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A la mierda la alta tecnología

23 octubre, 2016 By amarias 2 comentarios

gorriones-alimentando-a-sus-congeneres

Necesitamos, en media, 2.100 kcal diarias, unos más y otros menos. Los 6.000 millones de seres humanos sobre la Tierra, precisamos unos 12 billones (esto es, millones de millones, 10 exp 12) a diario para no encontrarnos desnutridos. En  la presentación del Indice Mundial del Hambre 2016, Bärbel Dieckmann, presidenta de la organización humanitaria alemana Welthungerhilfe, recordó que 795 millones de personas en el mundo,  todavía (la cifra tiene una ligera tendencia decreciente, de ahí el uso del adverbio de tiempo) padecen desnutrición.

Hay zonas en las que se están produciendo dramáticos desplazamientos de población, como consecuencia de las guerras y de la sequía, principalmente. En nuestro apacible reducto de comodidad seudo-intelectual y de minusvalías éticas, hemos puesto cuotas de refugiados a los que estamos dispuesto a acoger, y encerramos con diligencia, a la espera de no soy capaz de entender bien qué acontecer, en Centros de Internamiento, a aquellos insensatos con mala suerte que no han conseguido escapar de los controles de frontera, y que han llegado hasta aquí con su desnudez por único pasaporte.

Hemos leído con tranquilidad superlativa que China ha comprado 3 millones de Hectáreas al gobierno de Etiopía, para atender a las necesidades crecientes de su población, sin llegar a valorar el significado para un país en el que 13 millones de etíopes sufren crisis alimentaria. India, Japón y otros países más poderosos económicamente se están haciendo con las mejores tierras del cuerno de Africa, del Sahel y de otras zonas paupérrimas del continente africano. La apropiación de Israel de tierras palestinas, los avances de las urbanizaciones de élite sobre deltas y áreas agrícolas de sus propios países, tiene el mismo fundamento: aprovecharse de la debilidad del otro en beneficio despiadado propio.

No empece a esta situación de desequilibrio el que se nos indique, por serios estudios, que la Tierra tiene capacidad suficiente para alimentarnos a todos, y bien. Solo que las oportunidades, los medios económicos y la tecnología no están bien distribuidos. No hace falta, en realidad, movilizar grandes masas de capital. Tampoco alta tecnología.

Para poner en marcha bombas de baja potencia con las que extraer agua de los niveles freáticos poco profundos, para instalar baterías de alimentación solar capaces de abastecer autónomamente de electricidad a pequeñas poblaciones, para tender unos cuantos kilómetros de tubería de pvc con la que llevar agua a territorios yermos, para ilustrar sobre los cultivos más adecuados a las características de la tierra, para educar a los niños en el mejor conocimiento de cómo ayudar a su país dándoles capacidad para replicar a los hijos de los magnates que pudieron educarse en prestigiosas escuelas del exterior, para trasladar vacunas que erradiquen las enfermedades ya superadas  en Occidente o para dotar a hospitales básicos de medios elementales con los que elevar el nivel sanitario,…no hay que apelar a genios de la ingeniería, la medicina o la sociología. Hace falta solo el concurso de voluntades, la oferta real de medios humanos y materiales sobre el terreno.

Por eso, el título de mi Comentario. A la mierda la alta tecnología. Por supuesto, la creo imprescindible para avanzar como colectivo humano. La defiendo y he defendido con el rigor de que soy capaz. Pero, por razones éticas de las que no quiero desprenderme, tengo que lamentar que, mientras celebramos, por ejemplo, que la tecnología de móviles evidencia la potencia creativa de -como recordaban hace unos días en un programa científico-, al menos, veinte premios Nobel, no seamos capaces de atajar crueles conflictos, arrumbar a dictadores de sus injustos pedestales (no hace falta matarlos, ni menos provocar un conflicto), y, sobre todo, llevar la mínima tecnología y recursos a las zonas más pobres de la Tierra, para conseguir -no dentro de décadas, mañana- que nadie muera de hambre, que nadie sufra de desnutrición, que nadie perezca ni sufra por no haber sido asistido en su enfermedad, de la que se conoce cómo curarlo y hasta como prevenirla.

Se trata, en fin, de extender la capa de solidaridad sobre la Tierra, como un manto de protección ética contra nuestro exterminio como especie o contra la pérfida valoración de que el lugar de nacimiento o la clase social determinan el futuro del individuo. No debería haber duda en emplear lo que ya sabemos como especie,  -y basta empezar con lo más elemental para lo más urgente-, en recoger a los últimos de la fila, para que -mierda- sobrevivan.

Repito lo que ya escribí hace varios meses. El mugriento trapo con la frase “Refugees welcome”, que luce en el edificio central del Ayuntamiento de Madrid, me golpea el ánimo. Que lo quiten, por favor. Se me antoja una exhibición cruel de nuestro cinismo.


