Como todas mañanas, hiciera frío o calor, fuera el tiempo ventoso o lloviera a cántaros, nevara o tronara, montó su caballete, mezcló en la paleta las combinaciones de colores salidos de los retorcidos tubos al óleo que atiborraban su maletín de madera de fresno, manchado por los residuos de múltiples jornadas, y se puso a pintar.
Hacía tiempo que había dejado de pintar lo que veía, para expresar otra cosa: su deseo de intervenir sobre el paisaje, modificar en el lienzo la apariencia de aquella naturaleza, mintiéndola -pero también, recreándola-. Su ideal sería que aquel conjunto de árboles, rocas, praderas, con caminos de tierra, iglesias y casuchas, desapareciera y solo quedara constancia, para un hipotético visitante de otro planeta, de lo que él había reconstruido, vertiendo sobre el lienzo su propia creación.
Porque allí, sobre pedazos de tela, en las urdimbres apelmazadas por el engrudo, había construido, día tras día, año tras año, miles de elucubraciones que sustituían, dándole otras dimensiones, el mundo que tenía ante sus ojos.
Lo vemos ahí, saliendo del umbral de lo que parece su casa, con los pantalones sucios y arrugados, y los zapatos convertidos en parte del polvo de los caminos que, tenaz y aplicadamente, siguiendo el mandato de su dueño, recorrieron -a diario -en realidad, siempre el mismo camino, que no conducía a ninguna parte, porque acababa siempre en un recodo que jamás había traspasado. Hay un bastón apoyado en la pared, y una libreta cerrada, seguramente con más apuntes, sobre uno de los escalones.
Ese hombre, ya vencido por el tiempo, consciente de le que quedan pocos años de repetirse a sí mismo en la búsqueda de su propio paisaje, sonríe.
Acaba de atisbar su oportunidad. No es distinta de la de ayer y puede que no sea diferente de la de mañana. Pero la va a utilizar, como siempre, introduciendo en las líneas de ese paisaje que volcará sobre el lienzo, desmintiéndolo, sus ideas respecto a lo que, si hubiera sido Dios, habría sido su creación.
Cientos de visitantes pasan hoy, en el hoy del ahora, por el museo en donde se cobra una entrada por la oportunidad de ser testigos de su esfuerzo. Comentan, insensibles, pisoteando entre los vestigios de la destrucción de la serenidad de su autor. Una locura que ha dejado múltiples huellas, una introspección convertida en ariete contra la creación de Otro, superior, ajeno, magnífico.
La guía, sin que parezca percatarse de que camina entre cadáveres, de que se dirige a fantasmas, propaga un mensaje ininteligible que resbala sin piedad entre cerebros que están pensando en otras cosas:
-Aquí podemos observar como Cezánne entremezcla árboles, cielo, estanques y figuras humanas, haciéndolas participar de un mismo espacio, sin preocuparse por delimitar las zonas que corresponderían al aire, a la tierra, al agua o a los propios bañistas, de manera que todos parecen formar una unidad, integrados en una única naturaleza…
Uno de los oyentes, enarbolando su entrada, a la que no quiere abandonar, con los auriculares bien ajustados a las sienes, se cree de pronto iluminado para preguntar en voz demasiado alta:
-¿Por qué la mayor parte de estos cuadros no están acabados? ¿Se sabe por qué este pintor no se tomaba la molestia de rematar lo que estaba haciendo?
Al salir a la calle, estaba, como siempre, la realidad externa, tan apetecible para quienes no tienen preocupaciones que ocultar. Recuerdo que el 22 de octubre de 1906, después de haber estado pintando bajo un aguacero, Paul moría de neumonía. Fue su última oportunidad de destruir un paisaje para crear el suyo.
FIN
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