-Me gustaría romper el hielo. Como creo que soy la más joven, admito que tengo menos experiencia -comenzó la hermosa Susiela, enrojeciendo a medida que advertía la intensidad de las miradas puestas sobre ella-. Estoy segura de que cada uno de nosotros tendrá una idea del amor diferente. Deberíamos ponernos de acuerdo previamente sobre qué es el amor. Yo…creo que es… algo muy bonito.
La joven se dio cuenta de que había dilapidado la atención con su final edulcorado. Notó las mejillas ardientes y se calló, bebiendo el último contenido de su copa de espumoso.
-Podemos ir caminando de pregunta en pregunta, o de definición en definición, hasta la ignorancia absoluta -intervino, terca, Covelanta, con su voz templada de soprano-. A veces es preferible delimitar lo que algo no es, lo que nos devuelve al contrarecíproco. El amor, para mí, es lo que nos perdemos cuando no amamos a nadie. No está en la soledad, sino en la compañía. No se encuentra en lo que disfrutamos a solas, sino en lo que compartimos.
-Dale con el contrarecíproco. ¿No podíamos ser más normales?. Porque esto no es un examen, supongo. Hemos venido a un cumpleaños, no a un interrogatorio -dijo Urgiondo, con la boca ocupada por un canapé demasiado grande, que acababa de coger de la bandeja que le ofrecía el camarero. “No debería haber hablado con la boca llena”, pensó primero; y luego: “Tal vez no debería haberme mostrado desagradable con Covelanta”.
Urgiondo sospechaba que Carminolina estaba detrás de la insólita propuesta de Balisondo. Sacarindo creía que Maicosenda había invitado a Covelanta -de lo que no le había avisado- para ridiculizar su relación con Susiela, a la que, con un gesto que confiaba no habría sido visto, creyéndola dispuesta a volver a intervenir, recomendó calma; situado entre Welory y Peronicia, acostumbrado a lidiar en ruedos difíciles, sabía que había que esperar a que la bestia cuadrase antes de entrar a matar.
Pero, ¿por qué se le había ocurrido tal cosa?
Consciente de que los asistentes no estaban aún dispuestos para disquisiciones elaboradas, Balisondo quiso aportar nueva munición, utilizando lo que creía su autoridad dentro del grupo. En su cumpleaños, mantener la dinámica de forma pacífica era su responsabilidad.
-Estoy muy de acuerdo con lo que indica Susiela de que evolucionamos a medida que nos hacemos mayores. Pero estoy convencido de que eso no tiene que ver con el amor, sino con el instinto de supervivencia. Y por ello, no es ni feo ni bonito, sino imprescindible. Necesitamos la protección de los otros, y ese escudo puede ser más o menos numeroso según el tipo de peligro que nos acecha. El grupo, la manada, la secta, nos sirve en la mayoría de las ocasiones, siempre que evitemos los laterales. Pero en las cuestiones trascendentes, preferimos seleccionar la compañía, intimar con ella.
Todos le escuchaban atentamente, pues concedían a Balisondo una capacidad de análisis especial, no exenta de un cierto dogmatismo. El camarero volvió a pasar entre los asistentes, llenando las copas con la bebida que habían elegido antes. “No, gracias, yo no beberé más”, rechazó Peronicia, cuyo rostro era de una palidez marmórea. Urgiondo se quedó mirándola, absorto. Le recordaba a alguien.
Balisondo guardó silencio mientras el camarero cumplía con su trabajo, por lo que la continuación de su exposición apareció aún más enfática (“No te enrolles, maestro”, se oyó decir a Sacarindo):
-El sexo cumple una función importante de catalizador momentáneo del interés por el otro, aunque no tiene nada, o muy poco, que ver con el amor. Cuando somos jóvenes, dejamos que predomine la pasión, ya que no concedemos importancia a nuestra temporalidad. Incluso solemos confundir el “nosotros” de la lujuria, con el “yo” del egoísmo, que es el verdadero y único destinatario de la búsqueda de satisfacción. En esa época, al menos los hombres, antes que compartir lo que sentimos con una sola persona, buscamos la protección genérica del grupo, diluyendo nuestra individualidad en él. Es la consciencia de nuestro envejecimiento, y, en especial, de la realidad de la muerte, de la muerte concreta, que es la nuestra, nos empuja a apoyarnos en un “otro” concreto. Nos preguntamos entonces, qué es lo que puede aportarnos esa relación.
Como casi siempre que Balisondo exponía una idea, pocos de sus amigos la entendían a la primera, pero tenía la virtud de que los motivaba para hablar.
