En el reino de Valgamediós se celebraba la Fiesta del Trabajo. Había sido una conmemoración muy importante, equivalente a la del día de la Inmaculada, el Corpus o el Jueves Santo. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, esas fiestas seguían siendo motivo de jolgorios, aunque ya nadie recordaba el motivo.
Especialmente curioso era la situación generada en relación con esa Fiesta del Trabajo. Se la llamaba así porque, de acuerdo con la costumbre ancestral, se exaltaba el hecho -aunque surgían dudas acerca de su verdadera existencia histórica- del día, perdido en la memoria colectiva, en que a todos los valgamediosinos en edad de trabajar, y con ganas de hacerlo, les había sido posible encontrar un puesto de trabajo “digno, adecuado a su formación y sus necesidades”.
Ese logro se atribuía a siglos de lucha sindical, durante los cuales, según rezaba el imaginario, se había estado presionado con contundencia, unidad y juego de cintura, a la “clase empresarial”. Se presentó, durante muchos años, como demostración de la fuerza, el poder y la efectividad que conseguían quienes dependían de su trabajo para poder vivir, si estaban unidos.
¿Frente a quién?. El dilema parecía resuelto. La inmensa mayoría debería defender sus intereses (trabajo a cambio de remuneración, remuneración a cambio de bienestar) frente a un grupo minúsculo, pero potentísimo, formado por los empresarios, también conocidos como capitalistas, a los que solo preocupaba la obtención del máximo beneficio, mezquino objetivo en el que estaban auxiliados por algunos de los más listos y capacitados, que habían estudiado en centros de formación y sectas misteriosas cómo conseguirlo.
Si bien muchos habitantes de Valgamediós no conocían los orígenes de lo que celebraban, lo más preocupante ya no era eso. Tenían un grave problema: no había, prácticamente, trabajo. Tal vez algunos creían que si se trataba de un dios, Trabajo volvería si lo invocaban con fuerza.
¿Cómo se había llegado a esta situación? Al principio, evolucionó suavemente. Durante algunos años, las mejoras tecnológicas fueron reduciendo sustancialmente la cantidad de trabajo disponible; las máquinas venían a reforzar el trabajo de operarios y oficinistas, que se sintieron muy satisfechos porque su actividad era más descansada y de mayor calidad.
De pronto, un día, miles y miles de valgamediosinos se encontraron con que fueron despedidos. Las máquinas y los que se encargaban de su correcto funcionamiento -que eran muy pocos- ocuparon su sitio, y a ellos se les consideró amortizados.
-No hay problema -se les tranquilizó, de forma anónima- os facilitaremos conseguir otra formación y os seguiremos pagando algún tiempo.
Así fue como muchos aprendieron a ser cocineros, camareros, peluqueros, modistos, programadores y delineantes de chichas y nabos, etc. Algunos se hicieron emprendedores con el dinero que habían recibido como indemnización
Demasiado tarde, advirtieron que esas tareas, que se consideraban “auxiliares”, eran pan para hoy y hambre para mañana. Muchas de ellas, además, habían sido declaradas anteriormente indignas y abandonadas en manos de inmigrantes, mujeres y desnortados, como las de cuidar ancianos, atender a infantes, limpiar cacas y cristales, pasear al perro y a la abuela, etc.-
Para los que habían abierto una peluquería, pronto resultó evidente que la competencia era feroz y que el negocio no existía.
Las actividades denominadas “cualificadas” exigían, por otra parte, una especialización y formación continua y, además, al crecer la oferta, por la ley de la demanda, su remuneración disminuía. Había que estar poniéndose continuamente al día para entender el manejo de los equipos, máquinas y programas que mentes privilegiadas de países donde se concentraban las mejores Universidades e Institutos Tecnológicos, estaban desarrollando sin parar.
Muchos fueron los que sucumbieron, física y mentalmente: por desánimo, por desorientación, por ignorancia, por despecho. Las causas fueron tan variadas, que resultaba imposible enumerarlas a todas.
Los debates para analizar posibles soluciones no daban el resultado apetecido, pero proporcionaban una visión sociológica muy interesante.
-No puedo más. He aprendido ya catorce lenguajes informáticos, asistido a diez cursos de robótica, y ampliado mi formación con tres diplomas de gestión óptima de recursos físicos, y me he vuelto a quedar sin empleo. Me dicen siempre oficialmente que mi puesto está amortizado y que tengo que reconvertirme-comentaba, en la reunión semanal de Intercomunicación de Perspectivas con Propósitos Permanentes de Encontrar Soluciones Proactivas y Protopragmáticas (IPPESPP), una mujer de treinta y tres años, que se había presentado a los asistentes como madre soltera de un bebé de cuatro meses.
-Mi caso es peor -hablaba un hombre de cuarenta y siete años, divorciado, ingeniero nuclear, que expresó haber estado residiendo los últimos cuatro años en Ghuanzou, en la China meridional-. Me quedé sin trabajo, junto con todo mi equipo, porque la multinacional que me empleaba estima ahora que los ingenieros locales, a los que yo formé, pueden hacer lo mismo o mejor, pero con la mitad del salario. Y no tengo derecho a subsidio de paro, porque la empresa dejó de pagar la contribución que correspondía.
