La tremenda exposición mediática de los ministros del gobierno de España, está dando como primer resultado -lógico- el incremento del desconcierto. No sería honesto negarles buena voluntad para hacer las cosas bien, pero a su falta de experiencia y conocimientos (ya nos hemos acostumbrado que el paso por las Administraciones públicas es un camino hacia la puerta giratoria), se une la falta de coherencia en temas importantes.
En política internacional, la desafortunada gestión del asunto Delzy Rodríguez -la vicepresidenta del gobierno de Maduro que tuvo la desfachatez de venirse a España pretendiendo contrarrestar la visita del presidente encargado Guadó- ha provocado no solo el descrédito del ministro Abalos (enredado en su deslavazada y mendaz explicación de lo que sucedió en el aeropuerto de Adolfo Suárez, en Barajas), sino que también ha arrastrado la credibilidad, ya bastante erosionada del propio presidente Sánchez.
Poco importa que la verdad se vaya cebando sobre las mentiras acumuladas: es mucho más grave que la equivocada exposición del ministro de Transportes y los apaños verbales del propio Presidente, faltos de coherencia, haya venido a poner de manifiesto que no hay homogeneidad en el tratamiento del problema venezolano por parte del Gobierno. Los ministros del clan Unidas Podemos deben demasiado a Maduro (y todo indica que en el magma putrefacto está también atrapado el ex presidente Zapatero) como para apoyar sin tapujos a Juan Guaidó, como se comprometió a hacerlo la Unión Europea y el propio Sánchez cuando no tenía otras ligazones.
En el terreno internacional, el desencuentro con Estados Unidos ha crecido, también, por dejar pasar las oportunidades. La crisis del campo se entronca con dureza con las desmedidas medidas del gobierno de Donal Trump que, enfadado por la competencia de Airbus, ha preferido golpear en la mejilla del más débil, es decir, la cuota de los productos españoles introducidos en el mercado americano, imponiéndoles unas duros e injustos gravámenes en frontera. Y todo se ha hecho mientras las lentejas y los garbanzos norteamericanos, junto con otros productos de indudable valor añadido (para las empresas de USA) inundan las estanterías de nuestros supermercados y presionan sobre nuestra competitividad tecnológica.
La llamada de atención de un sensato ex ministro Borrel, desde su retiro dorado europeo, advirtiendo que es bonito ser defensor de la necesidad de tomar medidas urgentes contra el cambio climático, pero que hay que calcular buen los costes y decidir quién va a pagarlos, no deja de ser una llamada general acerca de lo cómodo que es presentar sobre el papel medidas que mejoren teóricamente los puntos en los que se está mal, sin saber calcular, o negarse a hacerlo, lo que cuesta ponerlas en práctica y asignar las cargas a quienes deberán soportarlas. Y no es sencillo porque estamos en un sistema en equilibrio (por muy desgraciado que pueda parecer) y tocar a alguno de los pilares que lo sustentan, sin atender a la estabilidad de todo el tinglado, puede provocar efectos no deseados: empresas que se van o quiebran, aumento del paro, regiones perjudicadas, aumento de las desigualdades y de la ineficacia, aunque el resultado deseado hubiera sido el contrario.
No es posible desviar la mirada del negocio catalán, en el que se ha hecho fuerte la falta de solidaridad y la desvergüenza. La visita a Cataluña del presidente Sánchez, acompañado de su pepito grillo Iván Redondo, entregado a la pleitesía al títere puigdemoniano Torra, ha dejado el descubierto que el gobierno dirige su atención al que más ladra, con preferencia a los que más sufren. La España vaciada, la España marginada, la España despreciada, es enviada con empujones al lugar del castigo, en tanto se pone en primera línea de atención a los que chillan, arman jaleo, incluso delinquen confiados en que saldrán impunes.
Me temo que el Gobierno está dejando cada vez más evidente que tiene una estrategia. Lo que no tiene es proyecto.