P.S. En el comedero de pájaros sobre el que tengo una visión privilegiada, un gorrión citadino alimenta a otro, con alta probabilidad, de la nidada de este año, mientras otros dos observan -una pareja- encaramados en el artilugio; parecen tutelar la operación. Dos aves más, una hembra y un juvenil, esperan su turno sin tomar su parte aún del apetitoso mejunge que el vecino ha puesto a la libre disposición del muestrario avícola de la zona.

Me resulta chocante que, a pesar de que el talludito juvenil tendría  acceso directo al alimento, siga recibiendo el cebado de quien supongo fue su progenitor, que, cumpliendo con un impulso natural, no duda en proporcionárselo. Alguna deficiencia, invisible para el ojo humano, debe detectar el adulto en la que fue su cría. Puede que solo desee estar seguro de que recibe la dosis de alimento precisa.

No actúa aquí el instinto de supervivencia propio, sino el cuidado del ajeno, esto es, de lo colectivo.

Publicado en: Actualidad Etiquetado como: China, Dieckmann, erradicación, Etiopía, gorrión, Hambre, mundo, refugees, solidaridad, welcome, Welthungerhilfe

Cuento de primavera: Políglota

19 abril, 2014 By amarias Deja un comentario

Su padre, español superdotado, era diplomático de carrera y había tenido destinos en las cuatro esquinas del planeta. Su madre, irlandesa. Por ahí, desde luego, le venían los primeros aires de las lenguas. Desde la tierna infancia, tuvo siempre dos institutrices: una alemana, que siguió al matrimonio en su andadura mundial, hasta que se cansó de tanto hacer maletas.

-Perdona la señora, pero mi se va de vuelta a Deutschland -le espetó, tan fresca, a su empleadora, una tarde que se le cruzaron por la cabeza los aires del Palatinado.

Pidió la cuenta, caló el sombrero hasta las cejas, y se fue en el primer tren que le llevara más al Norte. Estaban, a la sazón en Adis Abeba, de cónsules plenipotenciarios.

La otra institutriz era variante, pues siempre resultaba contratada entre las lugareñas. Cuando sucedió lo de Adis Abeba, la institutriz era una abisinia de ojos bellísimos, esbelta y ebúrnea como una escultura hecha por los dioses. Se llamaba Aznal-ló, que quiere decir “Lo siento”, aunque nunca explicó el porqué de ese nombre singular. Cuando entró al servicio de la casa, debía tener unos doce años; manifestó ser de religión cristiana ortodoxa, aunque pronto la sagacidad de la señora descubrió que era musulmana, porque solo comía pescado, que traían al mercado desde las costas de Eritrea. Estuvo los dos años del servicio consular con la familia, y tuvo tiempo de enseñarle al pequeño, amárico.

Con seis años, Tomás (también llamado Thomas), conocía a la perfección el español, el inglés, el irlandés, el ruso, el amárico, el árabe egipcio y el alemán (este último, con acento y expresiones hoch-deutsch).  Cuando a su padre lo trasladaron a Canton, como paso previo a hacerlo, por fin, embajador en Corea del Sur, la alegría que sintió fue inmensa:

-Así el pequeño Thomas aprenderá chino cantonés, lo que habrá de servirle en la vida de maravilla.

Lo aprendió, en efecto. Y también, el coreano, que no llegó, sin embargo, a dominar del todo, porque se le produjo una interferencia inexcusable con algunas vocales del mandarín. Pero se defendía perfectamente, en una conversación normal.

Su papá estaba orgulloso de la habilidad de su subproducto, para entonces, un muchachote regordete de trece años, aficionado en demasía a los dulces.

-Dí algo en amárico, Thomas -le sugería, por ejemplo, el ilusionado prócer, ante unos visitantes ilustres cualesquiera.

Y el jovencito, decía, obediente, Buenos días, Buenas tardes, Cómo está usted, o, si el respetable público sugería una frase compleja, la traducía sin tapujos, entre las sonrisas y aplausos, complacientes, -los de su padre-, y variables, -aunque casi nunca expresados con total sinceridad, los de los estupefactos asistentes a tal exhibición de logorrea-.

Siguió así la cosa y, ya imparable, a lo sabido se añadieron el italiano, el portugués, el francés y algo de griego. Cuando Thomas cumplió los diecinueve, era un diccionario viviente. Tenía la cabeza atiborrada con tantos vocablos, interconectados como las entradas de un glosario con múltiples entradas, que daba gusto verlo lanzarse por las equivalencias, como un campeón, salta que salta de la shi a la tsi, de la hache a la zseta.

-Que me pregunten, papá. Diles que me pregunten lo que quieran, porfa -apremiaba, como los équidos piafantes antes de la batalla, deslumbrados por el fulgor de lanzas y parapetos.

