, que era listísima, no tuvo ninguna dificultad en enterarse rápidamente de los pormenores del procedimiento, y eso a pesar de que en la Escuela de Ingeniería Superior solo llegaban a enseñar hasta el segundo capítulo de las producciones chocolatosas, por falta de tiempo para ver todo el programa.

Sin embargo, como todos los puestos de importancia para técnicos cualificados estaban ocupados, le encomendaron, para empezar, la limpieza a fondo de la sala de embalajes, ordenándole que retirara los desperdicios -restos de los envoltorios, recortes de papel de plata, cromos mal impresos y, también, pedacitos de almendras o avellanas, y gotas solidificadas de chocolate- y, una vez reunidos, los tirara a la basura.

-¿He estudiado tanto para tener que hacer un trabajo tan simple y para el que no se necesita ninguna cualificación?- se interesó en conocer Alicia, cuando llevaba ya varios meses haciendo lo mismo. Se lo preguntó al responsable de Recursos y Métodos, que se asemejaba bastante al Conejo Blanco, por sus dientes salidos hacia fuera, aunque negaba ser él, y afirmaba que su verdadero nombre era Dientéfano Bienenchufado.

-Todos hemos empezado así -se justificaba el encargado-. Es la manera de adquirir práctica en una fábrica tan compleja como la de los chocolates, antes de alcanzar los objetivos de mayor enjundia.

Pasaron unos cuantos meses más, quizá varios años, incluso puede que muchos años. Alicia se iba haciendo mayor, aunque le decían que era todavía joven.

Un día de septiembre del año de la Absoluta Desfachatez, Alicia estaba en los sótanos de la Sala llamada de Expediciones Torticeras, separando los papeles de plata de los cartones y papeles normales y reuniendo, en cubiletes separados, los trocitos de avellana, cacao y chocolate, para su reutilización posterior. No se tiraba ahora casi nada al Cubo de la Basura, pues lo de recuperar las materias que antes se despreciaban se le había ocurrido, inspirándose en lo que había leído en una revista de los Descolocados Franceses sobre cómo fabricaban algunos quesos artesanales con material desechable, merced a un ejército de gusanitos amaestrados.

Aunque seguía siendo la limpiadora (con el cometido adicional de recicladora provisional, con nombre pero sin sueldo suplementario), estaba bien considerada. Le habían concedido por aquella idea y otras menores, una mención especial en la Hoja de meritorios que se colocaba de vez en cuando a la entrada de los WC y, cuando había ocasión, le aseguraban los que estaban más alto en la Pirámide Artificial de Cargos que cuando apareciese un hueco en el Organigrama harían algo por ella. Pero los huecos que aparecían se llenaban siempre por arriba, por arte de birlibirloque o aplicación digital.

Aquel día de septiembre, se enteró por el Siete de Espadas y el cinco de Copas, que estaban particularmente excitados, de que algo muy, pero que muy peligroso, -peligrosísimo-, estaba sucediendo en la fábrica.

-Resulta que el calderín de vapor que controla la temperatura de confusión del cacao con la leche está atascado y la temperatura de la cazuela no para de subir y subir, y el mejunje está en ebullición metacrítica.

-¿Y qué? -replicó Alicia, que no se dejaba impresionar por lo que le parecían tonterías.- ¿No se están tomando decisiones adecuadas ? ¿Qué dicen los responsables de Control de Métodos?. ¿Qué opina el gato de Cheshire o el lagarto Pepito, a los que se pagan royalties?

-Parece que sus ideas ya ha sido probadas y las posibilidades están todas agotadas -matizaba el cinco de Copas- Ni siquiera la Comisión Permanente Estratégica que forman todos los efectivos de Copas, Diamantes, Oros, Picas y Bastos, ha podido hacer nada.

El Siete de Espadas tenía incluso noticias más sombrías:

-Se han reunido los jefes de la fábrica con los expertos extranjeros y algunos que dicen venidos del Otro lado del Espejo y no saben qué hacer. Parece que hay que abandonar la fábrica.

-En realidad -completaba la información el Ocho de Tréboles, que se incorporó al grupo., ya lo han probado todo, incluso lo más descabellado. Han aumentado, por ejemplo, la cantidad de agua para producir más vapor y que así disminuya la temperatura al aumentar la masa, pero han conseguido el efecto contrario, el calderín se calentó aún más -decía.

Alicia siguió separando el papel de plata de los demás papeles de envolver. Con el papel de plata se había podido, por cierto, crear una empresa nueva para hacer ríos y lagos en los nacimientos navideños, aunque esa idea, que era también de Alicia, nunca le había sido reconocida; se la había atribuído la Duquesa.

