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Soneto: Sería un atardecer sobre rosales

15 marzo, 2018 By amarias 1 comentario

(“Más temprano que tarde, la poesía/
llega a los claustros”
José Emilio Pacheco
Tarde o Temprano
(pág. 150, Edit. Tusquets)

Sería un atardecer sobre rosales/cuando entró en el claustro la poesía./Dijeron algunas siervas de María/que era el silbo de Dios, y otras, que cuáles//eran formas de saber si una obra pía/provenía del diablo, y cuántos males/si, por causa de pecar, se conocía/castigaban los goces capitales.//Se llenaron los sueños de portales/con el recuerdo del beso de aquel día,/y monjas de clausura en sus cabales/denunciaron a la priora lo que había:/restos de pasión harto carnales./Cesó el verso y con él, la algarabía.

Opus 93 del libro “Vuelvo a empezar”

@angelmanuelarias


Dos calamones (porphyrio porphyrio), en la laguna de la Rocina, junto al Rocío (Huelva), se nutren de raíces y tallos de cáñamos de ribera, que agarran con los largos dedos de sus patas. Son aves reservadas, huidizas, difíciles de atisbar, y aún menos, en pareja. Sirva esta presentación como excusa para justificar la baja calidad de la toma, aunque, en honor a la verdad, volví otras veces este final de invierno, al mismo sitio, apostándome paciente para verlos reaparecer. Conseguí fotografiar nuevamente, y con mejor pulso, al macho (los sexos son, en realidad, indiscernibles), aunque esta instantánea me parece mucho más simpática

Publicado en: Personal, Poesía Etiquetado como: angel arias, calamón, claustro, clausura, Rocina, Rocio, soneto, verso

Cuento de primavera: Lo que faltaba

9 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Cucusfato, agradecido a la par que confuso, no estaba decidido a intercambiar muchas más palabras con el desconocido que le había pagado el billete del autobús, amén de ser el causante indirecto del regalo de la vestimenta que llevaba.

Pero el trayecto entre Guadalatejo y la capital de la comarca, aunque de apenas setenta kilómetros, que hubieran podido cubrirse a buena marcha en poco más de una hora, se alargaba durante dos y media, debido a las paradas que el vehículo se veía obligado a hacer en cada pueblo del recorrido.

-Así que eres un escapado de la clausura -le provocaba el benefactor-. ¿No te gustaba la carne que tenías a disposición? ¿Preferías el pescado?

Cucusfato callaba.

-Mi hijo estaba ya terminando el bachillerato cuando se le presentó una alergia de la que no teníamos ni idea que podía existir. La llaman alergia acuagénica. ¿Sabes lo que es? -Cucusfato negó con la cabeza, viéndose incapaz para evadir la explicación. El otro prosiguió:

-Parece que estaba provocada por un medicamento que le dieron para curarse de las anginas.  Fue a más, cada vez. No podía ni ducharse, ni bañarse. Se hizo sensible hasta sus propias lágrimas o el sudor.  ¿Te imaginas lo que puede ser eso?

Cucusfato no se lo imaginaba, pero sí entreveía al pobre primer poseedor de la chaqueta que portaba, muriéndose de un grave disgusto, que le habría provocado un mar de lágrimas. Así que, curioso y comprensivo por una vez con el caso, expresó, con lástima:

-¡Qué muerte tan terrible!

-No, no. No murió de eso. La alergia estaba controlada, por fortuna. Murió por unas fiebres reumáticas, como te dije, que se complicaron con una afección cardíaca. Padecía del corazón desde niño, el pobre.

Por fin, el autobús de línea llegó a las cocheras de la ciudad, en donde tenía su última parada. Cucusfato se despidió del amable pasajero que le había estado dando tan sutilmente la tabarra, y se encaminó a la dirección que correspondía a la Notaría.

Era cierta la sospecha de que el Notario titular había cambiado. Pero en los protocolos de la Notaría subsistían los archivos que correspondían a las disposiciones testamentarias de sus padres que, previsoramente -y por presagios de lo que podía sucederles que no viene al caso detallar- habían dejado escritas para el momento en que pudiera sucederles algo.

La titular de la Notaría acogió al muchacho con simpatía.

-¿Cucusfato García, dices que te llamas? ¿Tienes algún documento de identidad contigo?

Cucusfato le enseñó el Libro de Familia que llevaba, y la funcionaria lo analizó con detalle profesional.

-¡Ah, sí, está claro¡ -dijo, tendiéndole el documento-. Pero aquí dice que los hijos de tus padres se llamaban Teodofrosio y Cucusfata. Tu no puedes se Cucusfato, sino Teodofrosio, el mayor.

Cucusfato-Teodofrosio se agarró instintivamente a la silla.

