Si, dentro de unas décadas, un superviviente del desastre climático, el invierno árabe, la erupción del volcán de Yellowstone, la conquista china de las viejas colonias europeas en Africa, la invasión de Japón por la Corea unificada, etc., se encuentra con ganas de analizar lo sucedido en un mediocre país llamado España durante la segunda década del siglo XXI (y en buena parte de la primera), descubrirá, asombrado, que los españoles estuvimos, sin saberlo, viviendo una película.
Una mala película, en realidad. Con un guión deficiente, sin protagonista principal declarado, con demasiados secundarios con tendencia a improvisar y sobreactuando, y un decorado que apesta a mentirijillas y a cartón piedra. Lo mejor es, desde luego, el movimiento de masas, con millones de extras ocupando la pantalla. es decir, la escena, representando de rechupete un drama colectivo, al estilo de Todos a una, con notas de la Guerra de las Galaxias, pero con la inequívoca huella de haberse inspirado en el Titanic, Coloso en llamas o Aeropuerto.
Y, en fin, aquí estamos, en medio del argumento. Con un gobierno sin ideas, pero con demasiada palabrería, una oposición sin palabras (ni ideas), un gran empresariado muy mezquino, una Universidad bastante inculta pero ya derrotada, un grupito iluso de emprendedores luchando por subsistir enmerdados hasta los ojos, una Banca insolidaria pero muy sólida, un Estado de autonomías a punto de desmembramiento por donde más nos ha de doler, unos colegas europeos satisfechos de vernos sufrir la intemerata.
Si alguien cree que esto va a tener un final feliz, comparto ese optimismo. Pero no me pidan que explique la razón de ese presentimiento. Me pasa siempre que voy al cine. No me muevo de la butaca hasta que desaparece el último título de crédito; por mala que sea la película, me resisto a pensar que tanta gente haya malgastado tiempo y dinero en filmar y distribuir un bodrio, y solo cuando se encienden las luces de la sala y compruebo que me he quedado solo, me animo a salir hasta la calle.