Erase una vez un escritor inédito. Se trataba de un autor prolífico, pero no había publicado nada. Las causas eran varias. Objetivas (no tenía dinero para convertirse en editor de sus creaciones, detestaba presentarse a los concursos literarios, convencido de que no eran ecuánimes) y subjetivas (su inseguridad de que lo que mucho que escribía mereciera la pena).
Si el lector tiene claro el concepto de “lo que merece la pena”, debo felicitarle por ello. En otro caso, le aconsejo que acuda a los libros especializados en autoayuda. Lo pertinente para este cuento es que, como resultado de estas razones y otras circunstancias, el escritor había empezado a descuidarse, y desde hacía algún tiempo no terminaba sus historias.
Definía el grueso del guión, perfilaba a los personajes, suscitaba desde los primeros párrafos el interés por las situaciones que iba a contar, pero el proyecto se detenía de repente, al cabo de unas páginas, y ya no continuaba. En su mundo imaginado, se acumulaban criaturas literarias incompletamente conformadas, relatos apasionantes o, por lo menos, sugerentes, cuyo final nadie podía jactarse de conocer, porque no había sido escrito. Ni siquiera su autor, que, a la postre, acababa olvidándolas. Se habían perdido desde los primeros pasos que van desde la imaginación al papel.
En realidad, el escritor inédito, que nunca había dado a leer a nadie sus obras, era escritor solo para él mismo. Estaba lo que había escrito, no ya inédito, sino jamás leído.
Coetánea del escritor vacilante, vivía su existencia una lectora empedernida. Le gustaba tanto leer, que no podía evitar detener su vista sobre cualquier escrito que cayera en sus manos. Se había leído, a pesar de ser de edad no muy avanzada, miles de novelas, cuentos, relatos y poemas, aunque debe matizarse que no se interesaba por diarios, revistas y periódicos, esto es, por las noticias supuestamente verdaderas.
-Creo que la mayoría de lo que publican los periódicos, son también noticias inventadas o falseadas -parece que dijo una vez a su única amiga, funcionaria de carrera-. Pero, en general, están peor contadas y no quiero romperme la cabeza tratando descubrir qué hay de cierto en ellas. Quiero estar segura de que lo que leo es realmente imaginado.
El escritor vacilante y la lectora empedernida no se conocían.
Un día del verano del año que nos ocupa, la lectora empedernida sacó de la Biblioteca Pública de la tierra de Valgamediós, tres de los pocos libros que le quedaban por leer de las copiosas existencias de esa dependencia. Los había leído todos de cabo a rabo, como consecuencia de su dedicación convulsiva, aunque apenas un uno por ciento le había parecido interesante.
Los títulos de los tres libros no vienen al caso, pero sí lo que contenía uno de ellos.
Al avanzar en su lectura, la lectora empedernida descubrió, entre las páginas, un papel doblado, manuscrito, que inmediatamente identificó como un poema. No le pareció exactamente bellísimo (tenía un criterio de valoración muy estricto), pero sí escrito con pulcritud y, como todo lo que aparece por casualidad a nuestro alcance, le intrigó.
“Solo entre la soledad, torno impreciso/ a la desolada razón de mi carencia:/ aunque el tiempo me sobra, soy remiso/ a acabar cuanto empiezo, sin paciencia./De sobrarme algo, sobra resistencia/a dejarme arrebatar por la pasión,/ y no pudiendo a amor estar sujeto, la ocasión,/que a otros sirve para olvidar ausencia/de un querer mejor, aventa tosco desconsuelo./No hay para mí perdón, ligado al duelo,/y atado a lo fugaz, de un mal corro parejo:/es el descuido amargo con que dejo/ las cosas que más quiero, caer el suelo/y que, entre desprecios, burlas o recelo/recojo, rotas, mirándome al espejo.”
¿Quién habría escrito aquella nota, aparentemente olvidada en un libro ajeno? La lectora supo pronto que no le sería posible descubrirlo. Preguntó al bibliotecario si podía decirle quiénes habían tenido en sus manos aquel libro de la nota, y recibió como respuesta que era imposible de todo punto, no ya porque no estaban autorizados a proporcionar ninguna lista, sino porque se trataba de uno de los títulos más solicitados.
Dejar una nota en el mismo libro, con sus señas, mostrando interés en saber más del autor, le parecía infantil.
Por supuesto, el escritor inédito no había sido el autor del poema. El nunca terminaba cuanto iniciaba, y aquellos versos, aunque flojos, estaban resueltos. Por otra parte, escribir poesía no era precisamente lo que más le encandilaba.
Por lo dicho, la lectora empedernida nunca conoció a la persona que había olvidado (o tal vez colocado adrede) aquel papel en un libro tan demandado.
Nadie, hasta donde yo estoy enterado, lo llegó a saber. Y, ahora que lo pienso, la lectora empedernida y el escritor vacilante hubieran podido vivir una tierna historia de amor.
FIN
Deja una respuesta