Hace algunos años, en una localidad enclavada en un paraje de tierras áridas, vivían dos hermanos, que se habían quedado huérfanos de sus padres cuando solo tenían cuatro y cinco años, respectivamente. Se llamaban Teodofrosia y Cucusfato, nombres que sus progenitores, devotos del Santoral extravagante, les habían impuesto en la ceremonia del bautismo, con la intención disculpable de dotarles de un nombre singular, ya que sus apellidos eran los de Fernández, González y García, por mucho que se ascendiera hasta la enésima rama de su árbol genealógico.
Al morir los papás en un desgraciado accidente, -fue general la conmoción en la comarca cuando el autobús que los conducía de vuelta al pueblo, tras haber ido a la ciudad por un asunto judicial, se salió de la calzada, encontrando ambos su muerte instantánea-, y con el fin de evitar que fueran entregados en adopción a desconocidos, los niños habían sido encomendados al único familiar que les quedaba, Sor María del Amor Dichoso, monja de clausura en un convento de las Agustinas Adoradoras, en el mismo pueblo de Guadalatejo, obtenida que fue la correspondiente dispensa del Sr. Obispo de la diócesis.
La educación que recibieron en tan singular escuela, fue, por decirlo de forma sencilla, incalificable. A Teodofrosia, se la orientó deliberadamente hacia la vocación religiosa, adquiriendo su alma la convicción de que había venido a este mundo para salvar, con su personal sacrificio, de la condena eterna al mayor número posible de descarriados, a base de apretarse más y más el cilicio, rezar de continuo y flagelarse a ratos en la soledad de su celda con un latiguillo de cuero.
A Cucusfato, hecho de otro pelaje, la continuada presencia entre mujeres, ciertamente de variadas edades entre las que predominaban las muy ancianas, pero en donde no faltaban algunas mozas de buen ver a las que sus variadas circunstancias habían conducido al claustro, la permanencia en el convento le llevó a desequilibrios sexuales y sensoriales, que el adolescente aliviaba como podía, con crecientes exigencias a medida que sus impulsos se concretaban.
Consciente de la situación, como la tensión iba in crescendo, la permanencia del joven Cucusfato en las paredes claustrales, fue valorada por las más añejas de las venerables monjas, como de todo punto insostenible. Y un cierto día, la madre superiora, ante la presencia de Sor María del Amor Dichoso, comunicó al muchacho, que tenía por entonces diecisiete años, que no era grata su presencia allí y que debía ganarse la vida fuera de aquellas paredes sacras.
-Nada podemos darte más de lo que ya recibiste de este lugar de pobreza y oración -le dijo la superiora, en tono adusto-. Es cierto que no pudimos darte un oficio, porque está claro que no tienes vocación al sacerdocio, pues tus impulsos hacia la carne te dominan.
Su tía, que padecía de juanetes y tenía muy mala circulación sanguínea, asentía. La priora, continuó su discurso de despedida:
-Debes irte de aquí, antes que tengamos que lamentar una desgracia. Pero, antes, debes saber algo. Aunque no has cumplido todavía la mayoría de edad legal, aquí está el sobre que el Sr. Notario de la capital del municipio, nos ha dejado para ti, cuando nos fuiste confiado, con la condición de que se te entregara cuando cumplieras los dieciocho años. Es cierto que aún no los tienes, pues te falta un año aproximadamente. Solo que, no siendo tolerable para la tranquilidad de este convento, en donde más de una novicia me viene manifestando que tu presencia le perturba su vocación, no es posible que permanezcas con nosotras ni un día más.
Ahorrémonos, pues, las súplicas del joven, lo prolijo de los argumentos de la Sor directora y las concordancias silenciosas con las que las corroboraba su tía, defendiendo ambas lo mismo, y tengamos, como así sucedió, a Cucusfato con aquel sobre abultado en la mano, los pies fríos y la cabeza caliente, abandonado a las puertas del Convento, que se le cerraban para siempre.
