Necesitamos, en media, 2.100 kcal diarias, unos más y otros menos. Los 6.000 millones de seres humanos sobre la Tierra, precisamos unos 12 billones (esto es, millones de millones, 10 exp 12) a diario para no encontrarnos desnutridos. En la presentación del Indice Mundial del Hambre 2016, Bärbel Dieckmann, presidenta de la organización humanitaria alemana Welthungerhilfe, recordó que 795 millones de personas en el mundo, todavía (la cifra tiene una ligera tendencia decreciente, de ahí el uso del adverbio de tiempo) padecen desnutrición.
Hay zonas en las que se están produciendo dramáticos desplazamientos de población, como consecuencia de las guerras y de la sequía, principalmente. En nuestro apacible reducto de comodidad seudo-intelectual y de minusvalías éticas, hemos puesto cuotas de refugiados a los que estamos dispuesto a acoger, y encerramos con diligencia, a la espera de no soy capaz de entender bien qué acontecer, en Centros de Internamiento, a aquellos insensatos con mala suerte que no han conseguido escapar de los controles de frontera, y que han llegado hasta aquí con su desnudez por único pasaporte.
Hemos leído con tranquilidad superlativa que China ha comprado 3 millones de Hectáreas al gobierno de Etiopía, para atender a las necesidades crecientes de su población, sin llegar a valorar el significado para un país en el que 13 millones de etíopes sufren crisis alimentaria. India, Japón y otros países más poderosos económicamente se están haciendo con las mejores tierras del cuerno de Africa, del Sahel y de otras zonas paupérrimas del continente africano. La apropiación de Israel de tierras palestinas, los avances de las urbanizaciones de élite sobre deltas y áreas agrícolas de sus propios países, tiene el mismo fundamento: aprovecharse de la debilidad del otro en beneficio despiadado propio.
No empece a esta situación de desequilibrio el que se nos indique, por serios estudios, que la Tierra tiene capacidad suficiente para alimentarnos a todos, y bien. Solo que las oportunidades, los medios económicos y la tecnología no están bien distribuidos. No hace falta, en realidad, movilizar grandes masas de capital. Tampoco alta tecnología.
Para poner en marcha bombas de baja potencia con las que extraer agua de los niveles freáticos poco profundos, para instalar baterías de alimentación solar capaces de abastecer autónomamente de electricidad a pequeñas poblaciones, para tender unos cuantos kilómetros de tubería de pvc con la que llevar agua a territorios yermos, para ilustrar sobre los cultivos más adecuados a las características de la tierra, para educar a los niños en el mejor conocimiento de cómo ayudar a su país dándoles capacidad para replicar a los hijos de los magnates que pudieron educarse en prestigiosas escuelas del exterior, para trasladar vacunas que erradiquen las enfermedades ya superadas en Occidente o para dotar a hospitales básicos de medios elementales con los que elevar el nivel sanitario,…no hay que apelar a genios de la ingeniería, la medicina o la sociología. Hace falta solo el concurso de voluntades, la oferta real de medios humanos y materiales sobre el terreno.
Por eso, el título de mi Comentario. A la mierda la alta tecnología. Por supuesto, la creo imprescindible para avanzar como colectivo humano. La defiendo y he defendido con el rigor de que soy capaz. Pero, por razones éticas de las que no quiero desprenderme, tengo que lamentar que, mientras celebramos, por ejemplo, que la tecnología de móviles evidencia la potencia creativa de -como recordaban hace unos días en un programa científico-, al menos, veinte premios Nobel, no seamos capaces de atajar crueles conflictos, arrumbar a dictadores de sus injustos pedestales (no hace falta matarlos, ni menos provocar un conflicto), y, sobre todo, llevar la mínima tecnología y recursos a las zonas más pobres de la Tierra, para conseguir -no dentro de décadas, mañana- que nadie muera de hambre, que nadie sufra de desnutrición, que nadie perezca ni sufra por no haber sido asistido en su enfermedad, de la que se conoce cómo curarlo y hasta como prevenirla.
Se trata, en fin, de extender la capa de solidaridad sobre la Tierra, como un manto de protección ética contra nuestro exterminio como especie o contra la pérfida valoración de que el lugar de nacimiento o la clase social determinan el futuro del individuo. No debería haber duda en emplear lo que ya sabemos como especie, -y basta empezar con lo más elemental para lo más urgente-, en recoger a los últimos de la fila, para que -mierda- sobrevivan.
Repito lo que ya escribí hace varios meses. El mugriento trapo con la frase “Refugees welcome”, que luce en el edificio central del Ayuntamiento de Madrid, me golpea el ánimo. Que lo quiten, por favor. Se me antoja una exhibición cruel de nuestro cinismo.
P.S. En el comedero de pájaros sobre el que tengo una visión privilegiada, un gorrión citadino alimenta a otro, con alta probabilidad, de la nidada de este año, mientras otros dos observan -una pareja- encaramados en el artilugio; parecen tutelar la operación. Dos aves más, una hembra y un juvenil, esperan su turno sin tomar su parte aún del apetitoso mejunge que el vecino ha puesto a la libre disposición del muestrario avícola de la zona.
Me resulta chocante que, a pesar de que el talludito juvenil tendría acceso directo al alimento, siga recibiendo el cebado de quien supongo fue su progenitor, que, cumpliendo con un impulso natural, no duda en proporcionárselo. Alguna deficiencia, invisible para el ojo humano, debe detectar el adulto en la que fue su cría. Puede que solo desee estar seguro de que recibe la dosis de alimento precisa.
No actúa aquí el instinto de supervivencia propio, sino el cuidado del ajeno, esto es, de lo colectivo.