La sociedad española ha entrado en un bucle de desasosiego, intranquilidad e intoxicación informativa, que es sinónimo de desconfianza. Los supermercados se enfrentan a colas de gentes que acaparan productos con la intención vana de protegerse ante un eventual desabastecimiento. Se anulan convocatorias de conferencias, reuniones, congresos y exposiciones.
Desde mañana, miércoles, día 11 de marzo de 2020, los colegios, Universidades, guarderías y centros públicos de las Comunidades de Madrid y del País Vasco, cerrarán sus puertas. Será un sálvese quien pueda, puesto que a pesar de las llamadas a la calma, la repetición como en un disco rayado de que todo está bajo control y de que los estudiantes no perderán sus clases discentes, los docentes deberán acudir a los lugares de escolarización y las empresas facilitarán medios para que se pueda trabajar desde casa, sabemos bien que esa situación apacible no se producirá.
Habremos avanzado un poco más hacia el caos, porque los niños sin clase se irán a jugar a jardines y parques infantiles, los universitarios de asueto organizarán reuniones privadas de relajación y divertimento, y los profesores liberados se irán a sus segundas residencias o al pueblo de los papás.
Me gustaría decir que estoy tranquilo, que puedo contribuir modestamente a saber qué es lo que nos pasa. No sé, no puedo, ignoro razones y alcance de medidas. Me importan poco las estadísticas y creo que las cifras que se están difundiendo hasta la exasperación confirman que los casos detectados por el coronavirus -la enfermedad de este siglo, la plaga del Génesis actualizada, el mal selectivo de Gedeón y sus ejércitos- tienen un alto índice de mortalidad. Mi instinto de investigador ante una enfermedad que, hasta ahora, se ha propagado sin medidas de contención y que tiene un período de incubación (dicen) de más o menos dos semanas, es que el número de infectados debería ser, ya, mucho más alto.
Pero me voy a detener en intuir las razones por las que se está apoyando la creación del pánico. ¿A quién beneficia? ¿A quién perjudica? ¿Estamos en una situación de riesgo global y las acciones que se están presentando como necesarias, tienen la posibilidad de ser eficaces?
Acabo de escuchar por la Sexta (la TV que difunde pensamientos de la izquierda ácrata, republicana y revolucionaria, en el mejor estilo de los años setenta del pasado siglo, dicho sea escrito de paso), a un investigador de algún lugar de Cataluña, revestido con la autoridad de su bata blanca, anunciar que se nos avecinan tiempos peores y que él (y otros) ya venían avisando de que el gobierno debería haber tomado medias mucho antes.
Me pongo a techado mientras llueven chuzos de punta. En el gimnasio, hoy éramos tres. Mi conferencia de mañana, once de marzo, en el Instituto de Ingeniería de España, sobre “El cáncer, instrucciones de uso” ha sido anulada (reconozco que me preguntaron si quería mantenerla, pero no me vi con fuerzas para enviar al patíbulo del contagio viral a mi familia, amigos y simpatizantes). Fui a dar un paseo a media mañana por el Retiro y estaba lleno como un día de fiesta, con gentes de todo tipo que manejaban al azar los términos de: coronavirus, riesgo, mascarillas, farmacia, comida y qué se puede hacer.
Por cierto: si alguien ha llegado hasta aquí en la lectura y quiere que le envíe las notas que tengo preparadas para la Conferencia, e incluso, del libro “Convivir con un cáncer”, cuya redacción está en proceso de revisión pero del que agradezco sugerencias de mejora y comentarios, estoy a la orden.
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