Aunque no pretendo alarmar (a quien no lo esté ya), enuncio una verdad irrefutable: la sociedad está en guerra. No es una buena noticia, pero tampoco es una novedad: siempre lo ha estado. Ni siquiera es preciso descartar que no me estoy refiriendo al área económica, a las pugnas por alcanzar la supremacía en un sector productivo, o a las batallas entre rivales de cualquier actividad por obtener prestigio, fama, oropeles o dinero.
Me refiero a que la sociedad está inmersa en una guerra de destrucción, con víctimas reales -muertos, lisiados, desaparecidos, desplazados- y pérdidas irreparables de edificios, bienes, bienestar y riqueza. La guerra se puede considerar como consustancial a la naturaleza humana, y surge sin descanso como manifestación de un instinto aún indescifrado, polifacético. Hay guerras que tienen que ver con la supervivencia de una etnia, o surgen como forma final de rebelión de deprimidos o sojuzgados frente al poder tiránico, o como resultado del intento de apoderarse por la fuerza de las posesiones de otro que se resiste al expolio.
Pero detrás del inicio de cada guerra habrá siempre una justificación diferente, que a menudo resultará ininteligible para los que la juzguen desde la distancia o la paz. ¿Seguir los designios de un dios, con o sin mayúsculas? ¿Pretender instaurar una democracia eliminando a un tirano? ¿Exterminar a los propietarios de unas tierras bajo la ambición de la conquista? Ante el atacante, el defensor de la posición amenazada no tiene que alegar nada, más que su voluntad de que las cosas sigan igual que estaban. Rebus sic stantibus.
En un estupendo y documentado repaso a las circunstancias y actitudes previas a la guerra de factura más elegante -entre naciones civilizadas avanzadas- de las dos guerras mundiales que la Humanidad ha soportado hasta ahora, “Sonámbulos (Cómo Europa fue a la guerra en 1914)”, Christopher Clark advierte ya en la Introducción que “su misterio” (el de por qué los Estados se enzarzaron en esa guerra de apariencia evitable) “se encuentra en todas partes, en los sucesos oscuros y retorcidos que hicieron posible semejante carnicería”.
El lector libre de prejuicios no encontrará dificultad en detectar misterios de insondable naturaleza en la guerra de Irak (Operación Libertad Iraquí, para Estados Unidos), cuya justificación, para la mini-coalición liderada por el presidente norteamericano G. Bush y secundada por los responsables de los gobiernos británico y español (T. Blair y J.M. Aznar) fue que el régimen de Saddam Husein estaba desarrollando armas de destrucción masiva (ADM), violando el Convenio de 1991.
Resultó falso. Aunque Husein fue apresado casi de inmediato (y ejecutado en diciembre de 2006), la guerra duró ocho años (desde marzo de 2003 a diciembre de 2011). No fue ni siquiera una guerra que terminara con la paz, sino que se continuó con la guerra civil entre sunitas y chiítas, las ocupaciones de Al-Qaeda en parte del territorio, …se desparramó la conflictividad sobre Siria, Irán y otros Estados vecinos y, además de costar varios billones de dólares, sirve desgraciadamente de eventual preparación para un conflicto de mayor envergadura.
¿Sería el conflicto sobre las fuentes energéticas, representado, por ejemplo, caricaturescamente como enfrentamiento entre Irán e Irak, la mecha precisa para que superiores intereses concreten la tercera guerra mundial o habrá que introducir a Israel en el cóctel explosivo? ¿Vendrá como consecuencia de la escalada en los ánimos pendencieros de los líderes de Corea del Norte y Estados Unidos, deseosos según parece de probar su potencia nuclear? ¿Resultará de la disputa por el llamado Mar de China o, tal vez, por los recursos por explorar de las zonas árticas? ¿Se asumirá como natural el ascenso aparentemente imparable de China para constituirse en el dominador de los mercados del mundo, incluidos los recursos de Africa? ¿Será la consecuencia de la resistencia no negociada para contener el ansia de Putin por reconstruir una nueva URSS?
