El recrudecimiento de los casos de contagio por la pandemia vírica y el duro reconocimiento clínico de que seguimos ignorando muchas cosas de cómo tratar a los infectados y casi todo de cómo evitar contagiarnos, ha vuelto a poner el énfasis en la necesidad de enclaustrarse. Suprimir los actos sociales, reducir las salidas a la calle, procurar no utilizar el transporte público. Y hacer lo que se haga siempre con mascarilla, esa tela de variadas hechuras y misteriosas composiciones -desde la tela de colorines a juego con el calzado al triple refuerzo vital made in China, como el pangolín que nos aguó la verbena-.
Los actos sociales, como todo el mundo sabe, son la base del comportamiento humano, lo que nos hace distintos a la mayoría de los animales que, en las categorías superiores, solo suelen reunirse por parejas y en el acto de la procreación. Nosotros, la especie del sapiens, con el paso del tiempo le hemos añadido mucha más gracia y bastantes calamidades.
Disfrutamos con la mayoría de los actos sociales (excluyo las guerras, aberración de los mismos, pero muy utilizada a lo largo de la Historia). Nos gustan las fiestas, compartir aficiones, e incluso señalamos con ellos momentos importantes de la vida: el nacimiento, la pubertad, el tomar pareja, el tener hijos, los cumpleaños, la muerte.
Este “puto virus” -como se conoce entre nosotros- impide la celebración de actos sociales fundamentales. Y los actos sociales no son exhibiciones del ego particular (muy raras veces, si), sino la demostración, ante el resto de la tribu, que hemos tomado una decisión importante o superado una etapa vita. Puede que algún lector piense en la asistencia a un encuentro de fútbol o a una sesión de ópera (por ejemplo) como acto social, aunque yo me quiero referir aquí a los actos sociales en los que somos protagonistas o acompañantes afectivos de éstos.
Una boda no es acto social, aunque tenga efectos legales, sin la celebración del banquete ad hoc, sin compartir el momento con la familia -la propia y la añadida- y los amigos. Puedes casarte por la Iglesia, o por el rito que de validez jurídica al enlace, pero entiendo buen que muchas parejas pospongan el anuncio de su compromiso hasta que nos veamos libres del huésped venido del Oriente.
Sufro al advertir cuántos infantes -mi querida nieta Carlota, entre ellos- han tenido que celebrar una Primera Comunión (el atávico rito al reconocimiento de la entrada en la “edad de la razón”) sin el fausto de la asamblea familiar. Yo guardo un magnífico recuerdo de mi Primera Comunión -compartida la celebración posterior en la cafetería Arrieta, de Oviedo, con mi primo Javier Pérez Montoto-, con el salón del local lleno de familiares de ambas familias, unidas por vínculos colaterales.
Pues bien: resulta que los que mandan, ya que no tienen mejores argumentos para atajar el virus, prohíben los actos sociales y nos confinan hasta que alcance su cénit la “curva de contagios” (el punto de saturación en mecánica de fluidos). Lo entiendo, claro, en justificación de la “buena causa”, ya que no soy negacionista, nihilista ni estúpido y amo mi vida y, mucho más que la mía, la de quienes quiero.
Pero lo que no puedo entender es que se autoprohíban los pactos sociales. Sí, he escrito los pactos sociales, la forma inteligente, avanzada, democrática, de vivir en sociedad. Acordar, pactar, llegar a puntos de encuentro en beneficio de la inmensa mayoría, la paz social, el bien común, el sostenimiento de la democracia…esas cosas.
Tenemos unos partidos políticos que, para desgracia de este momento que han convertido en histórico por su mala maña, son incapaces de pactar. Quieren tanto su parcela de poder, se aman tanto a sí mismos, se creen tan imprescindibles, que no quieren pactar. Se han unido, es cierto, en momentos precisos, con gentes de parecida calaña, en pactos internos para alcanzar su cuota de poder, pero no quieren pactar con los demás. Caca, culo, pis.
Y, por ello, por su cerrazón, por su incomprensible inquina hacia el que entienden que puede quitarles sillón y poder, lo cercan, lo insultan, lo desprecian y ,,,a cuantos defienden o apoyan a aquel con el que no quieren pactar, los consideran enemigos, indocumentados, fachas, rojos de mierda, descerebrados, pijos, comunistas de salón, … Y esa lacra se ha convertido en contagiosa. Es la otra epidemia, el virus más letal.
La situación económica provocada por el virus, la inmensa crisis en la que estamos y el tsunami que asoma debía animar, aunque los virus se consideren seres inanimados, a fuertes y novedosos pactos sociales.
No creo que vote nunca a Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid por la gracia de los pactos, pero simpatizo ahora con ella y con su equipo. Me han desviado a ello tipos que dicen estar en la acera de enfrente. Cuando leo o escucho las opiniones de los Abalos, Sánchez, Iglesias, que se han focalizado en tirar dardos contra su gestión de la pandemia, echándole las culpas, me recuerdan a todos los que andan por ahí tirando piedras contra lo que tiene más talla que ellos mismos o presiente que su crecimiento los convertirá en enemigos peligrosos. Esconden al tirar piedras a obras ajenas, que están afectados de la misma o parecida incapacidad.
No recojo aquí nada de los independentistas catalanes, de los terroristas vascos y de otros personajes del actual escenario político para no ensuciar aún más esta pagina.
Pactad, malditos.
Angel estamos pasando por otra de las etapas negras de nuestra historia,pero siempre me pregunto por qué nos pasa que siempre estamos peleando entre nosotros ,tendrá algo que ver con nuestra manera de ser ,sin duda diferente al resto de europeos? ,quizas somos muy envidiosos ? No lo sé pero es muy desesperanzador
Un abrazo y mucho animo