Aunque escribo en castellano -me gusta más decir, español, pero se va imponiendo esta forma limitante de denominar a nuestra hermosa lengua-, quiero dedicar este Comentario a un vocablo del bable que me retrotrae a los tiempos de mi niñez.
Contaba mi padre que, en los tiempos de escasez derivados de la guerra incivil (y durante ella), los chavales le pedían, a quien estaba comiendo una manzana, que les dejase la caspia, es decir, el corazón de la fruta. Así, alguno de los que no había podido disfrutar de la carne, al menos alcanzaba el regusto de la pulpa.
Bien, pues resulta que los asturianos parecemos habernos especializado en comer las caspias, que se nos entregan después de hacérsenos creer que es la parte más jugosa, mientras otros se deleitan atracándose con lo enjundioso.
No estoy hablando de política (aunque podría aplicar la reflexión a este ámbito sin mayor esfuerzo), sino de economía, que es su hermana mayor.
Asturias ha soportado, con valorable gallardía, la implantación durante más de dos siglos de una industria hullera y otra siderúrgica fatalmente sobredimensionadas y altamente ineficientes; no por la incapacidad de quienes las dirigieron y aún menos de quienes trabajaron en ellas, sino por su intrínseca naturaleza: pobre materia prima, situación deslocalizada, equipamiento insuficiente, inadecuado u obsoleto.
Los asturianos estuvimos convencidos, y lo hemos agradecido, de que esa dinámica industrial benefició a la región, obviando que el objetivo principal era ayudar a la recuperación y sostenimiento de la economía nacional, y al enriquecimiento de algunos grupos empresariales.
Cuando la situación desembocó en una crisis imparable, que redujo el empleo y la actividad en la región a límites de caricatura y dejó en Asturias una herencia de pasivos ambientales que no es posible poner en valor ni con la mejor imaginación, pasamos a comernos la caspia de una hipotética reconversión industrial imposible, con unas subvenciones que tenían un carácter fundamentalmente simbólico, y tragándonos la desubicación en objetivos empresariales, el paro masivo repentino, y la falta de futuro convincente para los más jóvenes, mientras otras regiones gozaban de la mejora de sus comunicaciones y el impulso de nuevas inversiones con futuro creíble.
Nuevamente, los asturianos agradecimos disciplinadamente las promesas continuas de reactivación, las alardeadas pero pequeñas nuevas inversiones, los planes de regulación de plantillas que descapitalizaron de conocimientos técnicos al tejido industrial propio. Lo que obtuvimos a cambio fueron miles de jubilaciones anticipadas y pensiones contributivas o fantasiosas que durarán lo que los cuerpos aguanten, y que se traducen en consumo precario pero no en producción sustentable.
Ahora, mientras la atención general española -y parte de la internacional- está centrada en el movimiento del siempre perspicaz para atender a lo suyo, capitalismo catalán -que no otra cosa es lo que veo moverse en las bambalinas del independentismo, con su obsesión de pedir con la amenaza de irse-, los asturianos, y específicamente, el empresariado asturiano, tienen, de nuevo, la esperanza de comerse la caspia, mientras otros se comen la pulpa de la manzana.
Si alguno se pregunta sobre qué diablos estoy escribiendo, le invito a leer los Informes del BBVA (por ejemplo), que reflejan las perspectivas de crecimiento de las regiones españolas, y aportan una visión forzadamente optimista de la recuperación.
Atribuyen estos trabajos bancarios a Asturias la posible creación de 16.000 puestos de trabajo en el bienio 2015-2016 (no preciso recordar que solo Hunosa contaba en 1967 con 27.000 empleados y hoy tiene 1.600) y a Cataluña, para el mismo período, le vaticina 167.000 nuevos.
Para encajar algo mejor estas previsiones, conviene apuntar que, mientras Asturias perdió, desde que comenzó la crisis agro-sidero-carbonífera-naval, más de 250.ooo habitantes, navegando ahora por el declive que le llevará por debajo del millón de residentes (incluidos los jubilados retornados a la tierrina), Catalunya no ha parado de crecer en población y reivindicaciones, desde los 6 millones que era la cifra de la primera de ambas variables, hasta los 7.250.000 catalanes de asiento del último censo. De ganar por seis a uno, ha pasado, pues, a adelantarnos por más de siete y pico.
Y antes que lo digan otros, por lo menos, bienvenida sea la caspia.
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