Cerca de cumplirse los 19 años de la emboscada contra ocho agentes de inteligencia pertenecientes a las fuerzas españolas desplazadas en Irak, la plataforma Movistar Plus ha lanzado la emisión de cuatro episodios que recuperan, de forma gráfica y con entrevistas y declaraciones de algunos de los que tuvieron papel en la historia real, aquel hecho que conmovió a la opinión pública, al mismo tiempo que sirvió para poner en cuestión el funcionamiento de los servicios más secretos del CNI.
La serie televisiva, firmada como directora por Fátima Lianes, es visible desde principios de este octubre de 2022 y está obteniendo la lógica atención, siendo objeto de múltiples comentarios, en buena parte elogiosos, aunque ha servido también para revisar críticamente las incongruencias o vacíos de la versión oficial.
Para los menos ilustrados, habrá que poner en contexto que el contingente de 1.300 militares españoles que se encontraban en Irak, respondía al acuerdo entre el presidente José María Aznar con el norteamericano Bush jr. y el británico Blair, de invadir Irak para derrocar a Sadam Hussein, presunto apoyo de Bin Laden, el cerebro terrorista del atentado de las Torres Gemelas (11 de septiembre de 2001), y del que se tenía la certeza de que estaba fabricando, secretamente, armas de destrucción masiva. La acción militar se llevó a cabo el 20 de marzo de 2003 y la operación de conquista y derrota al régimen propició una guerra fugaz que, al día de hoy, se reconoce sin vencedores ni vencidos.
Como se supo luego, ni el arsenal nuclear, ni las fábricas de sustancias químicas letales fueron halladas. Desmantelado el régimen de Sadam, disuelta su policía secreta y guardia pretoriana, Irak entró de inmediato en una peligrosa espiral de inseguridad y violencia, en la que los antiguos miembros de la Mukhabarat, aún armados y con buenos contactos, formaron un frente sinuoso de resistencia contra la ocupación, descoordinado, heterogéneo y centrado en acciones terroristas. La tensión entre los suníes (la facción islámica a la que pertenecía el dictador derrocado) y los chiítas (la mayoría oprimida hasta entonces) contribuía a completar un fondo de inmensa inestabilidad.
He visto con interés la serie, que despertó nuevamente mi curiosidad hacia el mejor entendimiento de lo que pudo haber sucedido. Existía a disposición del guion un amplio material, en parte elaborado con intención periodística, y no faltaban libros novelados sobre los hechos de los que se ocupa, compitiendo con la versión del Ministerio y del propio CNI.
Por encima de la narración factual, más allá del análisis político o de la revisión de los procedimientos de la inteligencia a que dio lugar el atentado, me encontraba ante el atractivo de conocer mejor los perfiles individuales de los ocho agentes españoles, servidores del Estado y comprobar si la serie había sido capaz de trasladar la emotividad y el dramatismo del momento vivido por aquellos militares, enviados a Irak en funciones de espionaje.
Ocho hombres a los que veía defendiéndose a la desesperada de un ataque por sorpresa que iba segando sus vidas sin capacidad suficiente de respuesta por su parte. No podía tampoco ignorar que tenían familia, esposa, padres, hijos. … que, dada la índole de su trabajo, podrían haber estado ignorando el riesgo que corrían, hasta que su asesinato saltó a las páginas de la actualidad más cruel e inocultable.
Los ocho agentes pertenecían a dos grupos operativos, que se repartían entre los dos destacamentos españoles (Diwaniya y Nayaf) en Irak. Cuatro terminaban su misión y otros tantos les sustituirían. Los comandantes Carlos Baró y Alberto Martínez abandonaban Irak y los también comandantes José Carlos Rodriguez y José Ramón Merino ocuparían su lugar, junto a los subalternos designados. Alfonso Vega, José Manuel Martínez, Luis Ignacio Zanón y José Lucas Egea completaban así la relación de agentes, todos ellos militares al servicio de la inteligencia.
Aquel día, volviendo de Bagdad después del almuerzo, los integrantes de la expedición se ubicaron en sendos coches en relación con el que era su lugar de destino.
Alberto Martínez, asturiano de Pravia, comandante de caballería, conducía uno de los vehículos. Había vuelto a Irak después de una estancia anterior, situación que le hacía ser conocido por la resistencia y, por ello, seguramente especialmente vulnerable. Pero tenía cualidades que lo hacían insustituible: tenía valiosos contactos, conocía el país y tenía la dosis de inteligencia e independencia que son seña apreciada de un agente que tiene bien asumido que afrontar el peligro con determinación y astucia forma parte de su trabajo.
Sabía Martínez especialmente el riesgo que corría: José Antonio Bernal, su compañero en la misión anterior había sido asesinado en octubre, al salir del piso franco en donde vivía camuflado.
