Todos los años, la víspera del día de San Valentín, Desperato Solitudo enviaba más de doscientas cartas a otras tantas direcciones de gente que conocía.
A decir de verdad, no eran personas con las que tuviera una gran relación, en el sentido, de una relación de amistad profunda. Sabía cómo eran, -color del pelo, características del rostro, medidas básicas de su contorno corporal, algunas aficiones, …- y, obviamente, dónde vivían.
Si fuera compelido a expresar la profundidad de su conocimiento respecto a esas personas, se vería obligado a reconocer que tenían pocos secretos para él. Eso creía, al menos, Con tanto mimo, con tal intensidad y diligencia, había realizado su labor de investigación -desde tiempo atrás- que, se podría expresar que formaban, si fuera permisible hablar de ese modo tan peculiar, parte de él. Eran imprescindibles para su vida, formaban parte de su bienestar.
Hasta tal punto llevaba observándolas, anotando con sumo cuidado sus medidas más íntimas, sus gustos, cadencias, sus colores preferidos. Podía alardear de conocer los caracteres, no solo suyos, sino de sus amistades y, en no pocos casos, de sus conocimientos. Si se le permitiera repasar sus anotaciones, puede que en bastantes casos se encontrara la referencia de los lugares que frecuentaba y aquellos que -por razones que también se había preocupado de descubrir- procuraban evitar en lo posible.
Todas esas personas de las que Desperato guardaba tanta información tenían en común una característica: eran mujeres. Mujeres, no todas exactamente jóvenes, pero sí la mayoría. Algunas, jovencísimas.
Presiento que el lector, al llegar a este punto del relato, habrá esbozado una mueca de disgusto y habrá de inmediato dejado volar su imaginación hacia esos otros personajes, reales o imaginados, que han hecho de su obsesión por lo femenino un vicio inconfesable.
Un deseo frustrado de abarcar lo insondable, enfermizo, tópico, que ha conducido a tantos seres presos de su apetencia desgraciada a crímenes abominables, a violaciones absolutamente reprobables, a secuestros, a quién sabe qué horribles vejaciones o suplicios de las que las mujeres eran, en todos los casos, los sujetos pacientes, las víctimas, las desgraciadas.
Alto ahí. Desperato Solitudo era un observador conciso, educado, discreto, sagaz, pero en absoluto un vicioso. Desperato Solitudo era un profesional. Un gran profesional, en verdad.
Hora es ya que despleguemos la razón por la que este probo ser, tan pulcro en el vestir como diligente en la anotación de sus observaciones, estaba entregado a esa investigación del sexo o género femenino, que de las dos maneras tiende ahora a decirse, sin que se haya atinado a saber muy bien en qué consiste, si la hubiera, la diferencia.
¿Por qué más de doscientas cartas, qué decía en ellas, cuál era el sentido de enviarlas, precisamente, el día de San Valentín, que, como sabe hasta el escolar menos ilustrado de Primaria, es el Día de los Enamorados?
¿Estaba él, acaso, enamorado de más de doscientas mujeres? ¿Era un potencial polígamo, aunque solo fuera por arrebato de su imaginación calenturienta?
En absoluto, Desperato Solitudo era, repitámoslo, un tipo serio. Un buen trabajador, con un negocio floreciente, y, a pesar de la crisis, boyante.
Si antes de haber caído en el lastimoso resultado de una equivocada pesquisa, nos hubiéramos fijado en el letrero, luminoso por la noche, que anunciaba el negocio de Solitudo, hubiéramos comprendido mejor:
Decía: “Solitudo, fajas y sostenes a medida”.
Y lo que Desperato Solitudo enviaba, acompañando aquellas más de doscientos sobres cerrados, conteniendo otras tantas cartas, se supone que de amor o deseo, y que él no había escrito, sino que, simplemente, había anexado, -con toda pulcritud y delicadeza, cuidando los detalles-, eran cajas conteniendo las más diversas prendas íntimas. Bellísimas braguitas, calzones, sostenes, ligas o medias, que otros enamorados había elegido en tan señalada fecha. para regalar a sus amantes, novias, esposas
Lo que sí era de su coleto, era una tarjeta con el nombre y dirección de su comercio y la precisa indicación: “Al tratarse de prendas de uso personal, no se admiten devoluciones”.
FIN