El Sombrerero Loco, que era el gerente general de la fábrica, únicamente por debajo de la Reina de Corazones y el Rey de Bastos -que tenían un affaire- , aseguró por la radio interior que el calderín iba a explotar en cualquier momento y que, sintiéndolo mucho, era preciso ordenar el cierre general de la fábrica de chocolate, y aconsejaba, a las autoridades correspondientes, ya que no era su responsabilidad, el desalojo preventivo del País de las Maravillas.

Ocultó, sin embargo, que, un grupo seleccionado, en el que se contaba, estaba negociando por medio de la Liebre de Marzo (o de Abril, no recuerdo exactamente) el paso al otro Lado del Espejo -un salvoconducto a cambio de renunciar para siempre a fabricar chocolate-, con el que se pretendía, presuntamente, conservar lo esencial de la especie de los Máximos Depredadores.

Se daba por inevitable que la explosión del calderín sería el final de la fábrica de chocolate, y el flujo incontrolado del líquido caliente destruiría la mayor parte de las haciendas del País de las maravillas, suprimiendo subsidiariamente los empleos directos, los indirectos y los inducidos hasta el cuarto nivel, amén de dejar para el arrastre los cuadros de rosas y los jardines de pensamientos. La desbandada debía ser, pues, general, y la debacle, absoluta.

Alicia no se inmutó ni un ápice. Cuando todos corrieron, para salvarse como su miedo les dio a entender -unos en patinete y otros a la pata coja-, dejando la fábrica abandonada, subió tranquilamente a la sala de control de temperaturas, apretó con decisión el mando de desconexión del calderín y abrió la válvula de salida de vapor para que éste se largara directamente al aire, memzclándose con viento fresco.

Un par de horas después, la masa de chocolate había bajado mucho la temperatura. Para evitar que se solidificara en el cubilete, Alicia dejó que el líquido caliente pasara a los moldes de tableta, abriendo las compuertas precisas, conducido desde la sección de colada continua a la sección de colada tradicional, que aún estaba en buen estado, gracias al dios de los Personajes Imaginarios.

Le costó algo de trabajo, pero se formó así un chocolate que posiblemente iba a tener un sabor estupendo, al estar tan homogeneizado -pensó, mientras se le ocurría la idea reconfortante de que tenía, por primera (y, desgraciadamente, por última vez) toda la fábrica de chocolates bajo su mando-.

Fueron momentos gloriosos para recordar a sus nietos. Los habitantes del País de las Maravillas, al advertir que no pasaba nada, pero nada de nada de todo lo que habían temido, y cuando se cercioraron de que los densos nubarrones que se habían formado sobre la fábrica de chocolate habían desaparecido, sin que explotara el calderín ni cosa parecida, volvieron, como su tal cosa, a sus casas. Los que estaban empleados en la fábrica, retornaron a las instalaciones del emprendimiento de chocolate, primero poco a poco, y luego, a raudales, y los encargados del Control General comprobaron que no se había perdido ni siquiera unos gramos del chocolate; incluso, al probarlo, lo encontraron estupendo.

Nadie se acordó de Alicia, que volvió a los sótanos. Y lo más curioso es que oficialmente se atribuyó lo sucedido -es decir, que el que el calderín no hubiera explotado, como habían pronosticado los expertos y la Comisión de detección de Desastres Generales- a un misterio misterioso, a un milagro inexplicable nacido de la naturaleza especial del chocolate.

El Sombrerero Loco incluso se atrevió a comentar que, seguramente, aunque no recordaba exactamente, era él mismo quien había tenido la idea de desconectar la válvula del acceso al calderín antes de marcharse.

Alicia jamás explicó ni comentó con nadie lo que había hecho. ¿Para qué?, se decía. La jubilaron prematuramente como jefa de la sección de limpieza, reciclado y recuperación, el único departamento verdaderamente rentable de la Fábrica de Chocolate, de la que era, hasta donde tengo entendido, también la única empleada. Eso tampoco trascendió, me parece.

FIN

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Cuento de verano: Miradas introspectivas

15 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Casi todas las historias que nos han contado de niños terminaban cuando empezaban a ponerse interesantes. Durante años me preocupé por la salud de la Princesa Garbanzo ¿Fue feliz, en verdad, con esa debilidad congénita de su sensibilidad?…Cabe suponer que, con tan bajo umbral para soportar el dolor, pasó su vida entre analgésicos y depresiones y murió demasiado joven y amargada, para alivio de quienes estaban a su alrededor, buscando cómo complacerla.