-¿Cómo así?

-Aquí puedes verlo, muchacho. Aunque con letra casi ilegible, pone “varón” -bueno, en realidad, solo se distingue la “v” de todos estos signos caligráficos indescifrables. Así que tú tienes que ser Teodofrosio, y tu hermana, la menor, Cucusfata.

-Quiere esto decir…-elucubró el muchacho.

-Es evidente que tú tienes en este momento dieciocho años y siete meses, es decir, estás perfectamente en plazo para tomar posesión de la herencia que te corresponde.

Teodofrosio dio gracias a Dios por haberle concedido la gracia que le había pedido de manera tan singular.

-Llamaré de inmediato al albacea, para que comparezca y te explique las gestiones que ha llevado a cabo en este tiempo con el patrimonio, y puedas tomar posesión de él.

No fue compleja la localización del albacea, que resultó ser un amigo del Notario que había ocupado la plaza anteriormente, hombre de extremada pulcritud en las cuestiones de los negocios,  quien expresó, luego de las presentaciones, un alivio de trasladar el resultado de sus gestiones a quien era legítimo titular de esos desvelos.

-Fue cuestión de suerte, sin duda, más que de perspicacia -explicó al muchacho, que estaba ya repleto de las emociones que la salida del convento le estaba deparando-. He invertido la mayor parte de los dineros y rentas derivadas de las posesiones de tus difuntos padres en acciones de una compañía de tecnología coreana, y, como no deseaba complicaciones, he ido suscribiendo todas las ampliaciones de capital. En este momento, eres propietario mayoritario de la sociedad, que tiene sus tentáculos en todo el mundo y es uno de los líderes mundiales.

Teodofrosio no pudo evitar derramar algunas lágrimas de alegría y, llevado de un impulso repentino, se levantó del asiento y abrazó al albacea, que, igualmente sensible con el afecto manifestado, lo acogió entre sus brazos, conmovido.

Siendo hombre devoto, por otra parte, no olvidó confesar su pecado de haber creído que las monjas y, en particular, su hermana Cucusfata -ahora, de novicia, Hermana María Indulgente de los Desamparados-, le habían hecho una jugada.

FIN

 

 

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: acuagénica, agua, albacea, alergia, clausura, condición, cuento, cuento de primavera, edad, notario

Cuento de primavera: El albacea

8 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Hace algunos años, en una localidad enclavada en un paraje de tierras áridas, vivían dos hermanos, que se habían quedado huérfanos de sus padres cuando solo tenían cuatro y cinco años, respectivamente. Se llamaban Teodofrosia y Cucusfato, nombres que sus progenitores, devotos del Santoral extravagante, les habían impuesto en la ceremonia del bautismo, con la intención disculpable de dotarles de un nombre singular, ya que sus apellidos eran los de Fernández, González y García, por mucho que se ascendiera hasta la enésima rama de su árbol genealógico.

Al morir los papás en un desgraciado accidente, -fue general la conmoción en la comarca cuando el autobús que los conducía de vuelta al pueblo, tras haber ido a la ciudad por un asunto judicial, se salió de la calzada, encontrando ambos su muerte instantánea-, y con el fin de evitar que fueran entregados en adopción a desconocidos, los niños habían sido encomendados al único familiar que les quedaba, Sor María del Amor Dichoso, monja de clausura en un convento de las Agustinas Adoradoras, en el mismo pueblo de Guadalatejo, obtenida que fue la correspondiente dispensa del Sr. Obispo de la diócesis.

La educación que recibieron en tan singular escuela, fue, por decirlo de forma sencilla, incalificable. A Teodofrosia, se la orientó deliberadamente hacia la vocación religiosa, adquiriendo su alma la convicción de que había venido a este mundo para salvar, con su personal sacrificio, de la condena eterna al mayor número posible de descarriados, a base de apretarse más y más el cilicio, rezar de continuo y flagelarse a ratos en la soledad de su celda con un latiguillo de cuero.

A Cucusfato, hecho de otro pelaje, la continuada presencia entre mujeres, ciertamente de variadas edades entre las que predominaban las muy ancianas, pero en donde no faltaban algunas mozas de buen ver a las que sus variadas circunstancias habían conducido al claustro, la permanencia en el convento le llevó a desequilibrios sexuales y sensoriales, que el adolescente aliviaba como podía, con crecientes exigencias a medida que sus impulsos se concretaban.

Consciente de la situación, como la tensión iba in crescendo, la permanencia del joven Cucusfato en las paredes claustrales, fue valorada por las más añejas de las venerables monjas, como de todo punto insostenible. Y un cierto día, la madre superiora, ante la presencia de Sor María del Amor Dichoso, comunicó al muchacho, que tenía por entonces diecisiete años, que no era grata su presencia allí y que debía ganarse la vida fuera de aquellas paredes sacras.

