En abril de 1998, durante uno de mis viajes a Bolivia, fui invitado a merendar a su casa en Santa Cruz de la Sierra por el arquitecto Antelo, con el que había encontrado una rápida sintonía. Por la mañana, el ingeniero Egüez me había sugerido que, puesto que nuestro anfitrión era un buen pintor, y su esposa aficionada a las artes, podríamos entablar una competición artística informal que, si todo salía como esperaba, habría de ser el germen de una exposición conjunta en una de las galerías de la ciudad.
La idea me pareció, como casi todas las que surgen en el aturdimiento que provoca la distancia, casi tan curiosa como aceptable, y le pedí, por favor, que encargara a alguien de comprar los pinceles y pinturas al óleo, además de un lienzo de no excesivo tamaño, pues no me parecía oportuno contaminar la hospitalidad ni la merienda convirtiendo la casa del arquitecto en un estudio de arte.
Mientras dábamos cuenta del jamón, el queso y otras viandas, amén de un magnífico vino serrano que las mujeres de la casa pusieron a disposición de los contendientes y espectadores, y mientras Antelo desplegaba su caballete y la caja de tubos de colorines, le urgí a Egüez que me entregara lo que su propio me había comprado en la mañana. Grande fue mi sorpresa cuando desempaquetó dos tubos -uno negro y otro rojo bermellón, un diminuto bastidor, y un pincel más adecuado para embadurnar paredes que para finuras de artista diletante.
“El hombre al que mandé en la mañana a comprar lo tuyo, me dijo que solo encontró esto en la imprenta a la que fue. Lo siento”.
Antelo se apiadó de mí, y me dejó una caja de pinturas que su hija había utilizado en alguna clase de manualidades. Y, mientras el realizaba, con maestría, una hermosa composición -que apostaría que tenía estudiada de antemano-, yo, aturdido, ensayé en el escaso margen que tenía a disposición y los colores que no estaban endurecidos por el paso del tiempo, varias ideas que no acababan de convencerme, sintiendo los ojos clavados en la nuca de las bellas mujeres de aquella casa (la esposa y las hijas de Antelo, entre otras santas mujeres).
A Egüez le gustó lo que pinté (no me acuerdo qué resultó, al final, de tanto como me esforcé en cambiar líneas y acumular colores, buscando un contenido), y se quedó con el cuadrito. Y yo, aquella misma noche, de vuelta a Los Tajibos, dibujé en mi cuaderno de viaje este apunte que, pasados unos meses, traspasé a una tabla con acrílico. Se me había olvidado que titulé el primer esbozo “Poniendo a prueba la capacidad de destruir las carencias”. Con el trascurso del tiempo, pinturas, dibujos y poemas, cobran dimensiones que no estaban allí cuando las imaginó el autor, quienquiera que haya sido.