No es difícil, sin necesidad de entrar por la ventana de su alcoba, ver a su esposo, el Príncipe Calzonazos, cambiando en Ikea una y otra vez los colchones y la almohada de plumón especial por otros aún más adaptables a las delicadezas de su cuerpo, o denunciando al vecino que vive a doscientas yardas porque no puede dormir desde la fiesta de cumpleaños que organizó el verano pasado.

El sastrecillo Valiente es, seguro, otro de los modelos infantiles que no conseguiría superar su tendencia enfermiza a convertir los hechos triviales en heroicos. Podemos disculpar que, en momentos de escaso trabajo, en lugar de remendar pantalones para los necesitados del lugar, se confeccionara una banda para alardear de haber matado siete moscas de un solo golpe de palmeta, pero ¿nadie tuvo argumentos para corregirle de su peligrosa megalomanía?

Nos lo podemos imaginar, en la madurez física, creyendo haber escalado el Everest cada vez que subía el repecho para alcanzar su casa, presumiendo con sus amigos de poder hacer un soneto en minutos por solo haber encontrado que pasmo rima con sarcasmo, o dando por seguro, como asesor de eventos, que podíamos ser sede de los Juegos Olímpicos solo por la forma en que un par de compromisarios le habían mirado a los ojos.

La actitud más preocupante de todos esos personajes de ensueño me parece la de los padres de Caperucita Roja. No cabe mayor crueldad que dejar a una señora anciana, por mucho que quisieran convencerse de su capacidad para atenderse a sí misma, viviendo sola en medio de un bosque lleno de animales salvajes y sin una sola tienda de ultramarinos en las cercanías. Sin duda, eran merecedores del mayor reproche y tanto más cuando ordenaron a su hija que le llevara unas cuantas tonterías en una cestita.

Se nos ha dicho muchas veces que esa historia tiene por objetivo alertar a las niñas de los peligros de atravesar zonas desconocidas, y dejarse engañar por gentes malas que les ofrecen caramelos para raptarlas y llevarlas a países del lejano oriente, en donde servirán de alimento carnal a sultanes, tipos rijosos o patanes malnacidos.

Pero no se ha analizado el comportamiento de los papás de la niña del gorro encarnado. ¿Por qué no tenían a la abuelita con ellos? Y, después de tanto tiempo sin visitarla, ¿el envío de su infantil unigénita, haciéndola atravesar una zona boscosa, no reflejaba la intención de desprenderse de la niña que, sí, podría ser todo lo pedantuela y estar en esa edad inquisidora en que a todo se le pregunta por qué, pero no merecía ponerla en tan graves peligros?

Estas miradas introspectivas a lo que se nos contaba de niños me han facilitado, dicho sea de paso, descubrir muchas falsedades y mentiras en lo que nos contaban los demás, ya metido en un mundo de adultos. Especialmente, si nos lo decían los que tenían algo que perder si eran descubiertos haciéndolo mal. Lo que no me había pasado hasta ahora es que lo difícil haya pasado a ser descubrir lo poco que hay de verdad en lo que nos cuentan.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: abandono, abuelita, angel arias, Calzonazos, Caperucita Roja, cuentos de verano, leñadores, lobo, megalomanía, miradas introspectivas, Princesita Garbanzo, residencia, Sastrecillo Valiente, siete de un golpe, soledad, umbral del dolor

Cuento de verano: El elefante en la cacharrería

14 septiembre, 2013 By amarias2013 1 comentario

Yo nunca había visto un elefante en una cacharrería, pero imaginaba que tenía que ser un espectáculo estupendo. Me refiero, claro, a un elefante de los de verdad, un animal de carne y hueso; porque, sobre todo en las tiendas hindúes, se pueden encontrar muchos elefantitos de cerámica, metal o plástico que, por lo que me han contado, deben tener inexcusablemente la trompa levantada para que traigan suerte.

Cuando mi amigo Eustorgio me propuso meter un elefante en una cacharrería de la calle Preciados, me pareció que su intención era una provocación, así que inmediatamente le expuse mi rotunda oposición:

-No le veo sentido. No tenemos elefante, no veo la forma de conducirlo hasta el centro de Madrid y superar los controles policiales para que podamos avanzar por una calle tan concurrida. Corremos el riesgo de que se espante y atropelle a algún peatón y…

-Para, para…Empecemos por lo que para ti resulta más difícil: el elefante. Yo tengo la materia prima. -me atajó Eustorgio, con una sonrisa que destilaba satisfacción.

