Como el resto de europeos afectados por la pejiguera del coronavirus, estoy alarmado. El 12 de marzo de 2020 (ayer) pasé el día escuchando noticias versando sobre este diminuto pasajero de nuestra nave cósmica, leí varios periódicos, me sumergí en múltiples cifras, comparaciones y proyecciones temporales de indocumentados, consejos y arrebatos verbales desde varias esquinas de la web global y el resultado final es que me intoxiqué.
Tengo una intoxicación media, que no necesita tratamiento por ahora, pero que puede acabar necesitándolo si continúa la escalada de despropósitos, enmiendas y recomendaciones de primero de parvulario inmunológico. Por eso, desde el mismo principio de este Comentario, aclaro que no voy a escribir sobre pandemia, sino sobre filosofía. Sobre filosofía vital, sobre ética, al fin y al cabo.
Si alguien prefiere estar conectado a la red verdaderamente viral, seguir atendiendo con creciente espanto a las cifras que ilustran con desmedido plácet el aumento de infectados, fallecidos, las previsiones de atascos hospitalarios, las premoniciones de subid al Armageddon, y quiere compartir las angustias de pacientes e impacientes, remojarse en rencillas entre partidos políticos exacerbadas por la tóxica oportunidad de criticar al que está en el gobierno, como cabría suponer, desbordado por las circunstancias imprevistas, adelante.
Le sugiero que busque otro lugar donde excitar su nerviosismo, replicar su miedo, aumentar su intranquilidad a base de profundizar en la ignorancia colectiva de cómo vérselas con un alienígena del que aún no conocemos su identidad, aunque le hayamos puesto nombre y que no sabemos aún cómo tratar, aunque haya miles de prestigiosos centros de investigación farmacológica, inmunológica y epidemiológica, quemándose las pestañas en una carrera loca contra el mal.
La filosofía que estoy inyectándome es la del estoicismo, y reconozco que he tomado las dosis básicas de un libro magnífico que, si no estuvieran cerradas las bibliotecas, aconsejaría aplicar de inmediato a los cerebros más calentados por la intoxicación: “Cómo ser un estoico” (Editorial Ariel) , del que es autor Massimo Pigliucci. Este filósofo italiano explica, en un lenguaje lleno de sentido común e inteligencia práctica, las consecuencias de sus hipotéticas conversaciones con Epicteto, uno de los maestros de estoicismo.
Utilicemos con inteligencia y prodigalidad lo que tenemos ahora, sin preocuparnos por el pasado y, sobre todo, sin que nuestros temores del ahora nos impidan razonar para lograr un futuro mejor, más solidario y eficiente. Y, si a pesar de nuestros mejores esfuerzos, no consiguiéramos nuestro propósito, no nos atormentemos: al fin y al cabo, somos solamente un corpúsculo insignificante en un inmenso magma de materia y energía del que seguimos ignorando casi todo.
Van dos muestras de la sabiduría de Epicteto pasada por la exprimidora jugosa de Pigliucci: “Deberíamos pasar por la vida igual que los generales romanos durante la celebración oficial de los triunfos en la Ciudad Eterna: co alguien que susurra continuamente en nuestro oído “Memento, homo” (Recuerda, hombre) ” (pág. 198). “(…) debemos plantear como objetivo algo que esté realmente en nuestro poder y que ni siquiera el destino nos pueda robar: jugar el mejor partido que podamos, sin importar el resultado, o recuperar el mejor dossier de promoción posible antes de que se tome la decisión” (pág, 202)”. A esa última actitud filosófica la denomina Epicteto-Pigliucci: “Cláusula de reserva”.
Mi cláusula de reserva personal ante esta situación magmática, en la que todo parece apuntar a la responsabilidad hacia el pobre chino que se comió el pangolín (figura metafórica donde las halla), miremos al dedo de nuestra propia incapacidad para entendernos sin odios, ser solidarios sin mentiras, apoyar a tiempo la creación científica y técnica y reconocer que la globalización no supone beneficiar más a unos pocos para exprimir mejor a los que tienen menos (o mucho menos) , ni favorecer la implantación de individualismos miserables como defensa mezquina de nuestra pretendida superioridad.
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(¡Ah! El dibujo corresponde a una de las láminas que incorporé a mi libro Sonetos desde el Hospital. El repartidor de cristales, es su título.
Como se han suprimido las presentaciones de Madrid y Avilés, para las que había reservado algunos ejemplares, si alguien desea adquirirlos, puedo enviárselos si se utiliza la conexión segura que incorporé a varios de mis Comentarios en este blog. Si estás interesado, no dudo que la encuentras buceando en mis pasadas entradas. Tenemos tiempo, …)