-Nada de lo vuestro es comparable a lo mío -se levantó el que, aunque confesó tener sesenta y siete años, aparentaba casi ochenta-. No tengo pensión. Recibo treinta vales de pan, dos kilos de sardinilla y sesenta frascos de cola azucarada de una institución benéfica. La residencia geriátrica en la que está mi mujer, enferma de Alzheimer, carece de servicio regular de agua y su ocupación es del 300 por ciento. Cultivo de tapadillo patatas, acelgas y zanahorias en una parcela del parque del Mediodía, y recojo restos de comida de los contenedores de basura. Perdonadme si hiero vuestra sensibilidad, pero desearía morirme -concluyó.
-¿A qué te dedicabas? -preguntó uno de los asistentes, que llevaba un libro de poemas de Rainer Marie Rilke en una mano.
-La pregunta importante no es esa -le contestó el anciano-, sino ¿para qué estamos haciendo todo esto?
A unas cuantas decenas de metros de allí, los representantes sindicales de Valgamediós habían conseguido reunir a algunos cientos de personas, y repetían, con voces tonantes, el mismo discurso que los años anteriores. Había banderolas de colorines, y varias pancartas con leyendas en las que podía leerse: “Agrupación Sindical Renovada de Carbuncos de Abajo”, “Sindicalistas por la Unidad Definitiva” y “Parados del Mundo, jodéos” (Esta última había sido retirada por la organización).
-Hemos hablado con la clase empresarial y nos ha prometido que es probable que no haya más reducciones de puestos de trabajo, o que las que sea forzoso realizar, debido a la coyuntura, sean de empresas en donde no haya miembros de los sindicatos mayoritarios. Podemos afirmar rotundamente que tenemos garantizado nuestros puestos de trabajo. No debemos temer que la crisis nos afecte a nosotros. Incluso estamos negociando un acuerdo específico para conservación indefinida de los derechos de los representantes sindicales.
Una mujer que estaba siguiendo desde una terracita el despliegue de discursos y banderas, gritó, y su pregunta resonó, hecha ecos, en la plaza:
-¿Para qué estamos haciendo todo esto?
No había, como quedó escrito, muchos empresarios en Valgamediós. Era muy difícil organizar una actividad partiendo de cero, y las posibilidades de perder el dinero y el trabajo resultaban tan altas, que muy pocos valgamediosinos se habían atrevido a crear una empresa propia.
Si lo hacían, no importa se tratara de un bar, una mercería, una peluquería o un taller de artesanía local, desde ese mismo momento, pasaban a ser considerados capitalistas por los demás, y, como en un acto reflejo, no dudaban en ponerles todo tipo de zancadillas, para hundirles lo que llamaban “el negocio”: compraban los productos que aquellos ofrecían en las grandes cadenas, o en comercios orientales o los recuperaban del armario de la abuela, alegando que eran de mejor calidad, más atractivos o más baratos, o la excusa que se les ocurriera de repente.
No todo era negativo: había jóvenes que habían conseguido, gracias a su creatividad e ingenio, inventar algo. Se les podía ver, con su mercancía expuesta a la luz del sol, en el Valle de los Inventores, esperando que acudiera algún comprador, como quien vende baratijas. Cuando llegaba la noche, muchos se emborrachaban y, con la fuerza del alcohol y de los dopantes, seguían creando y alimentando ilusiones.
A la entrada del Valle de los Inventores, alguien había colocado una cinta con esta leyenda:
Why are we doing all these things?
Los propietarios de los grupos multinacionales, integrantes del cártel Biggest World Tycons (BWT) se encontraban celebrando también el Día del Trabajo en un lugar no determinado de un paraíso fiscal.
-Levanto mi copa -expresó, al final de la comida anual, su Presidente, Theo Lattim, con evidente satisfacción- porque los próximos años sigan en este camino emprendido, ya imparable, de incremento exponencial de beneficios. Estamos a punto de conseguir que la mano de obra se haya reducido a carácter testimonial en los países antes desarrollados, ahora concentrados en el consumo. Conseguiremos captar todos sus ahorros y los seguiremos invirtiendo en crear empresas en los países emergentes, donde sus trabajadores son dóciles a pesar de sus bajos salarios.
Resultó un momento desagradable para la concurrencia, -que su hija, Patricia Kolomoski, atribuyó a la mezcla explosiva de senectud y alcohol- cuando su padre, que seguía siendo presidente honorario de un imperio comercial que extendía sus redes por toda Africa, Asia centroccidental, Estados Reunidos Americanos y Restos Nucleares de la Vieja Europa, se levantó de su silla, tambaleante, vertió el contenido de su copa sobre el impoluto mantel, y preguntó en voz alta:
-¿Sabe alguno de Vds. para qué hacemos todo esto?
La Fiesta del Trabajo siguió celebrándose un año más.
FIN
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