Todos los que se encontraban entonces en Irak eran conscientes de que encontrarse en aquel país no era cómodo ni una misión sencilla. Especialmente para los que tenían que hacer de espías, con la misión especial de proteger a los militares desplazados allí, en un territorio que estaba lejos de ser pacífico. Otro hecho dramático se sumaba a la tensión: el 21 de agosto de ese mismo año de 2003, el capitán de navío Manuel Martín-Oar -hermano de mi amigo Asís, director gerente entonces del Instituto de Ingeniería-, había fallecido, víctima de un atentado contra la sede de las Naciones Unidas en Bagdad.
Yo había leído el libro de Fernando Rueda (Destrucción Masiva, nuestro hombre en Bagdad, 2020, Roca Editorial), un relato novelado que estira lo que intuyó a partir de los comunicados oficiales, fuentes paralelas e imaginación suficiente para darle contenido dramático.
Tengo ahora también a la vista el número 190 de la Revista Española de Defensa, de diciembre de 2003, con el llamado “Relato del ataque terrorista” (y, en otra sección, la exposición de la detención de los presuntos autores de la emboscada, …cuya responsabilidad nunca se conseguiría probar).
La serie reconstruye con credibilidad el suceso clave, con actores y efectos especiales, en los áridos terrenos de Almería. El 29 de noviembre de 2003, sábado, los dos comandos de espías españoles que coincidían entonces en Irak -los cuatro que sustituirían a los que estaban a punto de terminar su misión y éstos mismos- fueron atacados cuando volvían a sus bases, después de visitar en Bagdad a algunos de los contactos y autoridades que debían ser enterados del relevo para seguir manteniendo sus enlaces. Vestidos de paisano, viajando en coches sin ningún indicativo, sin blindaje; nada hacía prever que sería atacados. Por ello, no disponían de armamento adecuado para repeler una agresión sorpresa, instrumentada por un grupo numeroso y con armas de mayor calibre y potencia.
La versión oficial, acogida en la serie, se reafirma en que el ataque fue objetivo de oportunidad, y que los terroristas que acribillaron a balazos a los agentes no sabían quiénes eran, en verdad, los ocupantes de los dos automóviles.
Murieron siete agentes en el ataque. Dos de ellos, de inmediato: los conductores de ambos vehículos, Alberto Martínez y Alfonso Vega. Otros dos resultaron gravemente heridos, José Carlos Rodríguez y José Lucas, por lo que quedaron inutilizados para la defensa. Fueron veinte minutos, quizá un máximo de media hora, en el que los cuatro supervivientes (Merino y Zanón que viajaban en el Nissan y Baró y Sánchez Riera que se desplazaban en el Chevrolet) devolvieron el fuego mortal con sus armas de corto alcance mientras estaban vivos y les quedaron las mínimas fuerzas.
Me tengo que imaginar al comandante Baró, el más entrenado de todos los agentes por su experiencia militar anterior, tomando decisiones instantáneas. Ante todo, contactar con las Bases para pedir ayuda y, cuando advirtió que no contestaban, llamar a su supervisor en Madrid, para darle las coordenadas del GPS. Supongo que ordenó al telegrafista del equipo, José Manuel Sánchez Riera, que lo intentara sin descanso. Es escalofriante oir en la serie a Miguel Calleja (coordinador de la misión Irak en el CNI) repetir emocionado lo que oyó cuando recibió la llamada de Carlos Baró en la que le comunicaba que estaban siendo atacados y reconocer que la señal se cortó cuando iba a darle las coordenadas GPSS después del sonido “ta-ta-ta” de una ametralladora.
La desgracia de la muerte de siete de los agentes en una emboscada que nunca debió producirse ha abierto a la especulación varias hipótesis. La posibilidad de una delación, por la dependencia de los intérpretes y traductores locales para moverse por Irak de los espías españoles, dado su insuficiente conocimiento del idioma árabe, es una de las hipótesis que no pudo ser probada, aunque se arrestó a decenas de personas y se acusó directamente a uno de los intérpretes, que fue entregado al gobierno norteamericano y estuvo prisionero durante un año sin que se consiguiera otra cosa que revalidar su inocencia.
Queda sin despejar la incógnita acerca de las consecuencias del riesgo evidente de tener que comprar voluntades e información, penetrando con cautela pero con determinación en el complejo entramado de la sociedad iraquí, siempre opaca, recelosa entonces especialmente contra la ocupación extranjera. La valiosa red de contactos tejida por los espías españoles, prestigiada también por el mando conjunto norteamericano-españoll tenía, obviamente, nudos de debilidad y riesgo.
La serie dedica el primer capítulo a la memoria de Alberto, cuyo atractivo como elemento con proyección mediática es indudable. Por la recreación del atentado, en la que es clave, por supuesto, la declaración del único superviviente, se sabe que Alberto falleció el primero, abatido por los insurgentes que apuntaron, ante todo, a los conductores de los vehículos de los espías, disparándoles por el flanco izquierdo.
