Hace unos días, leí en la Sección de Correos de los lectores de un periódico nacional, la carta de un ingeniero de caminos que pedía consejo (tal vez, solo consuelo) sobre lo que le correspondía hacer, al encontrarse en paro, al cabo de 15 años de ejercicio profesional y no verse con ánimos para trasladarse al extranjero con toda la familia.
La respuesta –ni qué decir tiene que emanada de un experto en relaciones laborales, coaching y personal relocation– le animaba a aprovechar la hipertrofia intelectual que le había proporcionado la carrera y, desde luego, no desaprovechar las oportunidades de la demanda de técnicos con su experiencia en países latinoamérica, de los que citaba, como idóneos, Brasil, Colombia, Chile o Perú.
Reconozco que lo que me llamó la atención no fue tanto la propuesta de salvación del erudito, sino la referencia a la “hipertrofia intelectual” de los ingenieros de caminos (rectius: y “canales y puertos”). Preciso por ello, para aquellos lectores que estén pensando en recurrir al diccionario para descartar que se trate de una forma refinada de insultar a alguien, que el counseler se refería al hipotético desarrollo excepcional de las meninges y sus conexiones cerebelo-cerebrales que estaría directamente derivado de los amplios estudios de tan difícil carrera.
No tengo nada que objetar a la idea de que estudiar mucho y bien, y en especial, materias que obliguen a egercitar la abstracción y a ensanchar la base de los conocimientos teóricos, es saludable para poder afrontar posteriormente problemas reales con mayor solvencia. Lo que me parece un error indisculpable es seguir atribuyendo a concretas especialidades universitarias la virtud de ser más listos para resolver las cuestiones prácticas de la vida.
Eso era antes, mon amour. Aquellos tiempos del cuplé en que ser ingeniero de caminos, o, si se me permite, ingeniero en cualquier rama de la técnica, significaba tener directo acceso a un estatus más alto, adobado con el respeto social a mentes consideradas superiores por haber superado pruebas tan complejas como misteriosas.
Hoy, en absoluto es así. Ni los ingenieros, sean de caminos como de chispas o agujeros, se escapan al paro, ni gozan de consideración social, ni, por supuesto, se creen superiores a nadie. Incluso, saber más significa tener menos opciones de sobrevivir en esta jungla.
Y, por cierto, si se quiere hacer elogio al desarrollo de los cerebros por culpa de haberse pasado los días y las noches quemándose las cejas sobre los libros, no se quede el iluso consejero solo en alabar las ingenierías.
Incorpore también a los que hayan estudiado ciencias físicas, filosofía, exactas, química; no deje fuera a todos los que hayan aprendido bien, con intensidad cualquier carrera de las que deberían haberles capacitado para ganarse el pan haciendo un servicio útil a los demás. ¿Qué decir de los médicos, por qué olvidar los abogados? ¿Despreciamos a los biólogos, a los economistas? …No, claro que no. Vengan todos al infierno del desánimo.
Queridos colegas hipertrofiados intelectualmente, sea cual sea vuestra rama del saber. Recibid mi más sentido pésame, por el tiempo que habéis dedicado a prepararos para tener una vida normal, en vuestro país y con vuestros compatriotas. Los expertos en la globalización han diagnosticado que no tenéis sitio entre nosotros. Pero, por fortuna para vosotros, si estáis dispuestos a marchar al extranjero, a un país con futuro, podréis salvaros.
Los que no tenemos salvación somos los tipos del montón, obligados a quedarnos aquí, soportando cómo nos aprietan las clavijas del estómago unos cuantos tipos de desconocida formación intelectual, aunque, a juzgar por sus actuaciones, hiposensibilizados con la desgracia colectiva.
También habemos aquellos que no nos dedicábamos como debía ser, esos sufrimos por niestra mediocridad, y ahora hacemos trabajos menores. Nos preguntamos hoy en día, por qué no hicimos provecho de nuestra capacidad?
No puedo responderte a la pregunta, Rosana, sin extenderme en circunloquios que, posiblemente, abrirían nuevos interrogantes. He releído mi entrada en el blog (que tiene ya el pelo de la dehesa de cinco años) y encuentro que se refiere (con cierta sorna) a la petulancia de quienes creen que por habérseles exigido mucho en los niveles académicos están mejor preparados para afrontar el mundo real. Lo que tú planteas es el caso de quienes no se aplicaron como quizá se les demandaba, y se contentaron con dar rienda suelta a la mediocridad que todos llevábamos dentro de fábrica. Hay una parábola de las famosas Escrituras que se refiere a quienes guardan los talentos sin hacer que se multipliquen. La interpretación sigue abierta. Yo, dado como están hoy los tiempos de la economía, aconsejaría que lo mejor no es ni guardarlos ni invertirlos, sino gastarlos. Y que te quiten lo bailao.