Me parece que. como colectivo, hemos demostrado, una vez más, la persistencia de una perversa cualidad en la que los españoles somos expertos. La de destruirnos. Lanzarnos por el camino de lo inabordable, de lo estéril, de lo ridículamente cruel, de lo que nos hace daño.
El análisis de los porqués de la actuación de las masas está tan profusa y certeramente hecho por cualificados sociólogos y filósofos, que ni siquiera hace falta esgrimir referencias históricas, valoraciones de otros. Lo sabemos bien todos, lo tenemos interiorizado. La sociedad dirigida se convierte en anónima, es susceptible, puede derivar entre sumisa y beligerante. Se configura como un magma. Una mezcla pegajosa de envidias, odios antiguos, malformaciones de criterios, ignorancia y, sí, desprecio al que sabe más, al que se mueve por principios. En última instancia, a la ética.
Puede que no seamos únicos y que el mal esté extendido como propiedad de la especie humana. Pero, si eso fuera así, estamos en el grupo de cabeza de los países que presumen de ser (tampoco estoy seguro de por qué) los más civilizados.
Cierto que no hemos participado oficialmente en ninguna de las dos últimas guerras europeas, pero llevamos sobre nuestras espaldas el estigma de una guerra civil, con heridas que todavía duran, que supuran y duelen.
Cierto que otros países nos veían como ejemplo de evolución democrática desde una dictadura longeva, pero resulta que la mitad de la población de una de nuestras regiones más prósperas, está convencida de que el resto del país les roba, y de que les privamos de las libertades más elementales.
Cierto que nuestra Constitución es garantista, pero su aplicación es permisiva y toleramos partidos políticos que defiendan intereses contrarios a la misma, y proclamamos con decisión que la ley es igual para todos, pero no dudamos en encontrar huecos por donde pretendemos se diluya nuestra responsabilidad, actuando de juez y parte.
Cierto que nuestros profesionales -ya sean médicos, ingenieros, filósofos, escritores, qué se yo)- son apreciados por su formación cuando trabajan en el extranjero, pero no somos capaces de encontrarles sitio entre nosotros, y dejamos que emigren con los brazos cruzados de insulsa resignación. ¡Ya volverán, más sabios, y les acogeremos con los brazos abiertos! ¿Sí?
Cierto que nuestros representantes políticos consumen muchas horas (y ganan sus dineros) hablando de cómo resolver los principales problemas que nos asolan y acongojan -el paro, la amenaza de quiebra del sistema de la seguridad social, la intolerable mancha creciente de la corrupción, el lento funcionamiento de la administración (incluida, por supuesto, la justicia), la desigualdad social, etc.- pero no son capaces de proponer ninguna solución práctica. ¿Nuevo Pacto de Toledo, con qué agentes? ¿Consejo Asesor, de qué y con quiénes? ¿Consejo de Rectores para qué, para que cada Universidad haga lo que le apetezca? ¿Igualdad en los servicios básicos, independientemente de la Comunidad Autónoma , de qué forma?¿Control de grandes fortunas, por quién? ¿Estímulo a las empresas, con qué criterios y para potenciar qué sectores? ¿Defensa ambiental, sin calcular los costes ni exigir responsabilidades?…
Cierto que tenemos millones de conciudadanos que pasan penalidades, que no tienen acceso a las mismas ventajas, que son oprimidos por los que están más arriba, pero tranquilizamos nuestras conciencias (si no estamos afectados) argumentando que algo habrán hecho, que las oportunidades están ahí, que no es nuestra responsabilidad sacarles del apuro. Ya existe Cáritas, las asociaciones benéficas, la solidaridad particular, ¿verdad?
Estamos presos. De nosotros mismos.
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