Hay cuentos que ponen la carne de gallina, incluso a los que presumen de ser duros y correosos como los cocodrilos. Este es uno de ellos, por lo que no es aconsejable que se lea a los niños antes de irse a dormir, pero es conveniente que lo conozcan para que estén bien despiertos ante lo que se les avecina.
Había una granja en la que los animales eran cuidados con esmero. Comían cuanto les apetecía, tenían sus zonas de esparcimiento y, por las noches, se procuraba, con el auxilio de unos feroces mastines, de que ninguna alimaña merodease por los alrededores.
En consecuencia, vivían una existencia muelle, engordaban, se reproducían y disfrutaban de las ventajas de un clima y entorno muy agradables. El propietario de la granja era un hombre bueno, sensible con los animales y, en consecuencia con unos principios éticos que había asumido como inquebrantables, había tomado una decisión muy importante.
Había despedido al matarife. No soportaba que sus animales fueran convertidos en carne para ser llevados al mercado como hamburguesas, filetes o chorizos. Ni siquiera cuando las gallinas habían dejado de poner huevos, las vacas de dar leche o los caballos ya no aguantaban el peso ni del más liviano de los jinetes, les daba pasaporte forzado al otro mundo.
Los seguía alimentando y cuidando, mientras envejecían. Y cuando la muerte les llegaba de forma natural, los enterraba piadosamente en una ladera soleada.
La situación se hizo difícil. No exactamente para el dueño de la granja, que era muy rico porque su abuelo había hecho fortuna en las Américas (cuando las Américas existían como tierra prometida). Se hizo difícil para los animales más jóvenes, que veían cómo los más viejos ocupaban los mejores sitios en los comederos, en los pesebres, en las perchas y en las zonas en donde se podía rumiar bajo la mejor sombra.
Un cerdo de raza ibérica prístina convocó a los jóvenes de todas las especies para una reunión informativa. Lo hizo al amparo de la hora de la siesta, mientras los mayores dormitaban. Y eligió como sitio en donde despertar las menores sospechas, un lugar alejado de los comederos, cerca de los montones de estiércol, en donde se fabricaba abono orgánico para fortalecer los campos de remolacha y trigo.
-No debemos soportar más esta deplorable situación. Los viejos ocupan el sitio que nos corresponde en la granja. El amo los quiere más, solo porque son más antiguos en este lugar, y ellos se comen lo más sustancioso del alimento, sin producir nada a cambio. -argumentó, convincente.
-Es cierto -corroboró una de las gallinas ponederas-. El amo se come nuestros huevos, bebe la leche de las vacas nodrizas y carga pesadamente a los alazanes más jóvenes, mientras las gallinas cluecas y añosas, las vacas estériles y los caballos que no sirven ni como sementales ni para tiro, nos desplazan de los lugares de privilegio.
-Aún peor -gritó una ternera primeriza, que estaba recién parida-. Mi abuela y sus amigos decrépitos nos miran por encima del hombro, dándonos estúpidos consejos, acerca de si no debemos desperdiciar la comida que cae de los comederos, o la conveniencia de tener pocas crías para no sobrecargar la economía del patrón.
-No valen ni para solazarnos con ellos -terció una oveja que tenía restos de hierbabuena en el mentón-. Hay varios machos cabríos a los que no les importa que estemos en celo para cubrirnos, pero que se interponen entre los más potentes de nuestros compañeros, reclamando prudencia en las prácticas sexuales, porque alegan que disminuye la esperanza de vida…
El intercambio de pareceres discurrió de ese tenor durante una hora larga. Al final de la cual, uno de los cerdos más lustrosos, propuso la adopción de una medida que, en realidad, llevaba ya estudiada.
-Debemos proponer al amo que vuelva a contratar el matarife. Será la forma de eliminar a tanto vejestorio y disfrutaremos de la granja para nosotros solos, los jóvenes, como merecemos.
La propuesta fue aprobada por aclamación. Y aquella misma tarde, los animales jóvenes de aquella granja especial, que estaban dotados .como también sus mayores- de la facultad de hacerse entender de los humanos, trasladaron, como una condición irrenunciable, que el matarife debía volver a ocupar sus funciones en la granja.
El amo no quería, llevado de su sensibilidad, malestar entre los animales a los que respetaba y quería. Deseaba hacer lo mejor para ellos y, no queriendo que el alboroto se convirtiera en una revolución, llamó al matarife, para que cumpliera con el trabajo para el que estaba capacitado.
Y lo hizo, válgame Dios si lo hizo a conciencia. Explicó al amo que los animales viejos tenían la carne demasiado dura para ser llevada al mercado y no merecía la pena pagar las tasas del matadero ni los costes de conducirlos al mercado.
En cambio, sacrificó a una buena parte de los animales jóvenes, que tenían las carnes tiernas y mucho más jugosas y apetecibles para los mercados.
La calma volvió a reinar en la granja. Y los animales rebeldes, tanto los que quedaron por el momento en la casa de labranza como los que fueron conducidos al sacrificio, tuvieron algún tiempo para meditar sobre el alcance de su protesta.
FIN