España hace décadas que dejó constitucionalmente de ser católica, aligerándose así del peso de la desgraciada connivencia de una parte del clero con la ignorancia sociológica. Como en otras materias, el estriptís fue tan completo que se arrancó algunos trozos de piel en el empeño.
Pero el agnosticismo oficial no impide que durante la llamada Semana Santa, en muchos pueblos se organicen procesiones, que cuentan con la presencia de representantes religiosos y políticos casi por un igual, cada uno ataviado con los atributos de su particular devoción, que exhiben como quien sabe aprovecharse de una oportunidad.
Las comitivas de encapirotados, secundando el paso de figuras de cartón piedra llevadas por esforzados porteadores, acompañados de damas enmantilladasy tocadores de tambores y timbales, constituyen, sin duda, todo un espectáculo.
Debe reconocerse, sin embargo, que el objetivo originario del despliegue, que hay que confiar se mantenga para la mayor parte de quienes forman parte de las procesiones -la devoción ante el misterio del sacrificio divino como ejemplo para sus descarriadas criaturas-, ha quedado completamente desdibujado.
No hay más que fijarse en los centenares de curiosos, -en muchos pueblos, miles- que se agolpan en las aceras y balcones para contemplar el paso de los séquitos que se organizan en muchos pueblos de la España agnóstica, pertrechados de cámaras de fotos, y que lanzan una y otra vez luces de flash sobre encapuchados, imágenes y resto de fanfarrias.
Ahitos de espectáculo, esos infieles se irán después, tranquilamente, a quebrantar ayunos y abstinencias en torno a cochinillos o corderos asados o vulnerarán un momento previsto para recogimiento y penitencia agrupándose, impíos, en discotecas y botellones en donde se entregarán a uno de los pecados más abominados por las leyes mosaicas.
No pretendo ridiculizar, sino señalar como hecho histórico, una decadencia. Las procesiones, como las corridas de toros, como lo fueron los lanzamientos de cabras desde los campanarios, las luchas falsas de moros y cristianos o las quemas falleras, forman el residuo de memorias colectivas de las que se ha perdido la referencia.
Los devotos resultan, en las costosas maniobras procesionales, rara avis. Como en los bautizos o en las bodas, los fotógrafos, -profesionales como aficionados-, no están en lo que se celebra, sino ocupados en dejar testimonio para un luego. Sin saberlo, quizás, se han convertido por ello en los protagonistas de la ceremonia global. Lo mismo que las pléyades de informantes que rodean al famoso, que persiguen, hostigándolos, a encausados, artistas, políticos, y que, con su presencia masiva, construyen su propio espectáculo.
Como España es hoy por hoy tierra de procesiones y espectáculos, propongo que se exprima aún más, la opción de aprovechar los rescoldos de nuestro pasado religioso. No solo por Semana Santa. Saquemos a pasear a los santos, a los penitentes, a los majos y siervas, con cada ocasión litúrgica. Si el pueblo llano no está por penetrar en las iglesias, que salgan a la calle. Y que, como motivo turístico, se declare todo el año momento procesional, temporada alta para gozar del espectáculo.