Hubo lágrimas, desde luego, propósitos de enmienda, balbuceos. Nada impidió que la hermana portera fuera la encargada de conducirlo hasta el umbral del caserón, advirtiendo que no volviera por allí más que de tarde en tarde, y solo para ver a su hermana y a su tía a través del torno o platicar con ellas breves frases al otro lado de las rejas de clausura.
¿Qué podía hacer el muchacho, cuando, se halló deambulando en una calle desierta a cal y canto, en un pueblo del que no conocía más que el trozo de acera que había atisbado desde la ojiva que daba escasa luz a su minúscula celda? ¿Cómo habría de enfrentarse a un mundo con el solo bagaje de lo que había deducido por los cantares monótonos de los jilgueros y mirlos que, de tarde en tarde, venían a posarse en los naranjos del patio del convento en donde habían transcurrido los últimos trece años de su corta vida? ¿Le servirían de algo los relatos, plagados de incongruencias, dogmas y elucubraciones con las que las monjas dejaban transcurrir los escasos momentos en que se les permitía hablar en los recreos?
Lo que hizo, ante todo, fue abrir el sobre. No entendió todo su contenido a la primera, y lo leyó, por tanto, varias veces. Comprendía el involuto varias hojas, todas ellas con membrete de la Notaría, de las que vino a entender que sus padres habían dejado este mundo siendo muy recientes poseedores de una considerable fortuna. Un montante, en dinero y propiedades, que estaba siendo administrado por un albacea, cuyo nombre también figuraba en el escrito, y que le sería entregado al cumplir los dieciocho años.
En el escrito se dejaba expreso, por otra parte, que su hermana mayor, que, por lo dicho, acababa apenas de cumplir los dieciocho, habría sido destinataria de un sobre similar, por el que se la declaraba propietaria de un patrimonio idéntico al que él recibiría, llegado su momento. Teodofrosia, pues, coligió Cucusfato, tenía que haber sido a estas alturas ya conocedora de su riqueza y, a no dudar, habría tomado posesión de la misma.
-¡Ah, la muy taimada! -reflexionó el muchacho, argumentando para su coleto-. Nada me dijo de esos bienes de los que mi hermana habrá tomado posesión. Sospecho, pues, que los ha donado al propio Convento, o, tal vez, los habrá entregado a los pobres, aconsejada por mujeres que no tienen ojos más que para lo que no sea de este mundo.
La tarde se le echaba encima, y no teniendo previsto, claro está, dónde y con qué pasar la noche, consciente de que la ciudad estaba lejos -un indicador de carretera expresaba que había setenta y tres kilómetros hasta ella desde Guadalatejo- se puso a meditar la actuación que correspondía, sentado en un banco del parquecillo local.
-Puedo ir al Notario y, en el supuesto de que aún viva, contarle la situación a él o a su sucesor, y pedirle a ese albacea cuyo nombre figura en el papel, que me adelante algunos dineros a cuenta de lo que me corresponderá cuando cumpla los dieciocho.
Sin embargo, no le parecía del todo pertinente hacer tal descubierta. Con sus perspicaces entendederas, cimentadas a base de leer pasajes bíblicos, concluía: “Lo más seguro es que me digan, obstinados estos funcionarios en cumplir estrictamente con lo que se les tiene mandado, que la condición no está cumplida, y me den largas hasta que tenga los dieciocho”.
-Otra opción es que vuelva al Convento, le pida a mi hermana y a la superiora que reconsideren la situación, por caridad, y que me dejen estar unos cuantos meses más, comprometiéndome a no mover ni una ceja ni, mucho menos, a volver a levantar faldón alguno, hasta que me venga la mayoría de edad que estos legales documentos quieren para mí.
Con todo, descartaba también esta posibilidad, pues, dado el comportamiento que habían tenido su tía, la madre Superiora, y hasta su propia hermana, con él – a todas las cuales suponía conocedoras de las estipulaciones-, se obsesionó en deducir que le habrían de negar la entrada en el Convento, dándole, de nuevo, con el portón en las narices, y aún con más saña.
