Intuyo que al lector le sucederá como a mí: hay mucho ruido y no se puede trabajar tranquilo.
Trata uno de concentrarse en la mejor manera de sacar alguno de los temas pendientes adelante y, de pronto, le interrumpe el estruendo de alguien que lanza un petardo en la calle de las ideas de reforma pacífica. Por las noches, las comunidades de Malpensantes y Acertaréis organizan fiestas multitudinarias en el barrio, en las que se reparten gratis bocadillos de destrozos y se bebe sangre fresca de incautos y malditos. Han soltado animales salvajes sobre los parterres de pensamientos bientencionados que las autoridades acababan de plantar con nuestros dineros.
Imposible no dejar de pensar qué habrá pasado con los antiguos colegas de tertulia, respetados vecinos del ideario voluntarista y de las cruzadas por la economía global, que tomaban café dejando siempre un último sorbo como señal para que el camarero no les retirase la taza de la mesa. En el espacio que ocupábamos, unos energúmenos con permiso caducado se han puesto a trabajar con sierras metálicas, seccionando sin encomendarse a dios ni al diablo varias vigas constitucionales, empeñados en hacer una reforma social total, que pagarán, según dicen, con creces, futuras generaciones.
Cada día se produce el estallido de alguna verdad de las que teníamos apuntaladas -hay que reconocerlo- con acuerdos de fantasía, pero el conjunto resistía y bajo ellas se cobijaban cientos de miles de familias. Como esos edificios muy viejos de los cascos antiguos de las ciudades, que se apoyan unos en otros sin caerse, como han hecho durante siglos, hasta que un constructor moderno, con planos de arquitecto y cálculos precisos de estructuras con medios informáticos, toca un solo ladrillo del solar vecino, y se vienen abajo, rindiéndose de pronto a la evidencia de que no les correspondía estar en pie, que su correcta posición es la de desplomados en el suelo.
Los abogados recurrimos de vez en cuando al argumento que recoge la expresión latina rebus sic stantibus (“mientras permanezcan asi las cosas”), para expresar que, si no se modifican -sustancialmente, habría que precisar- los elementos de la situación actual, se mantiene la validez de lo expresado en el contrato o en la exposición razonada.
Está también el respeto debido al status quo, que es la situación actual que presupone, por su propia existencia, la existencia de un equilibrio, algo admitido por todos, al menos, hasta ahí.
Pues bien: aunque tengo la cabeza inflada de las interferencias provocadas por este tropel de malas noticias que se lanzan continuamente, como langostas de una plaga bíblica, contra mis ventanas de doble cristal, me parece que, obcecados por lo que puede ser mejor, estamos olvidando que el status quo del que partíamos hace apenas un par de años no era malo.
Si pudiéramos recuperar aquella posición, y trabajar rebus sic stantibus, podríamos detenernos a razonar qué es lo que de verdad, queremos hacer con nuestras vidas, decidiendo lo que deseamos cambiar, lo que hay que tirar y, sobre todo, cómo nos planteamos construirlo.
Antes de que sea demasiado tarde.