Juripando y Welory, que habían permanecido en silencio, abrieron la boca para intervenir al mismo tiempo. Welory era extranjera, pero hablaba perfectamente nuestro idioma, gracias no solo a Juripando, sino a otras parejas anteriores, que la habían introducido en los modismos de esta complicada lengua. No estaban casados, ni se lo planteaban. Hacía más de quince años que vivían juntos. Era curioso: se habían conocido en el funeral de la esposa de Juripando, fallecida de un cáncer.
-Teng…había dicho Welory, que se calló para dejar la palabra a Juripando. Este, que era ingeniero nuclear, sonrió, y se levantó del asiento, siguiendo un impulso.
-Perdonad que trate de poner algo de orden al debate, para no perdernos. El amor puede que no exista, pero da sentido a la vida. Puede que sea un espejismo, pero nos concede esperanza. Puede que esté -¡o no!- contaminado con el sexo, pero es placentero en sí mismo. No necesitamos inventarlo, advertimos su presencia, como un estímulo especial del resto de los sentidos -la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato,…-, cuando nos encontramos al lado de muy concretas personas.
Maicosenda no tenía el don de la palabra, por lo que prefería servir de enlace a otras intervenciones:
-Tal vez Sacarindo pueda ilustrarnos sobre esa sutil diferencia entre el amor y el sexo… -sugirió, sabiendo que el interpelado no lo tomaría como algo ofensivo.
-Perdón, estaba distraído -disimuló Sacarindo, que estaba sintiéndose incómodo, sin comprender la razón-. ¿De qué va el tema? ¿De sexo, de amor?…Si este selecto auditorio pretende que cuente mis experiencias, necesitaré más vino. Al fin y al cabo, esto era una cena, no un estriptís.
Y se levantó para coger de la bandeja que sostenía el camarero, de pie, con cara de póker, una copa de vino.
Urgiondo había creído detectar un fondo de simpatía en Peronicia y estaba preparado para prospectar la profundidad de aquella insinuación. Con un tono que fue consolidándose mientras hablaba, trató de desplegar, como acostumbraba cuando se encontraba ante una mujer interesante, su capacidad de seducción.
-Confirmo que las relaciones que se construyen en la madurez son más sólidas que las que se empiezan en la adolescencia. El proyecto común es fundamental. Pero lo paradójico es que los hijos vienen, al menos -se corrigió- así era en mi época, cuando aún no se está preparado para una relación duradera. Los hijos se convierten en la trampa de la naturaleza para ligarnos a una relación cuya viabilidad está por comprobar. Deberíamos hacer como los leones, que dejan la educación de sus crías en manos de las hembras. Verdad, ¿Peronicia?
No sabría explicar por qué interpeló a Peronicia, que se sobresaltó. Cuando terminó de hablar, dudando aún de haber sido lo brillante que hubiera deseado, sintió el pellizco doloroso de Carminolina, que estaba a su lado. “Se te ha visto el plumero”, le comentó al oído, lo que, pronunciado en aquel preciso momento, le intrigó.
Peronicia, dejó su copa en el suelo y se dispuso a hablar. No había sido presentada a todos los asistentes por Covelanta, por lo que se creyó en la necesidad de hacer una pequeña introducción de sí misma.
-Yo no tengo hijos -explicó-. Ni pienso tenerlos. Tengo voto de castidad. Soy monja tremolina. Lo cual…no quiere decir que no entienda lo que es la sexualidad. Pero, sobre todo, me parece que puedo expresar lo que, para mí, es el amor. No es lo que se comparte, sino que está en lo que se da. Hay un amor grande, que es el amor a Dios, y otro más pequeño, que se tiene a uno mismo. La religión nos dice que hay que amar a los demás como a uno mismo, porque hay que darles tanto como nos damos a nosotros. El amor es sacrificio, y en el mismo sacrificio encontrará el que lo da, su mejor recompensa. En este mundo, pero, sobre todo, allí donde está puesta nuestra esperanza, en el otro, en el Paraíso. Un amor sin sacrificio no es amor, sino interés. En el Paraíso solo habrá Amor, y ya no será necesario el sacrificio, porque en ese Amor estará la recompensa eterna.
Posiblemente fue Urgiondo el que convirtió en especialmente espeso, casi impenetrable, el silencio que siguió a estas palabras. Por fortuna, fue Welory la que encontró la forma de seguir adelante, con una curiosidad:
-¿Monjas tremolinas? Nunca había oído hablar de esa orden.
(continuará)
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