-¿Tú? ¿Cómo lo conseguiste? ¿Lo robaste al circo Price? -pregunté, absorto.

-No. Lo acabo de heredar de mi tío Casiopeo, que fue explorador en el Pakistán y que me lo ha dejado en su testamento. Aquí tengo la comunicación de la Embajada de ese noble país.

Me esgrimió un papel, con el membrete de la Embassy of Pakistan, en la que se le expresaba, en efecto, que tenía a su disposición el paquidermo, solicitando, muy amablemente, la hora y el lugar en el que la entrega le resultaría conveniente a mi amigo.

-¿Ves? ¡Lo tenemos todo resuelto! Les diré a la gente de la embajada que deseo que me lo entreguen en la sección de loza y vidrio de El Corte Inglés, en Preciados. La responsabilidad, si algo sale mal, será suya. Nosotros no tenemos más que observar lo que suceda, convenientemente apostados en el local, con una cámara de vídeo, y registrar el acontecimiento.

La idea me parecía descabellada, pero mi amigo Eustorgio es muy difícil de convencer de lo contrario cuando algo se le mete en la mollera. Así que le dejé que escribiera la contestación y supuse, en pura lógica, que la embajada del noble país le respondería que era imposible cumplir con su pretensión y si, en efecto, el elefante estaba ya en España (suponía que retenido en la Aduana), le pedirían, con el tono que tuvieran a bien emplear, que fuera a buscarlo por su cuenta y riesgo, encargándose del papeleo preciso para importar el proboscídeo y que, por supuesto, no se olvidara de aportar el forraje suficiente para que el bicho se compensara del hambre que debería tener después del largo viaje y las imaginables peripecias que habría tenido que soportar por su increíble traslado.

No sucedió así. La embajada de Pakistán, al día siguiente, le contestó, con exquisita expresión oficial, y el consabido membrete del organismo extranjero que, cumpliendo sus deseos, a la hora solicitada y en el lugar expresado, le entregarían el elefante.

Eustorgio no cabía en sí de gozo e inquietud.

-¿Ves? ¡Por fin vamos a saber cómo se comporta un elefante en una cacharrería!

Los tiempos evolucionan que es una barbaridad, como repetía mi abuela, pensé. ¿Era, pues, posible, que una descabellada idea se viera cumplida con la misma facilidad con la que se satisface la entrega de una pizza cuatro estaciones a domicilio o consigues que te cambien sin afectar a los documentos almacenados en él, el disco duro del portátil?… Ver para creer.

La hora fue llegada y, con unos cuantos minutos de antelación, mi amigo y yo nos encontrábamos apostados en la sección de loza del comercio indicado. No habíamos dicho nada a nadie. Todo estaba tranquilo, sin asomo de que se presagiara la que estaba a punto de armarse. Los clientes que se encontraban en el local, miraban los productos expuestos, deambulaban sin rumbo aparente o preguntaban calidades y precios a los dependientes; como un día normal.

De pronto, se oyó un ruido de timbales y todos volvimos la vista hacia la algarabía con la que un exótico grupo avanzaba por la escalera mecánica. La gente se agolpó, curiosa.

-¡El elefante! -se me ocurrió gritar.

Un grupo de jóvenes vestidas con ropas hindúes, y con el típico redondel en la frente -que nunca supe muy bien qué significaba, aunque me lo explicaron montones de veces- se acercó, decidido, a nosotros dos.

Mejor dicho, cuando llegaron a nuestra altura, y para mi total sorpresa, se dirigieron hacia mí.

-¿Eres tú el amigo de Eustorgio?

-Sóylo -les contesté, en lenguaje arcaico-. Y aquí está el interesado, a mi lado -dije, señalando el sitio en donde, instantes antes, se encontraba mi amigo, dándome entonces cuenta precisa de que el nominado había retrocedido unos pasos, como escabullendo el bulto.

-La cosa va contigo. ¿Te imaginas a un elefante en una cacharrería? -me preguntó la joven que llevaba la voz cantante, la más hermosa, la del ombligo más bello y los ademanes más elegantes. No parecía de allende los mares, sino de lo más castizo.

-Creo que s..sí -balbucí, preso de compresible estupor.-Ha de ser un espectáculo impresionante, aunque nunca he sido testigo de algo así. En todo caso, el dueño del elefante es mi amigo, no yo.

-¿Podrías describirlo, tú que eres, por lo que me han dicho, un escritor imaginativo? -se interesó la bella.

