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El ansia de destrucción como razón para la última guerra

11 marzo, 2022 By amarias Deja un comentario

No sabemos aún cómo terminará esta guerra, la guerra de nuestra generación -aunque a algunos nos coge ya talluditos-, pero es hora de que analicemos cómo empezó. Por supuesto, la respuesta simple a esa cuestión tan relevante, apuntaría a un único culpable, el invasor Vladimir Putin, líder necrófago por excelencia en este momento de la Historia, cuya ansia de poder y relevancia desató su megalomanía, encontrando en la pieza deseada, Ucrania, que creía presa fácil, el objetivo perfecto para calmar, momentáneamente su psicosis. La anomia de la Unión Europea y la falta de interés inicial de los presidentes norteamericanos (y de su sociedad) para entender los entresijos del patio de vecindad del viejo continente habría hecho el resto.

Muy respetables historiadores e inmensos eruditos se han encargado de espurgar en los restos de las dos guerras mundiales precedentes, para sacar brillantes consecuencias. La mística nacionalista, el sonambulismo europeo, el crecimiento de las enfermedades de los neurópatas del momento (el más conocido Adolf Hitler, pero no faltaron ejemplos de la misma ralea entre las élites dirigentes que condujeron a la primera), la concepción mesiánica de algunos líderes de su pretendido papel en el mundo o la confrontación entre imperios caducos (el astrohúngaro o el de la gran Rusia) y un Estado que vivía en una persistente adolescencia (el alemán, siempre Alemania) son citados como motivadores, tanto de una guerra como de otra.

De todas las opciones de análisis de lo que motivó el comienzo de esta tercera guerra -que quieran los dioses que no tenga jamás lugar-, me quedaría con una maravillosa conjunción de palabras que apelarían a la “sensación de decadencia moral”. En ese término genérico incluyo: la percepción del ocaso, y la necesidad de catarsis purificadora, redentora, que, con persistente regularidad y llevada por un impulso al parecer incontenible, prende simultáneamente en varios sitios en el mismo momento de la Historia.

Intoxicados como estamos, metidos de lleno en la harina espesa del miedo y la pererza, ya no podemos analizar con tino si las amenazas que nos llegan son reales o resultan simples añagazas para cubrir un expediente de guerra que lleve al contrario la convicción de que aún se es fuerte, de que la victoria es posible del bando en el que milita el mentiroso, porque, en esta etapa inicial, se trata de conseguir adeptos que hagan más sólida nuestra posición.

En esta guerra, como en las anteriores, hubo un agresor y un ofendido. Pronto, ya no importará eso, si no se consigue poner coto a tanto desatino del invasor Putin y la heroicidad del defensor, ahora juzgada heroica (con razón) acabará empañándose de matices, de disensiones. de juicios que acabarán metiendo al agredido en la misma hoguera del agresor, especialmente si (los dioses no lo quieran) el bloque que conformará su equipo gana la batalla, auque sea unos milisegundos antes del Gran Armageddón.

Ya no me apetece imaginarme al héroe  Zelenski con camiseta de gimnasia militar en su búnker situado en un lugar tal vez irreal, con la imagen de la plaza de la Independencia (Maidán  Nezalezhnosti), y al malvado Putin sentado en un extremo de una mesa que se va haciendo cada vez más larga, agarrado como si fuera un juguete a una caja de plástico con un muy aparente botón rojo. Tiene que ser de ese color, así lo mandan los cánones de todas las películas que hemos visto sobre el final nuclear. Y la mesa tiene que aparecer cada vez más larga y, al otro lado del sátrapa, cada vez más poblada, porque tenemos que caber todos nosotroos.

Va entrando mucha más gente en la trama, cn papeles muy relevantes. Un tercero en esa discordia de egos -Vladimir lo tiene gigantesco, pero Volodomir también tiene el suyo- en la que nos vamos convirtiendo aceleradamente en víctimas propiciatorias (sí, el buco emisario, el macho cabrío expiatorio de la redención), es Joe Biden, quien anuncia hoy, viernes, once de enero del año cero, para que no quepan dudas, que si el cacique toca un solo pelo a cualquier país de la OTAN, la tercera guerra mundial está garantizada. Ergo, ya podemos poner nuestros miedos a remojar. Y están también Boris Johnson y JiPing, y Macron (s´il vous plaît) y Ursula von der Leyen, y …

Si yo fuera ministro, pongo por ejemplo, de Energía, de Agricultura, o de Industria o de Defensa (estoy citando al azar, porque ninguna de estas opciones me resulta apetecible en lo más mínimo) de cualquier país europeo, no me preocuparía en este momento crítico ni por la posibilidad de que la Temperatura media de la Tierra suba dos grados antes de terminar el siglo, ni por aprobar inversiones en generación nuclear o en plataformas flotantes eólicas que garanticen el suministro eléctrico dentro de dos lustros, o si la carne de vacuno podrá ser sustituida definitivamente por la soja transgénica, o si las innovaciones tecnológicas de la era digital destruirán tanto empleo convencional que tendríamos que subvencionar desde los presupuestos de los Estados más de la mitad de la población en edad de trabajar y el cien por cien de los que ni se lo plantean.