-Nada podemos darte más de lo que ya recibiste de este lugar de pobreza y oración -le dijo la superiora, en tono adusto-. Es cierto que no pudimos darte un oficio, porque está claro que no tienes vocación al sacerdocio, pues tus impulsos hacia la carne te dominan.

Su tía, que padecía de juanetes y tenía muy mala circulación sanguínea, asentía. La priora, continuó su discurso de despedida:

-Debes irte de aquí, antes que tengamos que lamentar una desgracia. Pero, antes, debes saber algo. Aunque no has cumplido todavía la mayoría de edad legal, aquí está el sobre que el Sr. Notario de la capital del municipio, nos ha dejado para ti, cuando nos fuiste confiado, con la condición de que se te entregara cuando cumplieras los dieciocho años. Es cierto que aún no los tienes, pues te falta  un año aproximadamente. Solo que, no siendo tolerable para la tranquilidad de este convento, en donde más de una novicia  me viene manifestando que tu presencia le perturba su vocación, no es posible que permanezcas con nosotras ni un día más.

Ahorrémonos, pues, las súplicas del joven, lo prolijo de los argumentos de la Sor directora y las concordancias silenciosas con las que las corroboraba su tía, defendiendo ambas lo mismo, y tengamos, como así sucedió, a Cucusfato con aquel sobre abultado en la mano, los pies fríos y la cabeza caliente, abandonado a las puertas del Convento, que se le cerraban para siempre.

Hubo lágrimas, desde luego, propósitos de enmienda, balbuceos. Nada impidió que la hermana portera fuera la encargada de conducirlo hasta el umbral del caserón, advirtiendo que no volviera por allí más que de tarde en tarde, y solo para ver a su hermana y a su tía a través del torno o platicar con ellas breves frases al otro lado de las rejas de clausura.

¿Qué podía hacer el muchacho, cuando, se halló deambulando en una calle desierta a cal y canto, en un pueblo del que no conocía más que el trozo de acera que había atisbado desde la ojiva que daba escasa luz a su minúscula celda? ¿Cómo habría de enfrentarse a un mundo con el solo bagaje de lo que había deducido por los cantares monótonos de los jilgueros y mirlos que, de tarde en tarde, venían a posarse en los naranjos del patio del convento en donde habían transcurrido los últimos trece años de su corta vida? ¿Le servirían de algo los relatos, plagados de incongruencias, dogmas y elucubraciones con las que las monjas dejaban transcurrir los escasos momentos en que se les permitía hablar en los recreos?

Lo que hizo, ante todo, fue abrir el sobre. No entendió todo su contenido a la primera, y lo leyó, por tanto, varias veces. Comprendía el involuto varias hojas, todas ellas con membrete de la Notaría, de las que vino a entender que sus padres habían dejado este mundo siendo muy recientes poseedores de una considerable fortuna. Un montante, en dinero y propiedades, que estaba siendo administrado por un albacea, cuyo nombre también figuraba en el escrito, y que le sería entregado al cumplir los dieciocho años.

En el escrito se dejaba expreso, por otra parte, que su hermana mayor, que, por lo dicho, acababa apenas de cumplir los dieciocho, habría sido destinataria de un sobre similar, por el que se la declaraba propietaria de un patrimonio idéntico al que él recibiría, llegado su momento. Teodofrosia, pues, coligió Cucusfato, tenía que haber sido a estas alturas ya conocedora de su riqueza y, a no dudar, habría tomado posesión de la misma.

-¡Ah, la muy taimada! -reflexionó el muchacho, argumentando para su coleto-. Nada me dijo de esos bienes de los que mi hermana habrá tomado posesión. Sospecho, pues, que los ha donado al propio Convento, o, tal vez, los habrá entregado a los pobres, aconsejada por mujeres que no tienen ojos más que para lo que no sea de este mundo.

La tarde se le echaba encima, y no teniendo previsto, claro está, dónde y con qué pasar la noche, consciente de que la ciudad estaba lejos -un indicador de carretera expresaba que había setenta y tres kilómetros hasta ella desde Guadalatejo- se puso a meditar la actuación que correspondía, sentado en un banco del parquecillo local.

-Puedo ir al Notario y, en el supuesto de que aún viva, contarle la situación a él o a su sucesor, y pedirle a ese albacea cuyo nombre figura en el papel, que me adelante algunos dineros a cuenta de lo que me corresponderá cuando cumpla los dieciocho.

Sin embargo, no le parecía del todo pertinente hacer tal descubierta. Con sus perspicaces entendederas, cimentadas a base de leer pasajes bíblicos, concluía: “Lo más seguro es que me digan, obstinados estos funcionarios en cumplir estrictamente con lo que se les tiene mandado, que la condición no está cumplida, y me den largas hasta que tenga los dieciocho”.

