Cada 6 de diciembre, día en el que se conmemora el referéndum de aprobación de la vigente Constitución Española, – y, con mayor intensidad, en los últimos años de los cuarenta que lleva vigente-, políticos, periodistas y constitucionalistas (oficiales o sedicentes), se esfuerzan en hacer ver al resto de los españoles que hay varias cuestiones de calado en esta Carta Magna que deben cambiarse.
No me imagino un debate similar en Estados Unidos, en donde desde 1787 mantienen, si bien con diversas enmiendas, el texto básico. Claro que allí dicen confiar en Dios (in God we trust, reza el lema adoptado por el Congreso en 1956), lo que no impide que, por si acaso, la realidad actual haya puesto en primera línea un lema más práctico: America first, con el que se dejan muy claras las intenciones prioritarias, sin que sea necesario advertir, para incautos que quieran interpretar el apelativo America de forma correcta, que los únicos americanos que importan para los estadounidenses del norte son ellos.
Si lo comparamos con nuestro panorama, no resulta el inmenso país multitestatal del otro lado del Atlántico ejemplo de solidaridad para nosotros, ni tampoco para la Unión Europea: ni social o ambiental, ni económica, tanto en lo interior como en el exterior. En lo que a nosotros estrictamente respecta, debemos admitir que la pertenencia a la Unión Europea (antes Comunidad Económica Europea) nos ha servido como impulso sustancial para alcanzar el estado de bienestar del que hemos disfrutado hasta ahora, ayudándonos a olvidar rápidamente una dictadura que trató durante cuarenta años de hacernos uniformes.
Como fiel aplicación de una de las leyes de Parkinson, la existencia en España de un par de centenares de constitucionalistas de profesión (catedráticos y profesores titulares), ha dado por resultado académico que la Constitución Española sea analizada, por arriba y por abajo, letra a letra, capítulo a capítulo, y que, de resultas de tanto manoseo, haya propuestas al gusto de cada facción política.
Sabemos de dónde se copió o mejoró cada título y cada párrafo; estamos enterados de las dudas de cada partícipe en la redacción y cómo fueron resueltas; podemos seguir la deriva de los acuerdos previos hasta el resultado final; y, en fin, disponemos de otros detalles sustanciales o nimios acerca de la marcha de las negociaciones entre los representantes de los partidos más relevantes entonces en su esfuerzo para sacar un texto consensuado que, además, contentara o no levantara demasiadas suspicacias a los beneficiados por el régimen anterior.
De los análisis eruditos como de los pedestres, han surgido muchas voces pidiendo reformas. Algunas, perfectamente inviables aunque parezcan razonables; otras, descolocadas de la razón, sin otra función que alborotar. La Constitución Española es definida como Norma Suprema de obligado cumplimiento y, por ello, los cambios de sustancia implicarían superar barreras hoy insalvables, en el estado de fragmentación del espectro ideológico parlamentario.
El artículo 168 es un impedimento, no ya para la revisión total de la Constitución sino incluso para un retoque parcial del Titulo preliminar, del Capítulo segundo, o de los Títulos I (en su Sección Primera) y II, porque afectar a su redacción actual exige un pacto entre partidos que aparece inviable, incluso aunque se limitara la necesidad de consenso a los llamados “constitucionalistas”, perdidos cada uno en sus propios cerros, y hasta cerrilidades, ideológicos. El Partido Popular es el único que parece plenamente satisfecho con la redacción actual.
Para enmarcar la opción de sacar adelante las propuestas más agresivas de los partidos, incluso de los llamados constitucionalistas, cabe decir, en lenguaje directo, que no se podrá tocar la forma de Estado, que seguirá siendo una monarquía parlamentaria, ni reducir los derechos y deberes fundamentales previstos en el texto. Sería factible, supuesto el acuerdo, únicamente, la ampliación de los derechos y deberes no contemplados , y, si no fuera posible tocar la dicción de los ya enunciados en la Carta Magna, habría que apuntar a una más extensa interpretación.
Podrá gustar o no la Monarquía, pues, pero no habrá República (salvo una revolución que no deseo para mi país), por mucho que algunos hagan ostentación de banderas tricolores y denuncien partidismos afectivos por parte del actual monarca. Tratándose de prever el future con sensatez y posibilismo, vale más dedicar la pena y el esfuerzo a un espacio de serena discusión a la preparación de la Princesa de Asturias, para que pueda ejercer, cuando llegue el momento, de magnífica Reina de España, proyectando una imagen de modernidad y saber estar a las generaciones coetáneas de ese entonces.
Y no me duelen prendas en admitir, como ya hice en otras ocasiones, aún siendo republicano de corazón, que el actual monarca, Felipe VI, cumple casi a la perfección mis expectativas de Jefe de Estado de primer nivel.
Para mí, el problema fundamental que tenemos en España es la disparidad entre las Autonomías, resultado de las competencias asumidas por ellas en virtud de un artículo para el que no se pusieron límites, que es el 150, y de un problema de esencia, que reside en su gran disparidad en población y territorio.
