Un buen militar debe estar preparado para morir por su Patria, defendiendo los ideales, cuando el enemigo los ataca.
Ese principio, diríamos que sagrado, se hace especialmente presente en el campo de batalla. Es un deber superior, que ha de guiar, con fe ciega, las actuaciones de cada soldado, que cumplirá con inquebrantable disciplina las instrucciones y órdenes que le transmitan los jefes de su Ejército, por intermedio de la cadena de mando.
Un buen militar debe esforzarse en que el enemigo muera por su Patria, en la defensa de sus otros ideales, otorgándole así la oportunidad de cubrirse del honor y la gloria que, en otro caso, le correspondería a él mismo.
Cuando Carmelo Rospiciano se enteró de la historia de Hiroo Onoda, el soldado japonés que se negó a admitir que su país se había rendido hasta que el hecho le fue comunicado por su mando natural, lo que no sucedió hasta 30 años después de terminada la Segunda Guerra mundial, lloró de emoción.
-Quiero ser como Onoda -formuló para su coleto, secándose las lágrimas.
Carmelo era soldado vocacional. Se había alistado en el Ejército apuntándose a una convocatoria por la que se captaban jóvenes decididos a formarse en alguna de las múltiples posibilidades de formación que ofrecen a los militares las situaciones de paz, y que les serán útiles, presuntamente, en caso de hipotéticas guerras.
Si quieres paz, prepárate para la guerra, como escribiera Vegecio, si bien, en latín clásico.
Pero Carmelo no quería zanganear en la paz; quería luchar. Anhelaba ser un perfecto profesional de los Ejércitos, un prototipo, y para ello, necesitaba hacer carrera venciendo en batallas, ganando guerras, haciendo, a diestro y siniestro, a troche y moche, que los enemigos cumplieran con su sagrado deber de morir por sus ideales y los de sus Patrias, viviendo él para satisfacer su destino de alcanzar el suyo: ser el Julio César de los tiempos nuevos.
No hay por qué dudar de que los sistemas de detección de desequilibrados para selección de personal del Ejército hubieran fracasado, porque ningún sistema sicoanalítico para analizar esféricamente las personalidades es perfecto.
Carmelo Rospiciano había superado todas las pruebas, y era considerado un soldado normal.
Solo que el quería llegar a ser general. Y para llegar a lo más alto, necesitaba vencer enemigos, destruir ideales ajenos.
Fue una gran decepción conocer que, al menos de momento, el país no tenía enemigos.
-¿Cómo puede ser así? ¿Para qué se quiere un Ejército si no hay contra quién luchar? -fue la pregunta que se le ocurrió formular, con el debido respecto, cuando e oficial instructor expresó que lo que no había ninguna misión bélica en perspectiva.
-Nuestra función principal es disuadir a los potenciales enemigos, haciéndoles ver claramente que estamos preparados, para que no se atrevan a molestarnos -le contestó el instructor, quien siguió explicando los métodos de ocultación y supervivencia en la selva tropical, que era la materia del día.
Carmelo, además de creerse poseedor de un buen espíritu militar (diríamos nosotros: algo peculiar), era poeta. No es que hubiera ganado certámenes poéticos o que se hubiera leído a Elliot y a Whitman, ni pulido sus artes con análisis semánticos de odas de Homero y Garcilaso, pero sí le gustaba construir rimas, consonantes o asonantes, según las veleidades de su inspiración.
Quizá por esa relación interna entre guerra y poesía, tal como el la sentía -del mismo tipo, quizá, que la que algunos hallan entre el amor y la muerte, o entre el tomate y la berenjena-, concibió una idea perfecta para satisfacer sus objetivos, y que puso inmediatamente en práctica.
Lo expresó a su manera, en versos asonantes algo forzadas.
-Encontrar con quien luchar/es, para un militar, imprescindible./De otra forma es imposible/llegar a tiempo a general.
Dicho y hecho, pues. Habiendo asimilado las enseñanzas de que el enemigo no se decidiría a atacar, si no se le mostraba debilidad, se dedicó a difundir a troche y moche que el Ejército al que el potencialmente indómito Carmelo pertenecía, como soldado raso ya con posibilidades de ascenso a cabo de línea por su aplicación en la cocina, tenía múltiples carencias.
Lo hacía en internet, que es el medio más cómodo e inmediato para propiciar la rápida expansión a cualquier idea, por inconsistente, descabellada o estúpida que parezca; qué digo, especialmente si se trata de ideas inconsistentes, descabelladas o estúpidas.
No tenía Carmelo grandes conocimientos de informática y criptografía -aún no se había llegado a impartir esas enseñanzas, que correspondían al segundo semestre-, por lo que resultó detectado, con nombres y apellido, a la primera de cambio.
Le hicieron un consejo de guerra, pero el tribunal militar, que le estaba juzgando por revelación de secretos, encontró que, en realidad, no había habido ninguna, y encontró a Carmelo únicamente débil mental, expulsándolo de la milicia.
Carmelo Rospiciano no se rindió. Convencido de su inquebrantable vocación, ahogado en bélico pero sano espíritu, y, sobre todo, deseoso de hacer carrera como fuera, se declaró en guerra contra el mundo.
Quería, a base de ganar batallas, ir ascendiendo, paso a paso, a cabo primero, a subteniente, a capitán general. Si no lo querían en otro, lo sería de su propio Ejército.
¿Cuáles serían esas batallas? Tras somero análisis, encontró que no le faltarían jamás.
Carmelo, tan convencido poeta como militar, se concentró en objetivos que estuvieran al alcance de su reducido ejército, ya que era muy consciente de que solo contaba con un elemento y que su capacidad armamentística era harto limitada.
Se dedicó, por ello, con esforzado empeño y persistente ánimo, a detectar cuantas infracciones que veía en su ciudad, y, si viajaba, en cualquiera de sus desplazamientos. Ejemplos: Automóviles conducidos por egoístas que no respetaban las señales de tráfico ni los pasos de peatones y bicicletas, comunidades de vecinos y particulares abyectos que no hacían correctamente la recogida separativa, tipos ayunos de dotes artísticas que ensuciaban con sus estúpidos grafiti las paredes de edificios y hasta monumentos, construcciones irregulares de cerramientos, terrazas, vallados, casetones…
Había millares de casos, por lo que en poco tiempo confeccionó un dossier de acciones bélicas que, por su extensión, podría estimarse, a su escala, prácticamente inconmensurable.
Preparaba Carmelo sus actuaciones concienzudamente y, luego, amparándose en su astucia y en sus conocimientos de ocultación, felizmente aprendidos en el primer semestre en el que había pertenecido al Ejército del país, pinchaba las ruedas -tres o cuatro, según la magnitud que apreciaba en el daño o la culpa- de los automóviles de los infractores, esparcía más o menos porquería en los portales y descansillos de las comunidades incumplidoras, adornaba con pintura indeleble las propiedades de los grafiteros pillados in fragante y, si no las tenían, los ponía perdidos de amarillo con la brocha.
No se quedó ahí. A medida que se ascendía, encontraba más y más motivos para guerrear, ampliaba su campo de batalla, con más enemigos -del orden, de la ética, de la cultura, del respeto, de la naturaleza, del aire, de los animales, de…-y se encumbraba, vencedor, más y más en la escala de gradación.
Llegó a capitán general, vaya si llegó. Con una estupenda hoja de servicios.
Poco más se sabe de él, salvo que anda por ahí, siempre dispuesto a declarar la guerra, aunque ya no pueda ascender más, pero sí otorgarse medallas, bandas de méritos, laureadas y poemas épicos que se auto-dedica, hasta que decida retirarse.
FIN