-Otra opción es que vuelva al Convento, le pida a mi hermana y a la superiora que reconsideren la situación, por caridad,  y que me dejen estar unos cuantos meses más, comprometiéndome a no mover ni una ceja ni, mucho menos, a volver a levantar faldón alguno, hasta que me venga la mayoría de edad que estos legales documentos quieren para mí.

Con todo, descartaba también esta posibilidad, pues, dado el comportamiento que habían tenido su tía, la madre Superiora, y hasta su propia hermana, con él – a todas las cuales suponía conocedoras de las estipulaciones-, se obsesionó en deducir que le habrían de negar la entrada en el Convento, dándole, de nuevo, con el portón en las narices, y aún con más saña.

Estos y otros pensamientos le embargaban la sesera, con tanto desorden y tal fuerza, que, ya con las primeras oscuridades de la noche, estando en ayunas de la cena, consumido el bocadillo de queso que le habían metido en un hatillo, con la cartilla de nacimiento y un bizcocho de almendras, se quedó dormido.

Allá, amortiguados, pero, siendo para él del todo conocidos, le llegaban los rezos y cánticos de las monjas, ocupadas entonces en las oraciones vespertinas que, excepcionalmente, le sirvieron aquella vez de nana arrulladora.

Despertó al alba, sobresaltado, con el toque a maitines. Tenía los músculos doloridos por la cruel postura, ya que las maderas del banco se le habían encajado en la espalda juvenil. En un acto reflejo, se levantó de un salto, y aún medio dormido, hacía como que se disponía para acompañar al séquito de adoradoras a la capilla, cuando se dio cuenta que no había ya que cumplir con esa obligación de las internas, pues era libre, y potencialmente rico, aunque en futurible.

-Daría cualquier cosa -expresó en voz alta- por tener un año más. Si todos los años de rezos y plegarias me han servido de algo, quisiera pedir a Quien todo lo puede que, si no le es molestia, me ponga encima los más de trescientos días que me faltan.

En aquel momento, se desató una terrible tormenta. Las nubes se vaciaron con ganas sobre el pueblo y, acompañado el aguacero con estrépito de truenos, un rayo cayó justamente en el árbol más alto del parquecillo, partiéndolo en dos como si fuera mantequilla.

-Entiendo que esa es la respuesta que pedí -dijo, cayendo de rodillas, y poniendo los brazos en cruz-. Se me ha concedido lo que pido.

Y así, mojado como estaba hasta los tuétanos, fue directo al autobús que había en la plaza y que, en efecto, tenía por destino la capital del municipio, donde se sentó en uno de los asientos libres.

-Debes sacar el billete, muchacho -le exigió el conductor del vehículo, acercándose a él.

-Perdone, Vd. Pero no tengo dinero. Aunque le advierto: Dios está conmigo y acabo de cumplir los dieciocho años, por su divina intercesión.

-¡Ah! -le espetó el cobrador, que era el mismo que conducía el vehículo, y que era agnóstico- En ese caso, han de ser dos los billetes. Y, por si no lo sabes, solo los niños acompañados de sus padres no pagan billete. Así que, o pagas, o tendrás que bajarte.

El muchacho se le quedó mirando y, aturdido, acertó a explicar:

-Me llamo Cucusfato García, y mis padres eran ambos de este pueblo. Soy huérfano y he estado hasta ahora viviendo en el Convento de clausura, con mi hermana y mi tía.

Fue, en verdad, providencial. El vecino de al lado, un anciano de testa venerable, le tendió la mano, con una sonrisa.

-Yo pago el billete de este joven.

Cucusfato vio cómo su vecino sacaba la cartera y, sorprendido por su gesto, le preguntó, tratando de hilvanar todos los hilos que se acumulaban en su juvenil cabeza:

-¿No será Vd., por casualidad, el albacea de la herencia de mis padres?

El anciano negó con la cabeza.

-¿El albacea? No, no, qué va. Solo que he reconocido, en el traje que llevas, el que yo mismo entregué al convento hace unos meses, que perteneció a mi hijo, que falleció de unas fiebres el verano pasado.

Cucusfato se sonrojó, apretándose mejor, de forma instintiva, la chaqueta con la aparente pretensión de ajustarse los botones, con manos temblorosas y sabiéndose mojado hasta los tuétanos. Estaba todavía convencido de que le había pasado el año en un pispás, si bien lo que sucedió después es mejor contarlo en otro cuento, si nos quedan ganas de continuar con la historia.

FIN

 

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: albacea, clausura, convento, cuento, cuento de primavera, heerncia, hermana, mayoría de edad, notario, reparto, tía

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