-Podría, desde luego. Cacharros rotos, estanterías caídas por el suelo, barritar del animal asustado, pisotones, atolondramiento de las gentes buscando la forma de escapar del tumulto, dependientes echando mano de sus teléfonos móviles para avisar a la policía, el…

-Muchas gracias -dijeron todas las jóvenes, aplaudiendo al unísono. Y la que llevaba la portavocía, continuó:

-Tu buen amigo Eustorgio ha acertado al seleccionarte para esta promoción. Porque habéis sido premiados por El Corte Inglés con una visita al zoo de Madrid el próximo domingo, con especial atención a la zona de los elefantes, en donde se hará entrega a Eustorgio del premio que ha obtenido, como autor de la historia más impactante de todas las que se presentaron al concurso que ha convocado la entidad para impulsar la campaña de productos pakistaníes: un bono para gastarse trescientos euros en figuras imitando el marfil.

Eustorgio me miró con esa cara de picardía que acostumbra a poner, desde que lo conozco en el Colegio, cada vez que me ha colado una de sus bromas.

Desde entonces, cada vez que alguien comenta que se encuentra como un elefante en una cacharrería, o como un pulpo en un garaje, o algo por el estilo, sospecho que se trata de una promoción especial o de que, sencillamente, el que dice hallarse en ese estado está utilizando un pretexto para estimular mi imaginación.

Aunque, para completar la historia, debo admitir que, aquel día, conducido desde la puerta que da acceso a los ascensores del piso cuarto del comercio, un tipo con el torso desnudo y portando una cesta con chocolatines, aparentó que conducía una voluminosa figura de cartón que representaba bastante fielmente a un elefante, la cual, accionada su trompa por algún artilugio mecánico, al llegar a mi altura, derribó la estantería que tenía más próxima en la que, según explicaron de inmediato, habían sido colocados varios cacharros de segunda calidad.

El público aplaudió, complacido, y yo desaparecí aprovechando el barullo. No he vuelto a ver a Eustorgio desde entonces, ni contesté a sus llamadas telefónicas. En este caso, llevado solo por su imaginación, seguro que entenderá que me encuentro bastante enfadado con él. Se me pasará, pero me encuentro aún tan corrido como una becerra en los tentaderos para turistas de Pastrana.

FIN

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Cuento de verano: La cadena humana

13 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

En el reino de Valgamedios las infraestructuras eran muy modernas y formaban una red de calzadas reales, principescas, nobiliarias y plebeyas que era considerada la más completa del orbe. De haber sido considerado un país atrasado, el país podía recorrerse ahora de cabo a rabo en un periquete, utilizando las más variadas alternativas, tanto por tierra como surcando las aguas e incluso, si se me permite tal licencia respecto a la época en la que sitúo esta historia, por aire.

¿Cómo habían llegado a tal situación? Gracias a que algunos de los reinos vecinos, más desarrollados tecnológicamente, propietarios de sofisticados procedimientos para dar palos al agua, y que no es cuestión ahora de desarrollar, les habían convencido de su gran capacidad de endeudamiento.

-No os preocupéis de pagarnos ahora. Ya lo haréis más tarde. Lo importante es que os pongáis a nuestro nivel y, por supuesto, que utilicéis nuestra técnica, que ponemos a vuestra disposición si pagáis los correspondientes royalties.

Así lo hicieron. Se endeudaron hasta las cejas, presos del gusto inenarrable de ver crecer los caminos, aumentar los puentes, proliferar las edificaciones, los estadios para juegos, los centros de investigación y hospitales mejor dotados de equipos del mundo, (y de uso tan complejo que muy pocos sabían para qué servían), las zonas de recreo infantiles y, a la espera de que se utilizaran, terrenos destinados a parques industriales, ocupando las zonas más fértiles del reino.

Picapedreros, albañiles, maestros, oficiales, arquitectos e ingenieros reales, mesoneros y palafreneros, cualquiera de las múltiples profesiones que ha imaginado el superior ingenio humano para mantener a la población ocupada, incluso los filósofos y los políticos, estaban felices mientras veían medrar sus economías con pingües salarios y jugosos préstamos.

Los que podían y los que no, compraban y mantenían caballos, bueyes, coches de postas, carros, barcas y aparatos voladores, todo alimentado por el placer de viajar de un lado a otro, de mejorar la condición, presos del ya se pagará, disfrutando de una inmensa felicidad, que creían duradera.

