No resulta sencillo distinguir entre mitos, realidades y creencias. Elucubrar sobre una posible diferenciación es materia de análisis obligada para filósofos, ya sean laureados, aprendices o simples aficionados.
Debería interesarnos a todos, establecer una escala personal entre lo que hemos comprobado o podido demostrar por nuestros medios, aquello que aceptamos en reconocimiento a la autoridad ajena, o cuanto situamos en los baúles de la superchería, la ficción o la propia conveniencia.
Es ley de nuestra naturaleza convivir con esa triada. Mantener creencias compartidas nos hace sentir el pulso social, unirnos al clan o a la tribu. Cuestionar ante terceros si las verdades admitidas por la mayoría son solo mitos o falsas percepciones puede situarnos en riesgo de ser considerados infieles al grupo.
La historia de los pueblos, está soportada por héroes, víctimas, brujas y visionarios, construidos con base en mitos, creencias y percepción de realidades. Muchos más lo intentaron. Algunos resultaron ensalzados a la gloria sin haber ganado una batalla ni inventado el menor artilugio. Otros fueron llevados a la hoguera, por su destiempo, antes de que se comprobara que lo que habían postulado era verdadero, útil o necesario.
Nada cambió desde tiempo inmemorial, como el arcipreste de Hita puso de manifiesto: queremos paz, buena comida y alguien que nos haga fiel compañía. Pero algunos se empeñan en conducirnos a Tierras más fértiles, alegando haber recibido designios peculiares. Aquí, ahora, los profetas se llaman Pedro, Pablo (tenemos dos), Albert y Santiago, entre otras figuras menores.
No se ponen de acuerdo en el camino revelado unos señalan la luna, otros su dedo o el ojo del contrario y todos, al parecer, engordan sus bolsillos o los de quienes les son más fieles.
Tienen agosto para elegir la vía más favorable. No para llegar a Arcadia, sino para sacarnos del atolladero en el que nos han metido con sus tejemanejes.
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Un herrerillo capuchino (parus cristatus), cogido al trasluz, atrapa al vuelo un insecto.