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Cuento de otoño: Yemeserach y la tierra prometida

12 octubre, 2013 By amarias2013

Su padre le puso el nombre de Yemeserach, que significa Buenas Noticias. Era una niña hermosa, con la piel de un negro siena que brillaba al sol como el café tostado.

La llamó así no porque el nacimiento les hubiera colmado de alegría. Obviamente, hubieran deseado tener otro varón, ya que son más resistentes y de mayor utilidad para el trabajo. Hacía el número seis de sus hijos, y su madre era aún joven y fértil. Una buena esposa, que le llevaba cada día a su esposo la comida al campo, le lavaba los pies y se encargaba de traer el agua, preparar la cerveza, calentar la vivienda con boñiga seca y preparar las tortas de teff.

Cuando nació Yemeserach, las señales de la naturaleza daban a entender que la temporada de lluvia iba a ser larga en Kohla Diba, situada en la zona de Amhara, y eso resultaba un buen augurio. La familia poseía dos hectáreas de terreno; una parte, estaba plantada de café, que se vendía a un comerciante de Kohba; el resto, se dedicaba a pastos para las seis vacas, los dos bueyes y las trece cabras que eran, junto a dos decenas de gallinas, la verdadera riqueza de la familia.

No fue sin dolor que Yemeserach fue entregada a cambio de 2000 birr a un matrimonio de mercaderes affares que prometieron cuidarla y educarla como una hija. Estos la vendieron a un anciano de Addis Abeba, cristiano copto, que se creía descendiente del mismo rey Salomón, y que la educó en el conocimiento de la Biblia y que se jactaba de ser un zahorí infalible.

Yemesarach demostró ser muy lista, y, en particular, resultó tener una facultad especial para hacer predicciones. Adivinaba, con solo mirar a los ojos de su interlocutor, quién era buena o mala persona, y, sobre todo, tenía facultades para encontrar agua en el desierto, señalando el lugar en donde se podía hallar un líquido tan precioso, ayudándose de una vara de olivo.

Cuando alcanzó la edad de catorce años, Yemeserach se quedó embarazada sin que fuera capaz de explicar el fenómeno, y el anciano que la había cuidado, temiendo que le atribuyesen la paternidad, y velando por su buen nombre, la echó de casa.

-Eres una buena niña, y estoy muy satisfecho con tu aprendizaje, pero no puedo exponerme a la maledicencia. Eres inteligente y trabajadora, y sabrás cómo sobrevivir. Te regalo este libro sagrado, que perteneció a mis ancestros, y, cuando tengas necesidad, ábrelo al azar, y encontrarás la solución a lo que te aflija.

Y le entregó una Biblia, un hatillo con comida y leche, un vestido blanco de ceremonia y unas sandalias de repuesto para el camino. También le dio un beso en la frente.

Yemeserach, abandonó la casa en la que había vivido los últimos años, y se dirigió a la plaza principal de la ciudad, en donde tenía pensado ofrecerse como zahorí y sacar algún provecho de su facultad de distinguir a las buenas de las malas personas mirándolas a los ojos.

Mientras esperaba que alguien solicitara sus servicios, se comió la mitad de la torta que le había dado el anciano y se bebió la leche. Cuando estaba en esa ocupación, se le acercó un joven amhara y le preguntó qué hacía en ese lugar.

-No tengo dónde ir, porque el anciano que me cuidaba me echó de casa -contestó la niña.

-Si quieres, puedes venir conmigo. Pertenezco a un grupo de personas que estamos preparando una expedición para irnos hasta Europa, en donde esperamos salir de la miseria -explicó el nuevo compañero.

Yemeserach explicó que no tenía ningún dinero, y que solo poseía una Biblia y la facultad de conocer dónde había agua bajo tierra y cómo distinguir la bondad o maldad de las gentes.

-¿Y qué ves en mí? -curioseó el joven.

-Veo que eres una buena persona. Aunque, para saber qué hacer, debo consultar antes el libro sagrado en donde encontraré la dirección que debo tomar, porque lo que me propones es una aventura.

Diciendo esto, abrió la Biblia al azar y leyó en voz alta. Quiso la casualidad o el designio de Dios que lo hiciera en las páginas que corresponden al Cántico de Ana, la mujer de Elcana, en el libro de Samuel: “Es Yavé quien hace morir y vivir, hace bajar el sol y subir de él. Es Yavé quien empobrece y enriquece, humilla y exalta”.

-¿Qué quiere decir eso que lees? ¿Cómo interpretarlo? -habló, al cabo de un momento de silencio, el curioso joven amhara. La muchacha lo encontró también hermoso y fuerte.

-No lo sé exactamente -replicó Yemeserach-. Pero voy a ir con vosotros, y que sea lo que Dios quiera. Lavaré y cocinaré y buscaré hierbas y comida en el camino hacia esa Tierra Prometida.

Así fue como la niña embarazada se incorporó al grupo que pretendía llegar hasta Europa y, mientras caminaban por tierras secas o fértiles, avanzando, sin saberlo, sobre depósitos de gas, cobre y tántalo, y se protegían del sol y de las serpientes y de los alacranes, selló la amistad con aquel joven que pertenecía a su misma etnia, y que se llamaba Edel, que significa Suerte.

Edel le contó un cuento de un niño que todo lo entendía al revés, y Yemeserach lo escuchaba, una y otra vez, embelesada.

Al principio eran pocos, pero a medida que avanzaban se fueron integrando en la expedición cientos, y luego, miles de personas, y, después de caminar muchos kilómetros y pasar múltiples penalidades, amortiguadas por la facultad de Yemesarach para localizar agua en los desiertos y poder distinguir las buenas de las malas personas, llegaron a la orilla de un mar y una vez allí, se lanzaron al agua como si fueran lémures, ñus o cebras en migración.

Pocos sobrevivieron, pero aupándose los que quedaban sobre los cadáveres de los que iban cayendo, alcanzaron a pasar al otro lado, en donde se dispersaron como polvo del desierto movido por un viento persistente.

Entre los que lograron sobrevivir, estaban Yemeserach y su hijo, que ya tenía dos años, y al que, a propuesta de Edel, llamó Bantayehu, que significa Vi A Través De Tí. La patrulla que los recogió anotó que el único enser que llevaba la joven era una Biblia escrita en amáhrico, y que se encontraba en muy buen estado, y en la que había varios párrafos subrayados con un color rojo negruzco, como sangre seca, que era, en verdad, el líquido con el que habían sido destacados.

De Edel no se supo nada más.

Yemeserach, miraba en lo profundo de los ojos de todos cuantos encontraba, pero jamás dejó traslucir desde entonces si veía bondad o maldad en sus corazones.

FIN

(N.B. Este Cuento está escrito el día de la Hispanidad, 12 de octubre de 2013, festividad de todas las Pilares, y se lo dedico a la memoria de María de Villota, luchadora infatigable, hermosa por dentro y por fuera)

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: agua, amhara, amharico, angel arias, Bantayehu, cuentos de otoño, dedicatoria, edel, Etiopía, fortuna, María de Villota, sangre, Yavé, yemeserach, zahorí

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