Tampoco estaría preocupado por dedicar el dos o el diecisiete por ciento del Presupuesto a Defensa, ni aparecería entregado a dotar a mis Ejércitos de más tanques, muchos más drones, millones de cascos de visión nocturna y chalecos antibalas o, de forma aparentemente más brillante, llenar el país de escudos protectores contra misiles nucleares inteligentes.

Si yo fuera ministro (por favor, ponga el lector la música del If I were a rich man, la canción de Chaim Topol) pasaría todo el día pidiendo a todo el que quisiera escucharme que alguien pare a Vladimir Putin, y hagamos todos un ejercicio de catarsis frente al impulso destructivo que se ha vuelto a adueñar de la Humanidad. Yo he vivido ya bastante. Pero mis nietas, no. Una de ellas, a sus nueve años, lo expresó claramente, en representación no esperada de todos los niños del mundo – “mi vida, abuelo, aún no la viví y yo también quiero tenerla”.

Miro las fotos de las decenas de niños ucranianos que han muerto en esta guerra -pero también las de todos los niños que son asesinados cada día en las decenas de guerras que florecen en el mundo como la peste, que son muchos más- y se me encoge el corazón. Esos pobres cretinos teledirigidos que entraron en la central nuclear de Zaporiyia gritando que si los funcionarios que estaban trabajando en ella no les cedían el control, apretarían el botón rojo, no sabían que estaban siendo víctimas del síndrome de la decadencia el ansia de la autodestrucción.

Hagamos todos un esfuerzo por generar un período de distensión, otra Guerra Fría, y esta vez ha de ser muy gélida, porque tiene que durar siglos. Paren esta guerra, que yo me apeo. No quiero vivir cómo se desarrolla la última. Son ustedes unos imbéciles, sonámbulos del siglo XXI.

Publicado en: Actualidad, Guerra en Ucrania, Rusia, Ucrania Etiquetado como: Adolf Hitler, ansia de autodestrucción, Boris Johnson, decadencia moral, guerra, Joe Biden, Marcron, patología, Van der Leyen, Vladimir Putin, Volodomir Zelenski

Cuento de invierno: La curiosa historia de Lame Duck

12 marzo, 2014 By amarias Deja un comentario

Todos los patos, si se les mira con atención, cojean. Unos más y otros menos, pero al andar fuera del agua se mueven de forma tal que, comparados con los gansos, las ocas, los cisnes y hasta los somormujos, se pone de manifiesto que se inclinan más hacia un lado que al otro, lo que hace su caminar una característica de la especie.

Pero los patos no solo no admiten esa cualidad, a la que consideran un defecto -una deformación abominable de la pureza de la especie-, sino que, desde tiempo inmemorial han venido reprimiendo la manifestación de la cojera.

Las madres pato, los educadores pato, y, con especial virulencia, los padres pato, se han esforzado, salvo rarísimas excepciones, en mantener a raya cualquier desviación de lo que se considera, como norma admitida por la colectividad, la forma adecuada para caminar sobre tierra firme.

-¡No te desvíes! ¡Mantén el culo apretado!¡Mira al frente! -son algunos de los consejos que, día tras día, se difundían en las escuelas, en las ikastolas, en las madrasas y en los corripos para anátidas, desde allí hasta Castelgandolfo.

Si algún pato, ya fuera macho o hembra, se obstinaba en caminar cojeando, era inmediatamente recriminado y, si, después de la amonestación persistía, se le castigaba duramente, con castigos  terribles, que podían llegar desde el escarnio a  la lapidación o a poner al pazguato a los pies de los caballos, que venía a ser equivalente a comérselo con patatas fritas.

-¡No puedo disimular mi cojera! ¡Es consustancial a mi ser y, además, todos los patos cojeamos más o menos! ¡Nací así! -era una excusa que no servía para nada y se enviaba al desviado al correccional de composturas .

En ese mundo lleno de prejuicios, nació un pato como todos los demás, que estaba destinado, por tanto, a ser un pato de lo más vulgar.

Solo que cojeaba ostentosamente, y cuando se le advirtió que cojeaba (“lo que no está considerado ni medio bien y te puede acarrear más de una patada”, como le previno su hermano mayor, que iba para gallo de la quintana) , no solamente no disimuló tan abominable característica (al decir de los más instruidos patos de aquel lugar, de los que se podía decir que tenían las posaderas peladas de tanto disimular su consustancial cojera), sino que la exacerbó.

