Han sido días de gran conmoción, sin duda. La reciente dimisión del papa Gregorio XVI ya había puesto a los observadores sobre la pista de que algo muy importante, y grave, estaba sucediendo en los entramados de la poderosa y secular institución. Pero nadie hubiera podido vaticinar que el acontecimiento que se estaba gestando era de una dimensión tan brutal, y cuyas consecuencias aún tardarán mucho tiempo en ser valoradas, e incluso, quizá no puedan ni siquiera ser asimiladas. Están afectados, en suma, no solo fieles de la iglesia católica, sino de otras devociones. Habrá años de trabajo para letrados, exégetas, clérigos, historiadores,…
Se deberán revisar, por supuesto, muchos fundamentos, creencias, dogmas y principios. Desde luego, el análisis del estado de salud del papa está provocando ríos de tinta y de sangre. Pero, objetivamente, nada se podría argumentar en contra. Se ha difundido un certificado, firmado por diez siquiatras de otras tantas nacionalidades, personas todas ellas de la máxima dignidad científica, que testifican que su paciente Santidad está perfectamente sano, con una inteligencia muy superior a la media.
El lugar elegido lo fue, seguramente, con voluntad de que el mensaje calara hondo y su destino fuera certero. Sabido es que Brasil cuenta en la actualidad con el mayor número de católicos; quizá no todos practicantes, tal vez no exactamente seguidores de todos los dogmas, incluso puede que muchos de entre ellos, compartiendo con otras devociones y ritos sus peticiones a la divinidad. Pero, estadísticamente, así son (eran) las cosas.
No es tampoco cuestión de minusvalorar el que, en su primer viaje al continente americano, donde el Sumo Pontífice argentino había desarrollado gran parte de su apostolado, el cardenal Bergoglio contara con que se estaba haciendo la máxima difusión de sus movimientos y alocuciones en su país de origen. Su sinceridad, su nobleza de espíritu, su compromiso con los pobres y con la verdad, son allí bien conocidas.
Ha sido muy impactante ver, incluso desde varios días antes de la llegada papal, a miles de fieles, ensayando en Copacabana, Río, Guaratiba, el comportamiento que deberían desarrollar en el momento cumbre en que se contara con la presencia física del representante de Dios en La Tierra. La venta de banderolas con los colores blanquigualdos (la enseña del Estado Vaticano), fotografías del Santo Padre, capelos blancos y hasta zapatos de cuero negro raídos (y otras imitaciones de la humilde indumentaria de la cabeza más visible de la Iglesia católica) había alcanzado cotas nunca hasta ahora superadas. Tal era la devoción, el afecto, la admiración que despertó el viaje.
Ni siquiera la alocución papal realizada el miércoles, 24 de julio, con ocasión de la visita al santuario de la patrona de Brasil, la virgen de Aparecida, fue utilizada para lanzar mensajes o signos que pudieran ser interpretados como anunciadores de alguna gran noticia.
Pero sucedió. Tuvo que ser con ocasión de la bendición de la bandera de los Juegos Olímpicos, al recibir las llaves de la ciudad de Río de Janeiro, teniendo a su lado, entre otras personalidades de menor rango, a los astros del fútbol brasileiro Pelé y Neymar.
Lo dijo en latín, y como la frase no figuraba en el texto que se había entregado a los periodistas, el mensaje pasó inicialmente desapercibido. “Secundum imperium Dei, credibile creatio humanae cupiditas, ego catholica ecclesia disolvo”. Hasta que uno de los sacerdotes españoles presentes, experto en lenguas clásicas, perteneciente a una conocida organización, lo indicó. Primero, tímidamente, después de forma rotunda, arrebatando el micrófono a un comentarista de la BBC, mientras caía, al mismo tiempo, de rodillas.
“Creo que el papa Francisco acaba de disolver la Iglesia católica”.
Es curioso cómo la gente reacciona ante lo inesperado. Cuando la Sexta dio la noticia, nos encontrábamos varios amigos cenando unas deliciosas lonchas de bonito del Cantábrico en un chiringuito de cierta playa asturiana. Vicente Casiopeo, devoto de adoración nocturna y misa diaria, soporte económico -entre muchos otros- de Radio María, se levantó, pidió silencio y, demudado, en lo que parecía iba a ser un conjuro, solo acertó a decir: “¿Qué pasará ahora con esos millones de jóvenes que esperan en Guaratiba la bendición de Su Santidad? ¿Qué se les va a decir?”
El ruido del mar meció sus palabras, mientras los demás atacábamos el lado más sabroso de la ventresca.