Si destacaba a simple vista por algo de entre sus compañeros, era por ser el más feo. Corto de estatura, demasiado gordo y fofo, pelo largo grasiento (con permanente aspecto sucio). Además, olía mal: sus glándulas sebáceas mantenían una secreción incontrolable, apestosa.
Se llamaba Anastasio Plínton, pero en la Universidad lo conocían como Platonín, por su afición a elucubrar.
Todas estas características negativas no le impedían sostener un interés general por todo el sexo femenino, ofreciendo un espectáculo más bien lamentable. Perseguía a sus colegas de clase de Filosofía con un encono admirable, tratando de seducirlas con la única arma que controlaba: su capacidad intelectual.
Se consideraba sin duda, el más inteligente de su grupo.
Aunque no los conocía a todos, estaba persuadido de ser el más listo de toda la Facultad. Puede que incluso fuera una de las personas más inteligentes de su generación, si es que se pudiera realizar una prueba comparada de los coeficientes intelectuales que resultara objetivamente neutral.
-He estado pensando toda la noche en mi teoría general -era, por ejemplo, la manera que había elegido aquel día para acercarse a Lolita Preciosa, una morena jacarandosa, que tomaba apuntes de Historia de los Pensamientos Frustrados en una libreta con las tapas ilustradas con fotos de Ricky Mortesten, el capitán de la selección de rugby de Malagascar.
-¿Y? ¿Has conseguido con ello aliviar tu tensión sexual? -podía ser la observación pertinente/impertinente de la señorita Preciosa, mientras se cambiaba de sitio, sentándose en un banco varias filas atrás, dejando tras sí un hálito a agua de colonia bendecida por sus hormonas.
Por esta razón y otras similares, conducido de la mano por su obsesión de desechar las opciones menores, dado el escaso tiempo disponible en una vida humana para llegar a conclusiones, Platonín no perdía el tiempo entablando conversación con sus colegas masculinos.
En verdad, lo perdía pretendiendo captar la atención de sus jóvenes compañeras, porque estaba convencido de que para la excitación intelectual de las terminaciones neurológicas que discurren por el cerebro, se precisa contar con estímulos sexuales, y, cuanto más intensos sean éstos, mejor.
Poco a poco, sin embargo, Platonín parecía estar consiguiendo perfeccionar su teoría general del orbe, a pesar de las antedichas limitaciones conductuales. Así lo había anunciado varias veces a lo largo del curso, a sus admiradas, sin que ninguna le prestara la menor atención.
A Marisa Tabernáculo le contó que estaba poniendo por escrito sus conclusiones, blanco sobre negro, pé sobre pá, como suele decirse, para que sirviera de guía con la que encontrar la salida del cosmos, el agujero de la eterna sabiduría.
-He descubierto algo muy curioso. Cuanto más avanzo en el saber, menos ideas necesitaba para expresarlo. Por eso, las quinientas páginas de que constaba mi teoría, en este momento, las tengo reducidas a cientoventisiete.
Si la señorita Tabernáculo le hubiera dedicado un minuto, solo un minuto, durante las semanas siguientes, habría podido enterarse de que el número de páginas con las que Platonín trataba de expresar su teoría se reducía a pasos agigantados.
-En este momento, trabajo en solo diez páginas -contó un orgulloso Anastasio Plínton a una displicente Merche Parodontosia, algunas quincenas más tarde.
Nadie pudo contrastar la poderosa construcción intelectual, porque no hubo ocasión de conocer ese documento que tan velozmente adelgazaba su espesor, mientras (todo hay que decirlo) Platonín engordaba.
Para sorpresa de algunos, Platonín no pudo terminar la carrera de Filosofía, que tan brillantemente había comenzado (había obtenido dos Matrícula de Honor, sin necesidad de examinarse, por asistencias, preguntas pertinentes y puntos de buena conducta, respectivamente, en Las Construcciones Subliminales Espinocianas y en Pensamiento Colateral Restringido).
Cuando se estaba ya a punto de convocar los exámenes finales, entró en una profunda depresión, desapareciendo de las aulas. El rumor era que su tensión por saberlo todo lo había conducido a La Cadellada, manicomio local del que, como se conoció años más tarde, no consiguió salir más que con los pies por delante.
Nadie pudo valorar, pues, las conclusiones del pobre recluído (diagnosticado, como tantos otros que confiaron excesivamente en sus propias posibilidades, del mal de “haberse pasado” -pasóse, como dicen en Asturias-; en este caso, por su extema dedicación a las redes de la filosofía).
Por casualidad, hojeando el otro día los libros más polvorientos de la Biblioteca de la Facultad (cuyo nombre actual es, para ser exactos, Universidad del Pensamiento Unico Polivalente), con la intención de preparar unas lecciones sobre La Autosuperación de los Déficit Cognoscitivos, que estoy invitado a pronunciar en la Universidad Internacional de Sama de Langreo, encontré en uno de ellos una hoja plegada por su mitad.
Estaba escrita a máquina, y en los caracteres tipográficos reconocí, sin posibilidad de confusión, la manufactura de Anastasio Plínton, porque todas las eñes tenían la tilde primorosamente superpuesta a mano, debido a que el frustrado filósofo todo lo escribía con una máquina alemana que perteneciera a su abuelo, y que éste había comprado en Leipzig a un violinista.
Sin que nadie lo advirtiera, asombrado de la intensidad que me provocó su lectura, bastante asustado, recogí el papel, y lo introduje al desgaire en mi mochila campera, ahí junto a la fiambrera con el sándwich de queso y anchoas y la manzana reineta que llevaba aquella mañana para el almuerzo, que suelo tomar en los bancos del Paseo de los Patos, en el Campo de San Francisco.
Lo guardo, como oro en paño, entre mis documentos más preciados: las cartas de amor que intercambié con Lolita Preciosa, el recorte de un periódico en el que se reseñó mi primera conferencia sobre las Cosas que Verdaderamente Interesan Y Las Que Tampoco, y una colección de noticias curiosas, que espero poder ordenar algún día.
Quién lo hubiera dicho de Platonín. Todos hubiéramos jurado que estaba loco.
FIN