No sabemos aún cómo terminará esta guerra, la guerra de nuestra generación -aunque a algunos nos coge ya talluditos-, pero es hora de que analicemos cómo empezó. Por supuesto, la respuesta simple a esa cuestión tan relevante, apuntaría a un único culpable, el invasor Vladimir Putin, líder necrófago por excelencia en este momento de la Historia, cuya ansia de poder y relevancia desató su megalomanía, encontrando en la pieza deseada, Ucrania, que creía presa fácil, el objetivo perfecto para calmar, momentáneamente su psicosis. La anomia de la Unión Europea y la falta de interés inicial de los presidentes norteamericanos (y de su sociedad) para entender los entresijos del patio de vecindad del viejo continente habría hecho el resto.
Muy respetables historiadores e inmensos eruditos se han encargado de espurgar en los restos de las dos guerras mundiales precedentes, para sacar brillantes consecuencias. La mística nacionalista, el sonambulismo europeo, el crecimiento de las enfermedades de los neurópatas del momento (el más conocido Adolf Hitler, pero no faltaron ejemplos de la misma ralea entre las élites dirigentes que condujeron a la primera), la concepción mesiánica de algunos líderes de su pretendido papel en el mundo o la confrontación entre imperios caducos (el astrohúngaro o el de la gran Rusia) y un Estado que vivía en una persistente adolescencia (el alemán, siempre Alemania) son citados como motivadores, tanto de una guerra como de otra.
De todas las opciones de análisis de lo que motivó el comienzo de esta tercera guerra -que quieran los dioses que no tenga jamás lugar-, me quedaría con una maravillosa conjunción de palabras que apelarían a la “sensación de decadencia moral”. En ese término genérico incluyo: la percepción del ocaso, y la necesidad de catarsis purificadora, redentora, que, con persistente regularidad y llevada por un impulso al parecer incontenible, prende simultáneamente en varios sitios en el mismo momento de la Historia.
Intoxicados como estamos, metidos de lleno en la harina espesa del miedo y la pererza, ya no podemos analizar con tino si las amenazas que nos llegan son reales o resultan simples añagazas para cubrir un expediente de guerra que lleve al contrario la convicción de que aún se es fuerte, de que la victoria es posible del bando en el que milita el mentiroso, porque, en esta etapa inicial, se trata de conseguir adeptos que hagan más sólida nuestra posición.
En esta guerra, como en las anteriores, hubo un agresor y un ofendido. Pronto, ya no importará eso, si no se consigue poner coto a tanto desatino del invasor Putin y la heroicidad del defensor, ahora juzgada heroica (con razón) acabará empañándose de matices, de disensiones. de juicios que acabarán metiendo al agredido en la misma hoguera del agresor, especialmente si (los dioses no lo quieran) el bloque que conformará su equipo gana la batalla, auque sea unos milisegundos antes del Gran Armageddón.
Ya no me apetece imaginarme al héroe Zelenski con camiseta de gimnasia militar en su búnker situado en un lugar tal vez irreal, con la imagen de la plaza de la Independencia (Maidán Nezalezhnosti), y al malvado Putin sentado en un extremo de una mesa que se va haciendo cada vez más larga, agarrado como si fuera un juguete a una caja de plástico con un muy aparente botón rojo. Tiene que ser de ese color, así lo mandan los cánones de todas las películas que hemos visto sobre el final nuclear. Y la mesa tiene que aparecer cada vez más larga y, al otro lado del sátrapa, cada vez más poblada, porque tenemos que caber todos nosotroos.
Va entrando mucha más gente en la trama, cn papeles muy relevantes. Un tercero en esa discordia de egos -Vladimir lo tiene gigantesco, pero Volodomir también tiene el suyo- en la que nos vamos convirtiendo aceleradamente en víctimas propiciatorias (sí, el buco emisario, el macho cabrío expiatorio de la redención), es Joe Biden, quien anuncia hoy, viernes, once de enero del año cero, para que no quepan dudas, que si el cacique toca un solo pelo a cualquier país de la OTAN, la tercera guerra mundial está garantizada. Ergo, ya podemos poner nuestros miedos a remojar. Y están también Boris Johnson y JiPing, y Macron (s´il vous plaît) y Ursula von der Leyen, y …
Si yo fuera ministro, pongo por ejemplo, de Energía, de Agricultura, o de Industria o de Defensa (estoy citando al azar, porque ninguna de estas opciones me resulta apetecible en lo más mínimo) de cualquier país europeo, no me preocuparía en este momento crítico ni por la posibilidad de que la Temperatura media de la Tierra suba dos grados antes de terminar el siglo, ni por aprobar inversiones en generación nuclear o en plataformas flotantes eólicas que garanticen el suministro eléctrico dentro de dos lustros, o si la carne de vacuno podrá ser sustituida definitivamente por la soja transgénica, o si las innovaciones tecnológicas de la era digital destruirán tanto empleo convencional que tendríamos que subvencionar desde los presupuestos de los Estados más de la mitad de la población en edad de trabajar y el cien por cien de los que ni se lo plantean.
Tampoco estaría preocupado por dedicar el dos o el diecisiete por ciento del Presupuesto a Defensa, ni aparecería entregado a dotar a mis Ejércitos de más tanques, muchos más drones, millones de cascos de visión nocturna y chalecos antibalas o, de forma aparentemente más brillante, llenar el país de escudos protectores contra misiles nucleares inteligentes.
Si yo fuera ministro (por favor, ponga el lector la música del If I were a rich man, la canción de Chaim Topol) pasaría todo el día pidiendo a todo el que quisiera escucharme que alguien pare a Vladimir Putin, y hagamos todos un ejercicio de catarsis frente al impulso destructivo que se ha vuelto a adueñar de la Humanidad. Yo he vivido ya bastante. Pero mis nietas, no. Una de ellas, a sus nueve años, lo expresó claramente, en representación no esperada de todos los niños del mundo – “mi vida, abuelo, aún no la viví y yo también quiero tenerla”.
Miro las fotos de las decenas de niños ucranianos que han muerto en esta guerra -pero también las de todos los niños que son asesinados cada día en las decenas de guerras que florecen en el mundo como la peste, que son muchos más- y se me encoge el corazón. Esos pobres cretinos teledirigidos que entraron en la central nuclear de Zaporiyia gritando que si los funcionarios que estaban trabajando en ella no les cedían el control, apretarían el botón rojo, no sabían que estaban siendo víctimas del síndrome de la decadencia el ansia de la autodestrucción.
Hagamos todos un esfuerzo por generar un período de distensión, otra Guerra Fría, y esta vez ha de ser muy gélida, porque tiene que durar siglos. Paren esta guerra, que yo me apeo. No quiero vivir cómo se desarrolla la última. Son ustedes unos imbéciles, sonámbulos del siglo XXI.