Era su primer destino, y el que se tratara de un poblachón de pocos habitantes, perdido en la geografía, no le importaba. Sentado en el sillón que le correspondía de la sala de vistas -un cuarto con apenas dos hileras de sillas, con un retrato añejo del Presidente colgando torcido de la pared frontal- contemplaba el paisaje. Un campo de ortigas, junto al cementerio.
El secretario del Juzgado entró, sonriente. Le alargó una mano grande, desde una masa carnosa corpulenta.
-Perdona, Ilustrísima. Bienvenido. No me habían comunicado que vendrías hoy; te esperábamos para pasado mañana.
-He preferido incorporarme hoy, para ver los asuntos pendientes -aclaró el joven-. Me gusta empezar la semana sabiendo lo que voy a encontrarme.
-¿Asuntos pendientes? -el Secretario aparentó cara de extrañeza- Este Juzgado es de lo más tranquilo. Desde que se fue el anterior Juez, hace ya tres años, las demandas las lleva el Juzgado de Cobaleda.
El Secretario era un hombre mayor, de talante jovial, despreocupado. El joven juez se había levantado del sillón al verlo entrar y había avanzado unos pasos hacia él, para estrecharle la mano. Acababa de cumplir veintiséis años, estaba soltero, y cuanto conocía de la vida lo había aprendido de los libros. Su rostro pálido y lampiño, sus gafas gruesas de miope y la chaqueta de tres botones completaban su aspecto necesitado de mejores cuidados.
-Te invito a tomar algo, y te explico los detalles -continuó el que acababa de llegar; llevaba la camisa abierta, por la que asomaba una cadena de oro en la que el joven creyó identificar un símbolo fálico-. Así, además, llamamos al oficial y lo conoces también.
-¿No será mejor quedarnos aquí, en mi despacho? -replicó, en un tono demasiado severo-. No he podido entrar, porque la puerta está cerrada, pero supongo que Vd. tendrá la llave.
-¿La llave? -el Secretario manipulaba en exceso, utilizando cada palabra como pretexto para mover las aspas de sus brazos-. Debería estar en el cajetín de la entrada. Pone: “Despensa”.
-¿Despensa? -se sorprendió el juez. Aunque aquél era su primer destino y los cinco años de preparación para la oposición a judicatura, que había obtenido a la segunda, habían sido intensos, no por ello carecía de capacidad de asombro. La pregunta le surgió, espontánea, porque, en realidad, había creído entender “dispensa”.
-Es una forma de llamarlo. Como no está ocupado desde hace tiempo, se ha venido usando como almacén. -aclaró el otro- El juez de Cobaleda hace algunos meses que no pasa por aquí, si le soy sincero.
-Me gustaría ver ahora el que va a ser mi despacho. Habrá que quitar todos los trastos que se hayan acumulado en él -replicó el joven, con disgusto; y, saliendo de la sala de vistas, se dirigió a la entrada de las dependencias, donde esperaba coger la llave. El Juzgado estaba en un segundo piso del edificio, y llegaba un olor a potaje de berzas desde la escalera.
-Lo siento, pero no puede. Al entrar aquí, he visto la puerta abierta y lo primero que hice fue mirar en el cajetín. No estaba la llave -al Juez le pareció que el Secretario estaba nervioso.-
-No entiendo. ¿Quién pudo llevarla, y por qué? -el joven empezaba a incomodarse; había algo en el aspecto del Secretario que no le gustaba; demasiado grande, demasiado altivo; demasiado distante. Seguro que no era Secretario por oposición; no le extrañaría que hubiese adquirido la función de responsable de la Secretaría por ser el oficial más antiguo. Claro que… en un Juzgado tan pequeño…
-Debió de cogerla el oficial, sabiendo que Vd. vendría el lunes, para tenerlo todo limpio y ordenado.
En el pasillo, pasaron forzosamente por delante de la puerta con el letrero, en el que se leía: “Sr. Juez” y, de forma instintiva, impulsiva, Pedro Pertuncho, el juez de Primera Instancia e Instrucción del Juzgado nº 1 de Robertillos del Condado, dio un empujón a la hoja de madera. No sabría decir porqué lo hizo. Tal vez, por secreta rabia, por incredulidad presunta, por quién sabe qué instinto doloso, aflorado sobre miles de páginas de lecturas de libros y libros de procesal, de civil, de derecho criminal, de filosofía del derecho.
La puerta se abrió con el golpe. Con asombro imposible de valorar, S. Sª el juez Pertuncho vio aparecer ante sí un inmenso montón de legajos, amontonados de cualquier manera, dispersos al azar por el suelo y por las estanterías, repartidos en paquetes de indescriptible factura sobre la mesa, y hojas, cientos de hojas de papel, algunas comidas ya por los ratones, las cucarachas y las termitas, alfombrando el suelo.
Con el aire que circuló desde la puerta a la ventana, aquella pirámide de inmundicia tuvo un momento fugaz de vitalidad, un soplo de frescor. Algunos papeles se levantaron tenuemente, y volvieron a caer con delicadeza, sobre el mismo lugar en el que se habían acostumbrado a yacer.
-Pensaba haberlo retirado hoy -se excusó el Secretario, que se quedó, rígido, a la puerta-. He traído la furgoneta. No queríamos causarle mala impresión.
Pedro Pertuncho comprendió que su primer trabajo como juez no iba a ser sencillo. No supo qué decir.
(Esperemos al lunes, a ver qué pasa.)
FIN