El 1 de abril de 2022, Ucrania ha encontrado en un episodio de difícil credibilidad un chute de adrenalina colectiva, dentro del marasmo de una guerra que avanza en el segundo mes (¡37 días desde la invasión!) y que no tiene visos de terminar en breve, aunque, dada la desproporción de fuerzas de lo beligerantes, Rusia debería haber conseguido, y ya hace tiempo, sus objetivos.
Me refiero a la incursión de dos helicópteros de ataque y transporte en la población rusa de Belgorod, a 40 km de la frontera, bombardeando varios depósitos de combustible. Se han difundido varios vídeos, grabados por ciudadanos rusos, del ataque nocturno, realizado con el mismo tipo de aviones que usa el ejército ruso (helicópteros Mi24) para bombardear las ciudades ucranianas. La población ucraniana a acogido el episodio, difundido en sus redes, como una victoria, que vendría a demostrar la capacidad de reacción de sus maltrechas fuerzas.
No resulta, sin embargo, creíble, que esta acción guerrera haya tenido lugar efectivamente, pues aunque los helicópteros que ha protagonizado la hazaña sean de fabricación rusa y exactamente del mismo tipo que los que emplea el ejército invasor, lo que se conocía hasta ahora que Ucrania carecía de aviación militar, pues todos los aparatos de su exigua fuerza aérea habían sido destruidos en los primeros ataques de la contienda. Se piensa, entonces que, al utilizar el mismo camino aéreo que utilizan los rusos para moverse con libertad hacia su propio territorio y repostar en su país, los encargados de los sistemas antiaéreos los han confundido inicialmente con los propios.
Pero, aún así, ¿cómo sería posible que, después de la incursión, los helicópteros hayan podido retornar a Ucrania sin ser derribados? Aún admitiendo que el ejército ruso siga dando pruebas de descoordinación, ausencia de estrategia coherente y debilidad ofensiva, malgastando tiempo y medios en una guerra de destrucción -que no de desgaste- que no les beneficia tampoco a ellos mismos, el acto militar vendría a demostrar que el gobierno de Kiev no está por la labor de favorecer una negociación que conduzca al final de la guerra. Al contrario, ese contraataque hablaría de la alta moral (¡de victoria!) del pueblo atacado y vendría a poner el énfasis sobre la capacidad ucraniana para resistir e, incluso, tomar iniciativas.
Algo nuevo está pasando sobre el terreno de la guerra. Las tropas ucranianas han conseguido, también según los informes recibidos desde esta guerra con tanta difusión mediática, rechazar a las rusas, alejándolas del cerco de Kiev. Desde luego, los problemas de avituallamiento de los militares desplazados en territorio invadido no es fácil, con la inmensa mayoría de la población autóctona dispuesta a negarles toda ayuda y a muchos tiradores dispuestos a liquidar cualquier vehículo o militar que no lleve la enseña del Ejército ucranio.
Hay que poner en su lugar, además, la defensa cibernética arbitrada en Ucrania, donde eficientes equipos de informáticos e ingenieros están ofreciendo un alto nivel tecnológico (entiendo que con la ayuda subterránea de empresas estadounidenses y alemanas) para interferir en las comunicaciones rusas, localizar sus blindados y anular las señales que hubieran sido sustanciales para que los aviones de combate enemigos pudieran guiarse en el entorno hostil. Numerosos drones, entregados de urgencia por los países occidentales actúan también como eficaces elementos de destrucción y resistencia.
La guerra se separa de la concepción original de “botas sobre el terreno” para convertirse, cada vez más, en una guerra de guerrillas, multi-híbrida, en la que lo informático cobra un relieve especial como arma de espacial valor para el ejército resistente, cuya capacidad bélica convencional es mínima frente a la potencia invasora.
Como Putin no ha conseguido ninguno de sus objetivos -la destrucción de Mariúpol, ya consagrada como ciudad mártir, con más de 5.000 muertos en sus calles sin haber recibido sepultura, no puede contarse cabalmente entre sus propósitos iniciales-, cerrar el camino desde el Donbás a Crimea aparece como un presumible propósito que pueda ser presentado ante los rusos como victoria.
Ni siquiera ese “modesto objetivo” parece alcanzable para las desordenadas y mal dirigidas tropas invasoras, cuya bisoñez, mala preparación y fallos en la asistencia logística y en la dirección estratégica han pasado a ser tan evidentes que el antes temido ejército ruso ha pasado a ser considerado una caricatura del esfuerzo propagandístico del Kremlin, que había vendido la idea de disponer de uno de los mejores equipos militares del mundo.
Esto no significa que Putin esté dispuesto a admitir la derrota. Al contrario, aunque para los analistas occidentales, la abeja reina del Kremlin ha perdido la guerra mediática, ante un Zelenski lleno de empatía y fuerza en la transmisión de principios éticos, quedan muchos cartuchos sobre la mesa del dictador ruso. La utilización de la capacidad nuclear es una de ellas, aunque no parece que esa llamada a la hecatombe total sea del gusto de sus propios asesores.
El próximo martes, Volodomir Zelensky hablará para senadores y congresistas españoles, en una conexión en donde agradecerá el apoyo recibido por su pueblo, la acogida que se está dispensando a los desplazados y volverá a pedir en nuestro foro el apoyo para la entrada en la Unión Europea cuando termine la barbarie.
Me he detenido por ello, entre las muchas fotografías que llegan desde Ucrania, en la que representa a Roberta Metsola, presidenta del Parlamento Europeo, reunida en Kiev con el presidente Zelensky y el primer ministro ucraniano Denys Shmyhal. Metsola fija una mirada atenta y comprensiva sobre Volodomir, que está hablando y gesticulando, vestido con su camiseta de campaña verde (por cierto, su musculatura parece cada vez más recia). Una bandera de la Unión cubre el fondo de la sala de reuniones, en la que se puede ver que la mesa dispone todos los adminículos técnicos necesarios. Hasta se han dispuesto botellas de agua para los asistentes.
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