Cuando se exacerba una característica, se quiere que decir que se la exagera hasta límites que lindan con el exhibicionismo. Puede ser interpretado como impudicia, haberse pasado varios pueblos o pretender dar la nota, según criterios.

-No me importa que todo el mundo me vea cojear, y no voy a hacer lo más mínimo para disimularlo. Al contrario, me parece que mola. Cuanto más cojo, mejor me siento, más yo -fue su argumento principal.

Andaba por las orillas del lago en el que vivía la colonia de patos, pavoneándose.

-Tiene pluma, la mariposa -era el comentario generalizado.

-Lo que tiene bemoles es que nos toque los pinreles. Ese andar resulta bochornoso y es una patada -era un decir más elaborado.

Por esa razón, y obviando que todos cojeaban de lo mismo, le pusieron al contestatario el mote de Lame Duck, que quiere decir Pato Cojo, solo que en inglés.

Lame Duck era un pato inteligente, así que, aunque cojeaba con un trastabillar que a los puritanos tiraba para atrás, no tuvo problemas en llegar bastante alto en la pirámide de la estimación de la colonia. Al fin y al cabo, no hacía daño a nadie; solo a él mismo, como se comentaba a sus espaldas, en tono algo antipático.

El escándalo surgió cuando, al cabo de unos días, los más observadores advirtieron que los jóvenes, e incluso algunos de los patos adultos, dejaron de disimular su cojera, haciéndola patente. Incluso unos cuantos -al principio, pocos, pero pronto fueron varias decenas- la exageraban también, con aspavientos la mar de aparatosos. Los más osados celebraban anualmente el Día del Orgullo Cojo, que ya eran ganas de llamar la atención y armar la pataleta.

-Es intolerable -se decían, unos a otros, en particular, los que se acostumbraban a escandalizar por lo más mínimo-. Se han perdido las buenas costumbres. Que Lame Duck se haya convertido en ejemplo para algunos es una vergüenza terrible para todos los patos decentes.

Pasó algún tiempo, que es la manera más suave de atemperar el calor de una sopa para que pueda ser tomada a cucharadas sin necesidad de tener que soplar antes de engullirla, y  la mayoría de los patos, tanto de las orillas como del lago de los cisnes, y de otros lagos y lagunas cercanos y apartados, se encontraron, de pronto, confrontados con la sinrazón por la que habían estado disimulando la cojera que vivía con ellos, y que era parte de su naturaleza y no una patología.

-¿Por qué tenemos que ocultar algo que ha nacido con nosotros? Mi hijo mayor es terriblemente cojo y no se atreve a salir del nido-preguntaba una madre a su confesor espiritual, que era, por cierto, aún más cojo.

-No lo sé muy bien -le contestó el sabio- pero está así en nuestros libros sagrados, y alguna razón ha de tener ese mandato de las alturas para que se nos haya ordenado disimularlo.

-Pues, si así fuera o fuese…¿Por qué no se nos hace a los patos andar tiesos desde el principio, como, tal vez, sucede con otros animales que no tienen ese problema? ¿Por qué no volamos como las águilas o las avispas? -replicaba la angustiada pata, con maternal discreción.

-No tengo ni pata idea -fue la forma de terminar la conversación que encontró el especialista en interpretar los designios más sagrados.

No quedó ahí la cosa. Cuando se corrió la voz, empezó a ser considerado normal el cojear más o menos, quien ladeándose a un lado, quién al otro. Los patos que cojeaban de un mismo lado, procuraban andar juntos, al principio, para protegerse de los comentarios y las iras de los demás. Pero no pasó mucho tiempo sin que nadie prestara atención a la cojera de cada uno.

Porque, si se mira bien, y es así como debe hacerse con asuntos que están fuera de lo que se puede controlar con los propios medios, el Consejo Superior de los Grandes Patos, equivalente al Sanedrín de los Cisnes Negros o a la Cofradía de las Ocas Ilustradas, tuvo que admitir que lo que hacen los patos fuera del agua no tiene mayor importancia.

Incluso se rumorea que han aparecido algunos patos que cojean del todo, de las dos patas, lo cual es oficialmente discutido -la patología tiene muchas variantes-, aunque no se conoce la forma de medir la cojera por ningún sistema de pesos y medidas. Al menos, por lo que va del cuento.

FIN

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: antipático, característica, cuento, cuento de invierno, defecto, éspecie, homosexualidad, Lame Duck, patifuso, patitieso, Pato cojo, patochada, patología, pureza, sensibilidad, simpático

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