La cadena de contagios por la circulación libre -hasta ahora- del coronavirus 19 en España y el temor derivado a pensar que uno mismo o el prójimo está infectado, ha movilizado específicos comportamientos sociológicos.
Por una parte, se ha suscitado la arrenofobia vírica, expresión que me invento combinando el término que caracteriza en general el miedo irrefrenable a los otros (arrenofobia) con la presencia del microscópico pasajero que lleva ya varios meses campando por la nave cósmica de la que nos creíamos a los mandos de control.
Es una arrenofobia que, como patología psicótica, se dirigió contra cualquier próximo con rasgos orientales, cuando se comunicó a bombo y platillo que el virus había aparecido en Wuhan, una lejana población de la provincia de Hebei, en China, de la que no teníamos ni idea de su existencia.
(Ahora seguimos sin saber mucho de Wuhan pero no desconocemos que esa población alberga once millones de personas. Las medidas adoptadas por el gobierno chino, confinando un área de cerca de 40 millones de habitantes y habiendo desplegado medios sin precedentes, han conseguido, según informa el Gobierno, controlar el brote, dejando en la batalla 3.200 fallecidos y cerca de 81.000 contagiados.)
La atribución por el imaginario mediático del brote a un mercado de Wuhan y a la ingesta de un exótico animal (llamado pangolín), para celebrar ” a modo” el comienzo del año chino, desató agresiones a establecimientos orientales -no solo chinos- y a transeúntes, comerciantes o vecinos por el simple hecho de haber nacido en Asia, o parecerlo, o tener los ojos oblicuos. Alarmados por la imparable corriente arrenofóbica, prácticamente todos los comercios -restaurantes, tiendas de todo a un euro y ultramarinos, sastrerías para arreglos, etc.- llevan ya semanas cerrados. En Italia, en España y en varias áreas del mundo, en donde existen China Towns.
La propagación del virus por otros países ha provocado que la arrenofobia vírica se dirigiera después contra los italianos, como culpables de haber sido el primer país europeo afectado por la detección y consecuente crecimiento exponencial de casos de contagio. Poco tiempo pasó y nos ha tocado a los españoles dentro del contexto europeo y, dentro de nuestros nacionales, la arrenofobia se concentró en los madrileños, considerados como apestados, especialmente si eran localizados fuera de Madrid.
Ahora, desatados los ánimos pero conscientes de que todos podemos estar infectados, y ordenados por el Gobierno de nuestro desmembrado Estado a mantenernos en casa durante, al menos quince días y salir de ella solo en caso de necesidad explicable -ir al Hospital, comprar vituallas y periódicos, pasear al perro, ir a la peluquería o a la tintorería, o cargar combustible, como mejor especificadas-, el silencio del pánico recorre nuestras calles.
El reconocimiento de que todo el país está sumergido en el miasma vírico no impide -al contrario- que hayan surgido brotes especiales, apestosos, de arrenofobia vírica, que afectan a supuestos líderes de las regiones vasca y catalana, que creen que les ha sido arrebatada autoridad porque el Gobierno de España, al fin, ha reclamado la unidad de actuaciones en temas sustanciales para toda la ciudadanía. El brote ha saltado fronteras para estimular la estulticia y el egoísmo de un tal Puigdemont, que ha aprovechado para largar una soflama que solo pone de manifiesto su cortedad mental y su insolidaridad, su arrenofobia culpable.
Pertenezco a la población de riesgo (tengo setenta y un años, tengo cáncer metastásico y estoy incluido en un programa experimental que me obliga, entre otras cosas, a ir al Hospital cada veintitantos días) y, para más emoción, estoy fuera de mi lugar de residencia, porque me desplacé a Asturias para cumplir mis compromisos anteriores de dar una conferencia sobre el Cáncer y seguir con la presentación de mi libro de poemas.
Esta situación de vulnerable, me da cierta autoridad para pensar en colectivos que están pasándolo mal y que no tienen la suerte de pertenecer a una clase económica solvente y disponer de una pareja y una familia protectora y, por supuesto, un lugar en donde recluirme por unas semanas, sin que me falta nada, si el virus no trastorna el equilibrio con su aparición indeseable.
Pienso en todos los desarraigados, incluidos los migrantes sin papeles, que ocupaban nuestras calles con seudo-oficios fuera de todo programa: aparcacoches, manteros, limosneros a la salida de iglesias y supermercados, ocupantes nocturnos de bancos de parques, huecos para cajeros de entidades financieras, soportales y ruinas.
Pienso en los ancianos que viven solitarios, tal vez abandonados hace tiempo por hijos, sobrinos o familiares, atenazados ahora por el miedo a salir de casa, o incluso imposibilitados para hacerlo. Pienso en cuidadores de personas inválidas, enfermos graves desviados a casa con tratamientos paliativos, en minusválidos físicos o psíquicos que esperan con inquietud la asistencia.
Pienso, por supuesto, en ese grupo de profesionales ahora intensamente solicitado: médicos de todas las especialidades (especialmente, neumólogos, anestesistas, internistas,…), enfermeras, ayudantes de enfermería, conductores de ambulancia, administrativos de hospitales, celadores, y me uno al aplauso considerado que recibieron ayer desde nuestras casas, y les pido que no decaigan, porque siempre los hemos necesitado, pero ahora parece que nos hemos dado cuenta que son insustituibles.
Pienso en todos aquellos que están comisionados para que la máquina de la actividad, aunque al ralentí, no se pare: distribuidores de mercancías, empleados de supermercados, comercios de ultramarinos y gasolineras, peluquerías, tintorerías, tiendas en donde se venden periódicos y revistas, etc. Y agricultores y ganaderos de la España vaciada y de todas las regiones en donde trabajan y deben seguir trabajando, con mísera rentabilidad, desde el inicio de la cadena alimentaria, y pienso en los que transforman y elaboran los múltiples y variados productos que retiramos de las estanterías sin haber pensado quizá hasta ahora lo que hay detrás.
Pienso en empleados de funerarias, cementerios, incineradoras, …
Pienso en fabricantes de fármacos de todo tipo, mascarillas, guantes, apósitos, intubadores, y cualquier material clínico que será más necesario que nunca en las próximas semanas, Pienso en los que se encargan de abastecer de los servicios básicos (agua, recogida de residuos, operarios de empresas energéticas, encargados del mantenmiento, etc) a cualesquiera poblaciones, grandes y pequeñas; sobre todo en las pequeñas y muy pequeñas…
Pienso en los que temen perder su trabajo, en los que ya lo han perdido, en los que no tienen claro cómo van a llegar a fin de mes…
A algunos, tal vez les baste que les manifestemos nuestro ánimo, nuestro aprecio por saber que están allí, Pero muchos necesitarán medios, proximidad, dedicación, víveres, medicinas, dinero, tiempo…
Y pienso, para aborrecer su postura, en los que acaparan, barriendo en las estanterías de tiendas y supermercados, lo que necesitan, pensando solo en sí mismos. Arrenófobos insolidarios, egoístas víricos, despreciables conciudadanos que solo ven sus narices ávidas por protegerse contra todo lo que no son ellos, sin advertir, en su patología, que nos necesitan más que nunca.