Entre tantas virtuosidades idiomáticas, tenía Thomas un problema. Al haber empleado inmenso tiempo en aprender cómo decir las cosas en más lenguas que las que pudieron coexistir entre los artesanos frustrados que huyeron de Babel, no tuvo instantes suficientes para dotar a la máquina de pensar con ideas que le sirvieran para expresarse de forma autónoma.

Era excelente para traducir, pero no se le ocurría nada de valor. Estaba, por así decirlo, hueco. Mondo y lirondo por dentro, aunque piloso por fuera. (Había adelgazado, sin embargo, físicamente, pues la mamá irlandesa lo había puesto a dieta rigurosa).

Si le faltaba quién le alimentara la tolva del magín con las frases que se le encargara verter a algún idioma, se atoraba. Hacía, puf, decía chorradas. Era, es obvio, un intérprete perfecto. Solo que su cerebro carecía de todo mobiliario interior, salvo las estanterías en donde se le almacenaban los diccionarios de las once lenguas que dominaba como los ángeles custodios.

Sí, ya se que el lector socarrón va a sugerirme que oriente a Thomas a la política, en donde no tendrá problemas. Pero esto es un cuento, no una historia veraz. Todo habría acabado mal, en éste, si no fuera porque encontró, casi al comienzo de la madurez física, su media naranja ideal.

Una joven ingeniosa, ilustrada en las cosas del hoy, ágil en la mente como una ardilla en sus árboles, que, por la gracia de Dios y el empeño de sus padres, había nacido en Aluche y estudiado periodismo; no sabía -aparte de cuatro cosas en inglés, mal pronunciadas- más que un magnífico español, no exento, eso sí, de giros burlescos, tonos coloquiales y modismos de calleja.

Formaron una pareja tan exquisita, estaban tan enamorados, que daba gusto verlos. Eran cosa de circo. Ella, que se llamaba Rosa, le aportaba pensamientos sutiles, le espetaba al oído retruécanos sugerentes como fontanas de Trevi o procesiones de encapuchados de Toledo, ideas aupadas sobre lo divino y lo humano, historias inventadas o pútridas alegorías urbanas, y el Thomas, obediente, los traducía de inmediato al italiano, al rumano, al chino mandarín, o al eritreo.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: Abisinia, alemán, amárico, cuento, cuento de primavera, eritreo, Etiopía, francés, idiomas, políglota

Cuento de otoño: Yemeserach y la tierra prometida

12 octubre, 2013 By amarias2013

Su padre le puso el nombre de Yemeserach, que significa Buenas Noticias. Era una niña hermosa, con la piel de un negro siena que brillaba al sol como el café tostado.

La llamó así no porque el nacimiento les hubiera colmado de alegría. Obviamente, hubieran deseado tener otro varón, ya que son más resistentes y de mayor utilidad para el trabajo. Hacía el número seis de sus hijos, y su madre era aún joven y fértil. Una buena esposa, que le llevaba cada día a su esposo la comida al campo, le lavaba los pies y se encargaba de traer el agua, preparar la cerveza, calentar la vivienda con boñiga seca y preparar las tortas de teff.

Cuando nació Yemeserach, las señales de la naturaleza daban a entender que la temporada de lluvia iba a ser larga en Kohla Diba, situada en la zona de Amhara, y eso resultaba un buen augurio. La familia poseía dos hectáreas de terreno; una parte, estaba plantada de café, que se vendía a un comerciante de Kohba; el resto, se dedicaba a pastos para las seis vacas, los dos bueyes y las trece cabras que eran, junto a dos decenas de gallinas, la verdadera riqueza de la familia.

No fue sin dolor que Yemeserach fue entregada a cambio de 2000 birr a un matrimonio de mercaderes affares que prometieron cuidarla y educarla como una hija. Estos la vendieron a un anciano de Addis Abeba, cristiano copto, que se creía descendiente del mismo rey Salomón, y que la educó en el conocimiento de la Biblia y que se jactaba de ser un zahorí infalible.

Yemesarach demostró ser muy lista, y, en particular, resultó tener una facultad especial para hacer predicciones. Adivinaba, con solo mirar a los ojos de su interlocutor, quién era buena o mala persona, y, sobre todo, tenía facultades para encontrar agua en el desierto, señalando el lugar en donde se podía hallar un líquido tan precioso, ayudándose de una vara de olivo.

Cuando alcanzó la edad de catorce años, Yemeserach se quedó embarazada sin que fuera capaz de explicar el fenómeno, y el anciano que la había cuidado, temiendo que le atribuyesen la paternidad, y velando por su buen nombre, la echó de casa.

