Tenemos motivos sobrados para sentirnos incómodos con la actual situación. Vayan aquí, a vuela pluma, algunos:
Una nueva oleada de ese virus del que seguimos ignorando casi todo (origen, forma de propagación, manera plenamente segura de defendernos de su contagio) está colapsando los centros de atención primaria y las urgencias de los hospitales. Le han dado un nombre a su variante, aunque esta cuestión semántica ha venido a causar aún más inquietud sobre la población, de nuevo preocupada por la posibilidad de ser infectados y por la sospecha de que las vacunas, incluso con las tres dosis y contrariamente a lo asegurado inicialmente por las farmacéuticas, no ofrecen total garantía de resistir al contagio.
Son ya muchas las aulas de primaria y secundaria que han tenido que cerrarse provisionalmente para cumplir con los protocolos de la mal llamada cuarentena, que ha sembrado, de golpe y porrazo, con nuevos problemas de logística y de prevención a miles de familas, con muchos progenitores afectados por el teletrabajo. Las comidas y cenas de empresa, las copas de Navidad, las reuniones familiares, se están viendo reducidos a la mínima impresión. Cuando se celebran, las medidas adoptadas (improvisadas, incoherentes, a veces estrafalarias e ilógicas) son más bien producto de esta esquizofrenica colectiva que de la sensata orientación realizada por microbiólogos (Por cierto: esta profesión, como la de vulcanólogos, parece estar aprovechando la crisis, sobre todo, “para aprender mucho”).
Qué decir de la política, convertida en una plataforma de inestabilidad y preocupación. No hay consenso ni voluntad de tal, y la deriva hacia dos bloques, enfrentados entre sí, con los partidos afines y, posiblemente, con el mundo en general, debe preocuparnos. La bipolaridad es mala consejera de acción, pues evita los grandes acuerdos y los que se producen -como está demostrado por el cierre en falso de la colaboración gubernamental entre el PSOE, Unidas Podemos, la CUP y el PNV- aumenta la tensión y reduce las disponibilidades de Tesorería para que las disfrutemos todos, aplicándose dineros a las exigencias egoístas de los partidos minoritarios-
En el Parlamento, las apariciones de ministros y representantes de la oposición, se han convertido en expectáculo de malos actores. La oposición de derecha como de ultraderecha se ve por los partidos de la izquierda y ultraizquierda como anclada en el franquismo, y cuanto dice o argumentan se le califica como surgido de la nostalgia, la ignorancia, o el rencor; no pocas veces se llama fascistas a sus representantes. Pero, a la inversa, cuanto hace o dice el presidente de Gobierno, sus ministros o los portavoces de los partidos que conforman el conglomerado (sin duda, pintoresco) de la coalición que nos gobierna, es erróneo, resulta oscuro o ininteligible o es producto de una incompetencia manifiesta, si seguimos a los portavoces de la otra bancada.
No voy a poner más ejemplos, que cada uno puede encontrar en lo que esté viviendo en la empresa, en la oficina, en las Adminsitraciones, en encuentros (por fortuna, casi siempre solo verbales) entre quienes se empeñan en mantener posiciones discrepantes, fuera de todo raciocinio o discusión sensata. Por no decir de esas hordas de descerebrados que, a la primera, como si fueran mercenarios del caos, rompen cristales de comercios, vuelvan contenedores o queman neumáticos, sin importarles plantear batallas campales con las fuerzas del orden.
Una anécdota, para reforzar a qué parecemos dispuestos a llegar. Hace un par de días, estábamos manteniendo una conversación en una cafetería con unos amigos y dos mujeres, cada una con el adorno de su propio perro, se pusieron en la mesa de al lado. Uno de los perros se puso a ladrar de forma ininterrumpida, causándonos evidente molestia, tanto que nos impedía seguir hablando en tono normal. Mi esposa rogó a la señora propietaria que hiciera callar a su perro, pues nos estaba importunando. La respuesta fue,: “Está en su derecho”. Yo le repliqué, en mi mejor tono, aunque sin ocultar mi sopresa por la salida de pata de banco: “¿Insinúa Vd. que el derecho de su perro es molestar con sus ladridos? ¿No tiene Vd. autoridad sobre su perro para tranquilizarlo?”.
Se produjo un silencio, que solo quedaba roto por los ladrillos estridentes del maleducado chucho. Como si hubiera estado meditando una réplica contundente, aquella amiga del muy especial derecho animal, fijando su mirada en mí, me espetó: “Es Vd. un impresentable. Un sinvergüenza”, dejándonos a todos -incluso a la que la acompañaba a ella- estupefactos.
No tuve más remedio que pedir la cuenta y decir a mis amigos que debíamos cambiar de aires, por el bien de mis arterias coronarias.