El protagonismo de la defensa al ataque y la coordinación de las acciones de los miembros aún vivos correspondió entonces al comandante Carlos Baró Ollero, y en la media hora siguiente actuó con la decisión y el heroísmo que pone a prueba a los mejores y que no se improvisa. Es la consecuencia de una vocación de servicio, de la preparación para responder ante una emergencia y de la generosidad que es patrimonio de los elegidos. Todos cuantos coincidieron con él en sus variadas misiones (en la Legión, como paracaidista, en Bosnia-Herzegovina,…) hablan de su capacidad para ser líder, para mandar desde el primer sitio del peligro, para actuar de ejemplo para todos.
Le gustaba a Carlos Baró escribir, leer y, también, la música. Los media se han detenido en la anécdota de que escuchaba a Joaquin Sabina, del que era admirador. Se ha publicado una carta, de las varias que supongo escribió desde su destino en Irak, donde queda reflejado su facilidad para contar, su ironía y la seriedad y compromiso con su trabajo.
Mi amigo Miguel Silva me muestra un artículo de ABC de 2018 en el que se afirma que Baró pudo ponerse a salvo, pero renunció a abandonar a sus compañeros heridos. Alrededor de su cadáver, recuperado finalmente por militares norteamericanos se encontraron decenas de casquillos. Cuando unos días después del atentado, traídos a España, los féretros con los cuerpos de los militares, al acabar la ceremonia religiosa y de reconocimiento a quienes habían dado sus vidas por cumplir la misión que se les había encomendado hasta sus últimas consecuencias, fueron desplazados al crematorio, el de Baró fue alzado por sus compañeros de la Legión, mientras se oía el himno “Soy valiente y leal legionario, soy soldado de brava Legión. Pesa en mi alma doliente Calvario que en el fuego halla redención. Mi divisa no conoce el miedo…”
El 13 de diciembre de 2003 se descubrió el escondite de Sadam Husein en los alrededores de Tikrit. No se dijo nunca, pero hay algunas razones para imaginar que los espías españoles, gracias a su habilidad en camuflarse entre la población, fueron claves para descubrir su escondrijo. Y puede que esto se encuentre entre los velos del misterio que costaría la vida de los comandantes Alberto y Carlos y de los otros cinco miembros que estaban a las órdenes de lo que el destino les dispuso.
El telegrafista José Manuel Sánchez Riera vivió para contarlo. Recibió la orden de Baró de salir del atolladero y buscar ayuda, ante la imposibilidad de contactar utilizando los Thuraya con la Base o la central del CNI. Le salvó, cuando una turba estaba punto de lincharlo, el beso de un principal chiita que salía de una mezquita, de realizar los rezos del Ramadán. No tenemos otra versión, aunque la imaginación de quienes se adentraron en el conocimiento de la historia no parece haber dejado de trabajar desde entonces.
Insha’Alla, si Dios lo quiere, si así está escrito por la fatalidad, la casualidad o el deseo de venganza…Quién soy yo para meter mis narices en la historia de estos héroes y cualificar sus últimos momentos o su trayectoria anterior, en lo que ya está convertido en una serie de acción, en la que no faltan, junto a su memoria, villanos, aparecen ausencias, se suscitan misterios y se evidencia el valor de algunos silencios.
Para todos ellos, mi admiración, mi respeto, mi afecto y condolencias para sus familias que, doy por seguro, vivirán para siempre con la imaginación volcada a desentrañar los últimos momentos de los que tanto quisieron.
¡Presentes!
P.S. Agradezco los numerosos e importantes Comentarios que se incorporan a esta Entrada, y que me llenan de satisfacción. De entre todos, me permito llamar la atención, por su gran valor testimonial, del Comentario de Miguel Andrés Pardo (Miguel Calleja en la serie), que era la persona de contacto para Carlos Baró y que recibió la llamada de petición de ayuda cuando los militares-espías estaban siendo atacados. La información que recogió del único superviviente, José Manuel Sánchez, y que incorpora a su Comentario, con un excepcional valor documental, complementa con gran fuerza descriptiva y emoción, mi relato. Vaya, pues, mi especial agradecimiento a Miguel Pardo por este regalo especial que, por mediación de este blog, hace a todos los lectores y, en un sentimiento que comparto, significadamente, a los familiares de los héroes asesinados.
Anexos
Mural que estaba en Besmayah, según describe en su blog el coronel Pedro Erice; hoy en el patio de armas de Montejaque, Ronda
Monumento en la sede central del CNI con nueve llamas que honra la memoria de los nueve héroes que “dieron su vida por defender intereses de España y los españoles”