Tenemos demasiadas regiones y no es sencillo meter la mano en el avispero de los orgullos locales. Es cierto que llevar el poder de decisión hacia el ciudadano desde el centro, facilita la adopción de decisiones más cercanas a la necesidad, y mejora su capacidad de valoración. Pero no todas las acciones dependen de la proximidad, sino que hay bastantes, las principales, que están ligadas al tamaño crítico mínimo y a la necesidad de coordinación.
La permanente expansión de las competencias regionales, ha provocado el efecto perverso de aumentar las disparidades entre las Autonomías, y, con ello, la proliferación de reductos de incompetencia y desigualdad en la enseñanza, la sanidad, las oportunidades laborales, la gestión administrativa, los impuestos locales. Se está faltando al principio de la solidaridad que sí está previsto entre los derechos fundamentales: todos los españoles serán iguales ante la ley y dispondrán de la misma calidad en la prestación de los servicios básicos.
La Constitución no ha quedado inservible, ni mucho menos. La que está rota o profundamente deteriorada es la unidad entre los españoles, aunque no se sea plenamente consciente del descalabro.
La rompió el gobierno catalán, encendiendo deslealmente a la mitad de la población de esa región, en un camino de tensiones de imprevisible futuro y que se complicó por la dejadez y falta de visión del anterior Gobierno en no atajarlo a tiempo y se envenenó aún más por haber aceptado el apoyo secesionista del actual para sacar adelante, por primera vez en España vigente esta Constitución, una moción de censura.
La pretenden romper, por la derecha y por la izquierda, aquellos partidos que han buscado su identidad en la destrucción de lo que tenemos sin ofrecer alternativas o levantando expectativas que no se pueden cumplir en ámbitos sustanciales: creación de empleo, crecimiento económico, mejora de prestaciones, etc. Falta, con desgraciada vocación de permanencia, el encaje entre la sociología y la economía, entre la técnica y la filosofía, entre lo que se imagina poder conseguir y lo que se puede lograr en la práctica.
Me alarma ver la pérdida del principio de la viabilidad de lo más razonable, en particular, los dos partidos antes mayoritarios, PP y PSOE, inmersos en una búsqueda de nueva identidad, propiciada por personalismos más que por ideas, y despreciando opciones de consenso o el uso de la perspicacia y visión del interés general, dejando que pactos entre otros partidos hagan viables gobiernos en minoría.
Y me preocupa también que un partido nacido, según se dijo, para el equilibrio, Ciudadanos, sea bombardeado sin piedad por la izquierda, por la derecha, y por los medios, adulterando y falsificando, con cada andanada, la visión de ponderación que han pretendido dar, y afectándola, por razón del desconcierto que provoca tanta exposición pública. La incorporación de Manuel Valls como candidato a la alcaldía de Barcelona ha significado aceptar un verso libre más cercano al socialismo, cuya asimilación por el partido y sus votantes objetivo, está por descubrir.
El resultado de las elecciones en Andalucía ha puesto también de manifiesto la descomposición ideológica de España, fragmentada de una forma que pensábamos estaba superada. Como efecto de esa segregación que tiene que ver con sentimientos viscerales más que con programas, se está hablando hoy de la necesidad de un pacto de derechas para dar el poder al Partido Popular, integrando a Vox (segregación teórica por la derecha del PP, con capacidad de captación del votante descontento), Ciudadanos y al propio PP, desbancando al gobierno socialista que ha reinado (es una metáfora) en la región durante casi cuarenta años.
A quienes vimos con interés, en su momento, la opción de un gobierno estatal PSOE-Ciudadanos como la vía para recuperar calmas perdidas, apetece ponerse de perfil para no ver el final de la opción que preconizada hace ya siglos el partido de Albert Ribera, de traer calma y equilibrio a la escena política. Si Ciudadanos se funde en el magma en donde ya están ya licuadas las derechas de todo color, desaparecerá.
Un consejo, pues. Dejen Vds., españoles que se dedican profesionalmente a la política, y voceros de la reforma constitucional, de presionar sobre lo que saben inviable y concéntrense, por el bien de todos, en recuperar la unidad entre españoles, analizando, con extrema atención y cuidado, lo que puede hacerse para que la sanidad sea, de verdad, la misma en toda España; la educación vuelva a tener el mismo baremo de exigencia y opciones para todos los españoles; las administraciones dejen de ser pequeños monstruos faltos de coordinación y voraces, refugio de independentistas de salón. Para que el ejercicio del derecho a la justicia no tenga interferencias de ningún tipo, se eliminen leyes y normas que solo crean confusión, se uniformice tanto el derecho vigente como su aplicación.
Reconstruyamos la unidad de España, antes de que nos encontremos, de nuevo, en los auspicios de un revenido 1936. Repasemos entre todos la Transición, para detectar dónde nos hemos desviado de lo que pretendíamos lograr y creímos haber alcanzado.
Estamos a tiempo de evitar que generaciones que no han vivido la transición o no la conocen, tengan que llevarse las manos a la cabeza, diciendo “ no es eso, no era eso”.
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Pocas imágenes necesitan explicación acerca de su belleza. Estos flamencos forman parte de un grupo de algunas decenas a los que sorprendí en las marismas del Odiel, comiendo de las aguas someras en hoy abandonadas salinas, a la misma vera del puerto de Huelva. Se espantaron ante mi presencia y saqué varias instantáneas cuando emprendieron el vuelo.