Estos y otros pensamientos le embargaban la sesera, con tanto desorden y tal fuerza, que, ya con las primeras oscuridades de la noche, estando en ayunas de la cena, consumido el bocadillo de queso que le habían metido en un hatillo, con la cartilla de nacimiento y un bizcocho de almendras, se quedó dormido.
Allá, amortiguados, pero, siendo para él del todo conocidos, le llegaban los rezos y cánticos de las monjas, ocupadas entonces en las oraciones vespertinas que, excepcionalmente, le sirvieron aquella vez de nana arrulladora.
Despertó al alba, sobresaltado, con el toque a maitines. Tenía los músculos doloridos por la cruel postura, ya que las maderas del banco se le habían encajado en la espalda juvenil. En un acto reflejo, se levantó de un salto, y aún medio dormido, hacía como que se disponía para acompañar al séquito de adoradoras a la capilla, cuando se dio cuenta que no había ya que cumplir con esa obligación de las internas, pues era libre, y potencialmente rico, aunque en futurible.
-Daría cualquier cosa -expresó en voz alta- por tener un año más. Si todos los años de rezos y plegarias me han servido de algo, quisiera pedir a Quien todo lo puede que, si no le es molestia, me ponga encima los más de trescientos días que me faltan.
En aquel momento, se desató una terrible tormenta. Las nubes se vaciaron con ganas sobre el pueblo y, acompañado el aguacero con estrépito de truenos, un rayo cayó justamente en el árbol más alto del parquecillo, partiéndolo en dos como si fuera mantequilla.
-Entiendo que esa es la respuesta que pedí -dijo, cayendo de rodillas, y poniendo los brazos en cruz-. Se me ha concedido lo que pido.
Y así, mojado como estaba hasta los tuétanos, fue directo al autobús que había en la plaza y que, en efecto, tenía por destino la capital del municipio, donde se sentó en uno de los asientos libres.
-Debes sacar el billete, muchacho -le exigió el conductor del vehículo, acercándose a él.
-Perdone, Vd. Pero no tengo dinero. Aunque le advierto: Dios está conmigo y acabo de cumplir los dieciocho años, por su divina intercesión.
-¡Ah! -le espetó el cobrador, que era el mismo que conducía el vehículo, y que era agnóstico- En ese caso, han de ser dos los billetes. Y, por si no lo sabes, solo los niños acompañados de sus padres no pagan billete. Así que, o pagas, o tendrás que bajarte.
El muchacho se le quedó mirando y, aturdido, acertó a explicar:
-Me llamo Cucusfato García, y mis padres eran ambos de este pueblo. Soy huérfano y he estado hasta ahora viviendo en el Convento de clausura, con mi hermana y mi tía.
Fue, en verdad, providencial. El vecino de al lado, un anciano de testa venerable, le tendió la mano, con una sonrisa.
-Yo pago el billete de este joven.
Cucusfato vio cómo su vecino sacaba la cartera y, sorprendido por su gesto, le preguntó, tratando de hilvanar todos los hilos que se acumulaban en su juvenil cabeza:
-¿No será Vd., por casualidad, el albacea de la herencia de mis padres?
El anciano negó con la cabeza.
-¿El albacea? No, no, qué va. Solo que he reconocido, en el traje que llevas, el que yo mismo entregué al convento hace unos meses, que perteneció a mi hijo, que falleció de unas fiebres el verano pasado.
Cucusfato se sonrojó, apretándose mejor, de forma instintiva, la chaqueta con la aparente pretensión de ajustarse los botones, con manos temblorosas y sabiéndose mojado hasta los tuétanos. Estaba todavía convencido de que le había pasado el año en un pispás, si bien lo que sucedió después es mejor contarlo en otro cuento, si nos quedan ganas de continuar con la historia.
FIN