-Eres una buena niña, y estoy muy satisfecho con tu aprendizaje, pero no puedo exponerme a la maledicencia. Eres inteligente y trabajadora, y sabrás cómo sobrevivir. Te regalo este libro sagrado, que perteneció a mis ancestros, y, cuando tengas necesidad, ábrelo al azar, y encontrarás la solución a lo que te aflija.

Y le entregó una Biblia, un hatillo con comida y leche, un vestido blanco de ceremonia y unas sandalias de repuesto para el camino. También le dio un beso en la frente.

Yemeserach, abandonó la casa en la que había vivido los últimos años, y se dirigió a la plaza principal de la ciudad, en donde tenía pensado ofrecerse como zahorí y sacar algún provecho de su facultad de distinguir a las buenas de las malas personas mirándolas a los ojos.

Mientras esperaba que alguien solicitara sus servicios, se comió la mitad de la torta que le había dado el anciano y se bebió la leche. Cuando estaba en esa ocupación, se le acercó un joven amhara y le preguntó qué hacía en ese lugar.

-No tengo dónde ir, porque el anciano que me cuidaba me echó de casa -contestó la niña.

-Si quieres, puedes venir conmigo. Pertenezco a un grupo de personas que estamos preparando una expedición para irnos hasta Europa, en donde esperamos salir de la miseria -explicó el nuevo compañero.

Yemeserach explicó que no tenía ningún dinero, y que solo poseía una Biblia y la facultad de conocer dónde había agua bajo tierra y cómo distinguir la bondad o maldad de las gentes.

-¿Y qué ves en mí? -curioseó el joven.

-Veo que eres una buena persona. Aunque, para saber qué hacer, debo consultar antes el libro sagrado en donde encontraré la dirección que debo tomar, porque lo que me propones es una aventura.

Diciendo esto, abrió la Biblia al azar y leyó en voz alta. Quiso la casualidad o el designio de Dios que lo hiciera en las páginas que corresponden al Cántico de Ana, la mujer de Elcana, en el libro de Samuel: “Es Yavé quien hace morir y vivir, hace bajar el sol y subir de él. Es Yavé quien empobrece y enriquece, humilla y exalta”.

-¿Qué quiere decir eso que lees? ¿Cómo interpretarlo? -habló, al cabo de un momento de silencio, el curioso joven amhara. La muchacha lo encontró también hermoso y fuerte.

-No lo sé exactamente -replicó Yemeserach-. Pero voy a ir con vosotros, y que sea lo que Dios quiera. Lavaré y cocinaré y buscaré hierbas y comida en el camino hacia esa Tierra Prometida.

Así fue como la niña embarazada se incorporó al grupo que pretendía llegar hasta Europa y, mientras caminaban por tierras secas o fértiles, avanzando, sin saberlo, sobre depósitos de gas, cobre y tántalo, y se protegían del sol y de las serpientes y de los alacranes, selló la amistad con aquel joven que pertenecía a su misma etnia, y que se llamaba Edel, que significa Suerte.

Edel le contó un cuento de un niño que todo lo entendía al revés, y Yemeserach lo escuchaba, una y otra vez, embelesada.

Al principio eran pocos, pero a medida que avanzaban se fueron integrando en la expedición cientos, y luego, miles de personas, y, después de caminar muchos kilómetros y pasar múltiples penalidades, amortiguadas por la facultad de Yemesarach para localizar agua en los desiertos y poder distinguir las buenas de las malas personas, llegaron a la orilla de un mar y una vez allí, se lanzaron al agua como si fueran lémures, ñus o cebras en migración.

Pocos sobrevivieron, pero aupándose los que quedaban sobre los cadáveres de los que iban cayendo, alcanzaron a pasar al otro lado, en donde se dispersaron como polvo del desierto movido por un viento persistente.

Entre los que lograron sobrevivir, estaban Yemeserach y su hijo, que ya tenía dos años, y al que, a propuesta de Edel, llamó Bantayehu, que significa Vi A Través De Tí. La patrulla que los recogió anotó que el único enser que llevaba la joven era una Biblia escrita en amáhrico, y que se encontraba en muy buen estado, y en la que había varios párrafos subrayados con un color rojo negruzco, como sangre seca, que era, en verdad, el líquido con el que habían sido destacados.

De Edel no se supo nada más.

Yemeserach, miraba en lo profundo de los ojos de todos cuantos encontraba, pero jamás dejó traslucir desde entonces si veía bondad o maldad en sus corazones.

FIN

(N.B. Este Cuento está escrito el día de la Hispanidad, 12 de octubre de 2013, festividad de todas las Pilares, y se lo dedico a la memoria de María de Villota, luchadora infatigable, hermosa por dentro y por fuera)

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: agua, amhara, amharico, angel arias, Bantayehu, cuentos de otoño, dedicatoria, edel, Etiopía, fortuna, María de Villota, sangre, Yavé, yemeserach, zahorí

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