Cucusfato, agradecido a la par que confuso, no estaba decidido a intercambiar muchas más palabras con el desconocido que le había pagado el billete del autobús, amén de ser el causante indirecto del regalo de la vestimenta que llevaba.
Pero el trayecto entre Guadalatejo y la capital de la comarca, aunque de apenas setenta kilómetros, que hubieran podido cubrirse a buena marcha en poco más de una hora, se alargaba durante dos y media, debido a las paradas que el vehículo se veía obligado a hacer en cada pueblo del recorrido.
-Así que eres un escapado de la clausura -le provocaba el benefactor-. ¿No te gustaba la carne que tenías a disposición? ¿Preferías el pescado?
Cucusfato callaba.
-Mi hijo estaba ya terminando el bachillerato cuando se le presentó una alergia de la que no teníamos ni idea que podía existir. La llaman alergia acuagénica. ¿Sabes lo que es? -Cucusfato negó con la cabeza, viéndose incapaz para evadir la explicación. El otro prosiguió:
-Parece que estaba provocada por un medicamento que le dieron para curarse de las anginas. Fue a más, cada vez. No podía ni ducharse, ni bañarse. Se hizo sensible hasta sus propias lágrimas o el sudor. ¿Te imaginas lo que puede ser eso?
Cucusfato no se lo imaginaba, pero sí entreveía al pobre primer poseedor de la chaqueta que portaba, muriéndose de un grave disgusto, que le habría provocado un mar de lágrimas. Así que, curioso y comprensivo por una vez con el caso, expresó, con lástima:
-¡Qué muerte tan terrible!
-No, no. No murió de eso. La alergia estaba controlada, por fortuna. Murió por unas fiebres reumáticas, como te dije, que se complicaron con una afección cardíaca. Padecía del corazón desde niño, el pobre.
Por fin, el autobús de línea llegó a las cocheras de la ciudad, en donde tenía su última parada. Cucusfato se despidió del amable pasajero que le había estado dando tan sutilmente la tabarra, y se encaminó a la dirección que correspondía a la Notaría.
Era cierta la sospecha de que el Notario titular había cambiado. Pero en los protocolos de la Notaría subsistían los archivos que correspondían a las disposiciones testamentarias de sus padres que, previsoramente -y por presagios de lo que podía sucederles que no viene al caso detallar- habían dejado escritas para el momento en que pudiera sucederles algo.
La titular de la Notaría acogió al muchacho con simpatía.
-¿Cucusfato García, dices que te llamas? ¿Tienes algún documento de identidad contigo?
Cucusfato le enseñó el Libro de Familia que llevaba, y la funcionaria lo analizó con detalle profesional.
-¡Ah, sí, está claro¡ -dijo, tendiéndole el documento-. Pero aquí dice que los hijos de tus padres se llamaban Teodofrosio y Cucusfata. Tu no puedes se Cucusfato, sino Teodofrosio, el mayor.
Cucusfato-Teodofrosio se agarró instintivamente a la silla.
-¿Cómo así?
-Aquí puedes verlo, muchacho. Aunque con letra casi ilegible, pone “varón” -bueno, en realidad, solo se distingue la “v” de todos estos signos caligráficos indescifrables. Así que tú tienes que ser Teodofrosio, y tu hermana, la menor, Cucusfata.
-Quiere esto decir…-elucubró el muchacho.
-Es evidente que tú tienes en este momento dieciocho años y siete meses, es decir, estás perfectamente en plazo para tomar posesión de la herencia que te corresponde.
Teodofrosio dio gracias a Dios por haberle concedido la gracia que le había pedido de manera tan singular.
-Llamaré de inmediato al albacea, para que comparezca y te explique las gestiones que ha llevado a cabo en este tiempo con el patrimonio, y puedas tomar posesión de él.
No fue compleja la localización del albacea, que resultó ser un amigo del Notario que había ocupado la plaza anteriormente, hombre de extremada pulcritud en las cuestiones de los negocios, quien expresó, luego de las presentaciones, un alivio de trasladar el resultado de sus gestiones a quien era legítimo titular de esos desvelos.
-Fue cuestión de suerte, sin duda, más que de perspicacia -explicó al muchacho, que estaba ya repleto de las emociones que la salida del convento le estaba deparando-. He invertido la mayor parte de los dineros y rentas derivadas de las posesiones de tus difuntos padres en acciones de una compañía de tecnología coreana, y, como no deseaba complicaciones, he ido suscribiendo todas las ampliaciones de capital. En este momento, eres propietario mayoritario de la sociedad, que tiene sus tentáculos en todo el mundo y es uno de los líderes mundiales.
Teodofrosio no pudo evitar derramar algunas lágrimas de alegría y, llevado de un impulso repentino, se levantó del asiento y abrazó al albacea, que, igualmente sensible con el afecto manifestado, lo acogió entre sus brazos, conmovido.
Siendo hombre devoto, por otra parte, no olvidó confesar su pecado de haber creído que las monjas y, en particular, su hermana Cucusfata -ahora, de novicia, Hermana María Indulgente de los Desamparados-, le habían hecho una jugada.
FIN
Deja una respuesta