Desgraciadamente, aquello que habían construido con créditos y que tanto orgullo les proporcionó, al presentarlo como modelo, y animados por los tecnólogos y prestamistas que les habían generado la fantasía, no tenía rentabilidad o muy poca y, para mayor inri, llevados por la inercia, cuando ya no tenía sentido seguir haciendo más de aquellas inútiles estructuras, o la prudencia debía haberles aconsejado gastar menos, mantuvieron el error de seguir por bastante tiempo el mismo ritmo, profundizando en el pozo de su endeudamiento.

Cuando se destapó lo que en realidad había detrás de lo que había hecho, se encontraron con un inmenso agujero.

El trabajo escaseó de pronto. Los gremios despidieron a casi todos sus miembros, cerraron los comercios a asgalla, disminuyeron al mínimo las oportunidades, no hubo medios más que para los que no los necesitaban. Como no sabían qué hacer, y escaseaban las tareas, algunos habitantes del reino de Valgamedios se dedicaron a confeccionar cadenas.

Cadenas para perros y osos, pero sobre todo, cadenas para seres humanos. Cadenas para adornos de cuellos y manos. Agotado rápidamente el mercado interior, fabricaron cadenas con la intención de exportarlas a otros mercados o venderlas en los mercadillos locales, a los extranjeros que les visitaran, pues el reino, aunque algo deteriorados por el frenesí del ladrillo, conservaba algunos lugares bastante apreciados por los pueblos del norte, antaño beligerantes y actualmente pacíficos.

Pero a los extranjeros no valoraban las cadenas. Solo apetecían aprovechar el sol del reino de Valgamediós y la facilidad de llegar a los sitios para calentarse y cobrar energías, antes de volver a sus residencias habituales. No se interesaron lo más mínimo por las cadenas. Y, lo que resultó muy desconcertante, cuando se detenían a ver los escaparates y puestos en que se mostraban, hacían creer que las hubieran adquirido, de haber sido fabricadas en otro material diferente al que se les ofrecía.

-¿No tienen vuesas mercedes cadenas de pegmatita o pechblenda? -preguntaba, dando ejemplo, una extranjera rubicunda al vendedor de cadenas de bronce, manoseando algunas de ellas, lo que solo hacía, en verdad, por ocupar el rato.

-No ahora, pero podemos fabricárselas en un par de semanas -podía ser la respuesta diligente y honesta, que, con mucha probabilidad, era contrarrestada de inmediato con un:

-Lo siento, pero mañana nos marchamos ya a la tierra de Baratijalandia. Otra vez será.

Esa otra vez no llegaba nunca, y el encargado de actividades productivas de Valgamedios proponía, un día sí y otro también, a la vista de los resultados de las encuestas que ordenaba realizar periódicamente, nuevos y más sofisticados materiales y formas para las cadenas, animando a que cada habitante del reino se constituyera en fabricante autónomo de cadenas, utilizando su propia imaginación y pidiendo dinero a sus padres, si vivían.

Se vendían solo algunas cadenas, pero a bajo precio y, desde luego, no en la cuantía que se necesitaba para sostener la otrora boyante economía de Valgamedios. El stock de productos invendidos se almacenaba en todas las dependencias, el endeudamiento de los fabricantes, de los intermediarios y de los comerciantes, crecía y, lo que es mucho peor, las arcas del reino de Valgamedios estaban vacías y ningún reino vecino quería ahora concederles crédito para fabricar cadenas.

-Habéis despilfarrado el dinero que os hemos prestado en hacer infraestructuras innecesarias y comprar carros y habitáculos por encima de vuestras posibilidades, y ahora tenéis que devolverlo y, como castigo, lo haréis con creces.

-¿Y cómo vamos a devolver lo que nos habéis prestado, si no compráis nuestras cadenas ni sabemos hacer otra cosa? -inquirían, los que creían ser escuchados.

¡Terrible momento! En Valgamedios había que apelar a la solidaridad, a la creatividad, al empuje de todos, sin que nadie escurriera el bulto. Era preciso superar el bache con ilusión, tocar a rebato. Dejar de fabricar cadenas y planificar actividades en las que todos participaran y de las que todos obtuvieran el beneficio que les permitiera salir adelante.

Por eso, una gran decepción, rayana en la desolación, asaltó a la mayoría de los habitantes de Valgamedios cuando, un día, vieron que en una de las comarcas del reino, allí donde la naturaleza había colocado las mejores cualidades, se había formado una gran cadena humana.

Una cadena formada por hombres, mujeres y niños, que ocupaba la mayor parte de las carreteras y podía verse desde el cielo. La mayoría de los que formaban la cadena se habían unido a ella sin saber lo que significaba, pero los que estaban al cabo de la calle, le dieron un significado. Pedían su independencia del reino de Valgamedios.

