El padre de todos los vicios entró en la habitación donde sus hijas Envidia y Maledicencia dormían plácidamente, y las despertó, furibundo:
-¡Es ya muy tarde para estar en la cama!. Ya hace un buen rato que Competencia y Mérito estarán trabajando.
Envidia abrió un ojo y se revolvió en el lecho, perezosa.
-Déjame, papá, dormir un poco más. Tú sabes muy bien que cualquier cosa que puedan hacer en años esos dos, nosotras se las podemos desbaratar en cuestión de segundos.
Maledicencia, que era más obediente y, sobre todo, porque disfrutaban haciendo que las cosas fueran a peor, se levantó de inmediato, y sacó del armario uno de los trajes que más le gustaban, aunque era de su hermana mayor, Mentira.
No hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que en aquella casa tan grande, dominaba el Desorden, que era el hermano mayor. Posiblemente aquejado del síndrome de Diógenes, amontonaba en su cuarto montones de cosas, que también podían encontrarse, atravesadas, en los lugares más inesperados.
Desorden tenía pretensiones de grandeza y no era exactamente un mal tipo, y, en realidad, cortejaba a alguna de las Virtudes, pero carecía de atractivo. No encontraba las palabras, confundía hechos y circunstancias y, aún peor, nunca sacaba conclusiones.
Pues bien, en ese pueblo imaginario, la situación que más preocupaba en el momento en que me dispuse a contar esta historia, era que, desde hacía tiempo, el grupo de las Virtudes y los Méritos estaba ganando la partida.
No eran muchos, en verdad. Estaba Trabajo, que era muy serio y, por lo general, competente. Su mejor amigo, Estudio, salía poco de casa, pero cuando lo hacía, resultaba brillante y todos querían estar a su lado, porque se le ocurrían ideas inolvidables. Competencia y Mérito eran los dos hermanos pequeños, gemelos univitelinos.
Tenían una tienda de Resultados y Posibilidades y les iba bastante bien. Tenían clientes muy buenos, como Futuro y Sociedad y otros que, al menor descuido, se marchaban sin pagar, como Política y Coyuntura.
Enfrente del comercio, que era el más antiguo de la ciudad, había otra tienda, que pretendía hacerles la competencia, y que se llamaba de Cuentos Chinos. No era, al contrario de lo que su nombre pudiera indicar, de propietarios del Este, sino de los de andar por casa, pero, aunque su mercancía estaba, por lo general, deteriorada, vendían a mansalva. Sobre todo a los Vicios y a los recomendados por ellos, que obtenían una comisión sustanciosa.
Aquel día, Envidia, que ya estaba plenamente despierta, después de haberse desayunado con rabos de lagartijas y malos pensamientos, fue a buscar a Inteligencia que estaba, como siempre dándole vueltas a las cosas, para encontrar su lado bueno.
-¿Qué haces, Inteligencia, que no comprendo a qué viene tanto esfuerzo? -le preguntó, provocadora, la de la mirada torva.
-Pues, ya ves. Buscando soluciones, que es la manera de avanzar. -fue la respuesta.
-¡La verdad, no es ninguna tontería! Otros pensarían que es una pérdida de tiempo, pero es absolutamente necesario lo que haces. ¡Ay, si todos hicieran lo mismo!…
Envidia se acercó a ver lo que estaba haciendo Inteligencia, aparentando prestarle mucha atención, y, en un descuido de ésta, le echó arena en el engranaje y unos alambritos de zancadillas.
-Bueno, te dejo, que llevo prisa, porque me han llamado del Palacio de los Principios, para que les organice la fiesta de Primavera. Nos vemos.
Envidia se fue con viento fresco y cuando Inteligencia puso en marcha el proyecto en el que había estado trabajando, la arena y los alambres que había introducido la pérfida, provocaron un cortocircuito.
FIN
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