No faltan razones para vislumbrar la escalada en conflictos que ya se encuentran enunciados. Y no hace falta advertir sobre las tensiones que provocará la mayor presencia de las consecuencias del cambio climático, el aumento de la sequía, de la hambruna o de epidemias, y la presión de los movimientos demográficos derivados de guerras locales, persecuciones tribales, causas naturales, etc.
Si me detengo en poner de manifiesto cuestiones bien conocidas, es únicamente para volver a una cuestión que figura ya como punto de partida de esta miniserie de artículos sobre Ejército y Sociedad civil, que he venido particularizando hacia España. De la relación de posibles amenazas detectadas a nuestro Estado de Derecho, son tres las que merecerían atención especial: el terrorismo de base islamista, la escalada de tensión migratoria sobre nuestras fronteras (las europeas) derivada de la hambruna, falta de perspectivas, guerras tribales y penuria general del Africa subsahariana y las posiciones separatistas no constitucionales.
Si pretendemos analizar las opciones defensivas a cada una de ellas desde la perspectiva de actuación de las Fuerzas Armadas, nos encontraremos con la necesidad de vincular cualquier medida militar con profundas y muy delicadas decisiones tomadas desde la sociedad civil.
Los terroristas con potencialidad de actuación en el territorio español son protagonistas de lo que se ha convenido en llamar “situaciones de cisne negro”, esto es, sucesos de imposible previsión, pues provienen de individuos adoctrinados por múltiples vías, lobos solitarios, fanáticos o enajenados sin criterio, dispuestos a inmolarse incluso y, en lo que importa para adoptar una posición defensiva, capaces de utilizar cualquier medio con el que hacer daño indiscriminado. El objetivo enarbolado por el mal llamado Estado Islámico es por supuesto, imposible -no tendrá jamás viabilidad-, pero hay que contemplar la posición de defensa desde la cobertura de protegerse contra la sensación de terror que pretenden provocar los terroristas en la sociedad.
Poco puede hacer el Ejército en esos casos, y sí, en cambio, la actitud preventiva, vigilante, activa, de la población civil y, desde luego, la concienzuda investigación y seguimiento de la policía y medios de seguridad sobre los focos de adoctrinamiento, allí donde crezca la segregación racial, la marginación, la incultura y el odio o desprecio al diferente.
Llamo la atención sobre las dificultades del Estado para detectar la evolución de los métodos del terrorista y aplicar efectivos métodos de defensa. En un libro cuya lectura resulta hoy extremadamente ilustrativa y curiosa, “A mano armada (Historia del terrorismo) de Bruce Hoffman, escrito en 1998, se afirma que “el éxito del terrorista depende de su capacidad para mantenerse por delante (…) de la tecnología antiterrorista”. Las estructuras mentales reales o imaginadas de los componentes de los grupos terroristas dirigidos a actuaciones independentistas (teóricamente, al menos), como el IRA y ETA, ocupan parte del análisis.
El enfoque novedoso del autor, (en un momento, me es preciso enfatizar, en que se estaba lejos de imaginar atentados como el que ocurriría en 2001 como el de las Twin Towers), sin embargo, se dirigía contra el “terrorismo de Estado”, y ponía de manifiesto la ineficacia de las medidas que se habían adoptado contra los países que entonces se tenía detectados como instigadores de estas actuaciones: Cuba, Irán, Irak, Libia, Corea del Norte, Sudán y Siria. Proponía, en consecuencia, una revisión sustancial de método y procedimientos. Cualquier lector con la perspectiva de los acontecimientos posteriores a la publicación del libro puede confirmar que, dos décadas después, la conclusión sigue estando vigente.
Si enfocamos la vista hacia los Estados desestructurados, en donde la corrupción, la tiranía y el expolio interno parecen primar, las actuaciones de las Fuerzas Armadas se tiñen de delicados presagios, que exigen un análisis más detallado, que abordaré a continuación.
(continuará)
Un mirlo común, camuflado entre las ramas de un tejo, devora algunos de sus frutos preferidos. Como ya comenté en otra ocasión, los niños comíamos la pulpa de esos frutos, de sabor dulce, inconscientes del alto poder como veneno de todas las demás partes del árbol.
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