No, no eran la mayoría, pero eran muchos. Tampoco se podía decir que eran todos nacidos en la comarca, e incluso se podría interpretar que los que más gritaban diciendo que querían ser independientes de las garras explotadoras del resto de los habitantes de Valgamedios no habían nacido allí, provenían de esos sitios que criticaban, pero repetían, ciegamente, lo que les decían por los altavoces:

-Pertenecer al reino de Valgamedios siempre nos ha perjudicado. Nos han explotado, porque hemos dado siempre más de lo que recibimos. Por eso, queremos ser un país independiente, y estamos dispuestos a lo que haga falta. Nos avergüenza que nos llamen valgamediosanos y nos confundan con ellos, porque, siendo seres superiores, como nuestra historia ha demostrado, iguales a los países del norte, no queremos sostener por más tiempo la ineficiencia de quienes no forman parte de esta cadena.

A la vista de la gigantesca cadena humana, la mayor que se había formado jamás en el mundo, los restantes habitantes del reino de Valgamedios dudaron si formar su propia cadena -que, posiblemente, habría alcanzado unas dimensiones desorbitadas-; incluso, otras comarcas pretendieron formar también las suyas, señalando las peculiaridades de sus territorios.

Con todo, predominó la razón. Y, uniendo sus manos con las de las que formaban la cadena humana de los disidentes, los que estaban de acuerdo con seguir como estaban, y los que pertenecían a las demás regiones de Valgamediós generaron una cadena inmensa. Y, tendiendo sus manos hacia fuera, se unieron más y más gentes de muchos otros lugares, y la cadena humana crecía y crecía. Imparable.

Así, por fin, encontraron la solución que les satisfizo a todos, uniendo esfuerzos, encontrando la fuerza en lo que les unía y hacía semejantes, no en lo que les separaba, que tenía mucha menos importancia.

FIN

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Cuentos de verano: Parábola del Despilfarrador y la buena Samaritana

13 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Cuentan que un día de finales de una época, a la orilla del mar, estando ya avanzada la tarde, un hombre de mediana edad contemplaba absorto el subir de la marea:

-Héme aquí -decía para sí -, ya en el último tercio de mi vida y sin poder ofrecer la menor realización digna de mérito.

En realidad, este individuo, a quien llamaremos Sérgulo, advirtiendo de inmediato al lector que su verdadero nombre era otro, no había estado, ni mucho menos, inactivo, en la trayectoria vital que había dejado atrás.

En lugar de ser sumiso a la autoridad, sin ser rebelde, no dejaba por ello de ser crítico. En vez de ser crédulo con cuanto le habían inculcado, analizaba las razones por las que pretendían instruirlo de ese modo. Y, por mayor abundamiento, siempre que le habían presentado algo o alguien como importante, no aflojaba la ocasión para verlo por detrás o por debajo, en las posturas que resultaban menos favorecedoras al objeto o sujeto.

Si sus trabajos habían servido para algo, no le habían servido para granjearse plácemes ajenos. Por eso, cuando repasaba los logros de quienes habían sido sus compañeros de promoción, las distinciones y galardones de aquellos a los que, en algún momento, había tenido por colegas, encontraba, en contraposición a los de los otros, su currículum estaba vacío como una cáscara de nuez abandonada.

-Cierto que he colaborado en múltiples temas, propuesto infinidad de otros, avanzado teorías y resuelto dificultades. No dudará nadie que estoy ilustrado en una variedad de disciplinas. Pero quienes conceden los títulos que se cotizan en la feria de los valores, los que evalúan los méritos que cuentan, los que conceden las medallas del prestigio y del dinero, jamás han llamado a mi puerta para darme el menor reconocimiento.

Mientras así proseguía, devanándose los sesos para encontrar la razón de lo que entendía como una injusticia ante su diligencia, el agua le rozaba los pies y empezaba a mojarle los pantalones de fibra sintética que, despreocupado, no se había subido hasta las pantorrillas, como hacen los que se acercan al agua para refrescarse las varices.

-He despilfarrado, sin duda, las cualidades que la naturaleza puso en mí. No he conseguido convencer de mi capacidad a mis coetáneos. Y no, por supuesto, a los que estaban en lo alto, a quien no dudé en criticar si me pareció que así lo merecían, sino a los que estaban a mi altura o por debajo en la escala de las decisiones. Todo me sucedió, al contrario de a esos otros a los que, en mi petulancia, consideré menos dotados y que han llegado más alto.

Como suele suceder, el pensamiento del desolado filósofo -no muy profundo, como se advierte, sino más bien de andar por su casa-, volaba también hacia los que tenía más próximos físicamente, repasando las actitudes que mantenían con él. Sin encontrar causas para recriminar, sino reforzando cuanto argumentaba, estaba a punto de sacar alguna conclusión al ya tan largo discernir para su coleto:

-Mi esposa, en fin, que me recuerda casi a diario que no saco rendimiento a cuanto hago, es la voz de la verdad. Soy un inepto, y no por lo que hice, sino por lo que no hice.

Con estos pesarosos discurrires, harto tristes, atormentaba su ánimo, mientras las olas, alborotadas por un viento de poniente que era propio de la época del año, redoblaban en su ímpeto, mojándole ya a veces hasta las rodillas.

Quiso la casualidad, que es colaboradora de todas las historias, tanto verdaderas como inventadas, que en aquel momento se hallaba paseando por el mismo arenal, una joven de buen ver, acompañada de un perro de lanas de cierto tamaño, con el que la muchacha jugaba a lanzar, lo más lejos posible, un platillo de plástico, y que el animal recogía con presteza, volviendo, una y otra vez, a depositárselo a sus pies.

Esta actitud del animal era premiada, ocasionalmente, por la joven con una palmadita o una trozo de galleta que sacaba de una bolsa que llevaba.

Justo en el instante en que la reflexión de Sérgulo estaba concretando de la manera indicada el diagnóstico de las razones por las que se consideraba despilfarrador de dones y ayuno de oficiales méritos, el perro que pertenecía a la joven, en una de sus cabriolas atropelladas, buscando el plástico, tropezó con el filósofo, lo hizo trastabillar, y dio con él de bruces en la marea.

-¡C…! -fue la expresión, casi inaudible, que pronunció Sérgulo, mientras se debatía con su azoramiento para volver a ponerse en pie, con las ropas totalmente empapadas, siendo las olas, desde luego, poco cooperadoras para hacer que recuperara el equilibrio.

Cuando, después de varios intentos, consiguió levantarse, miró alrededor -tal vez sin haberse percatado exactamente de lo que le había pasado- y vió, alejándose, a la joven que, sin manifestar el menor interés, respeto o preocupación por lo sucedido a Sérgulo, seguía con su juego, venga a tirar una y otra vez el adminículo a su animal de compañía.

-En verdad -dijo Sérgulo, hablando esta vez en voz alta- esta joven es mi buena Samaritana. Ha conseguido, con su total desprecio hacia la caída que me provocó, hacerme ver lo errado que estaba con mis reflexiones.

Volvía a la zona que aún no había alcanzado la marea, y advirtió que sus zapatos -por fortuna, no muy caros-, habían sido llevados por el agua, mar adentro. Siguió, impertérrito, razonando.

-La marea estaba subiendo y yo creía que podría evitar mojarme más allá de las rodillas, porque vigilaba su ritmo. Pero un elemento ajeno al mar y a mi propósito, me ha tirado de bruces al agua, en donde estuve, si quiero llevar la idea a su extremo fatal, a punto de ahogarme.

La mojadura de Sérgulo y el frío que estaba empezando a notar en las zonas íntimas de su cuerpo, haciéndole tiritar, no le impidió expresar, también en alta voz, -aunque nadie lo oyó, al estar desierta la playa, a salvo de la Samaritana y su perro, ya a punto de abandonarla-:

-Los seres humanos, en realidad, no somos tan ajenos al comportamiento que esa joven provoca en su perro. Recoger el plato de plástico que ella arroja no tiene, desde una perspectiva objetiva, mérito alguno, pero ella le premia con un trozo de galleta, llevando al corto conocimiento del animal la creencia de que es lo que se pretende de él y que, con ello, recogiendo el plástico, está haciendo algo útil, cuando, en realidad, solo se pretende mantenerlo ocupado.

Seguía andando, descalzo y mojado, hasta la escalera que conducía al paseo marítimo.

-Y ahora que lo veo tan claro, prefiero haber hecho toda mi vida lo que me pareció que correspondía a mi cualidad de ser libre, sin andar persiguiendo los plásticos que lanzan, atentos a lo suyo, quienes solo pretenden mantener ocupados a sus animales de compañía y les premian con dulces cuando alcanzan objetivos que no sirven para nada ni nadie absolutamente.

Y, mucho más contento que cuando empezó a subir la marea, ya casi a oscuras, volvió a su casa y siguió haciendo lo mismo que solía.

FIN

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