Empiezo este Comentario felicitando a Pedro Sánchez Pérez-Castejón, aunque me apresuro a puntualizar que él sabrá porqué, porque yo no estoy tan seguro de que su nueva andadura política le vaya a deparar satisfacciones.
El aún considerado partido mayoritario de la oposición al Gobierno del aún tenido por partido representante de la mayoría del pueblo español, lo tiene crudo. En la deslucida “campaña” para hacerse con el puesto de Secretario General del PSOE, luego de la renuncia del profesor Alfredo Pérez Rubalcaba, tanto Pedro Sánchez -la eliminación del apellido materno dota a su nombre de una connotación más popular, casi anónima-, tanto él como los otros candidatos han puesto el énfasis en la “regeneración” del partido.
Con casi 200.000 afiliados, de los que aproximadamente un 30% manifestaron su apoyo al nuevo responsable de fijar la estrategia electoral del partido que fundó Pablo Iglesias (“¡el bueno, el nuestro!”, en la desafortunada, pero espontánea innecesaria matización de Sánchez en declaraciones surgidas cuando defendía su postulación), el PSOE está necesitado, como nunca de un cambio de rumbo.
Lo demandan sus actuales miembros con carné, lo exigen los que aún se consideran simpatizantes y lo proclaman a gritos, desde su hipotética mayoría silenciosa, quienes están convencidos de que hay que encontrar una nueva vía para la social democracia, porque el paquebote en el que se refugiaban los ideales de cambiar, “moderadamente”, la sociedad española, hace agua por tantos sitios que ha sido abandonado masivamente por quienes en algún momento confiaron en que su ideario, cada vez más imaginario que plasmado en hechos, pudiera servir para mejorar la situación del país.
Si estuviera en la piel de Sánchez -lo que hago como simple ejercicio de no buscada complicidad- me preocuparían, ante todo, dos cosas: robustecer el partido poniendo en primera línea a los miembros más activos en sostener una recuperación de principios ideológicos y, aún más importante, lanzar un mensaje muy claro de comprensión y complicidad hacia quienes no militan, pero son imprescindibles para que su voto otorgue la mayoría con la que gobernar el país.
Son dos operaciones muy difíciles aunque, por fortuna, encajables la una en la otra, como un par de matriescas rusas. Son difíciles porque surgen de la necesidad de revisar un esquema agotado, estéril para la actual socio-economía. Los viejos postulados socialistas -ya tantas veces revisados desde la cúpula- no son atractivos para la inmensa mayoría, al menos, no para que movilicen un voto favorable.
El sostenimiento de un estado de bienestar, como el que sirvió para encandilar a quienes no hicieron bien lo números ni supieron apretar las clavijas a los más beneficiados por una economía de mercado desbocada, resulta ahora imposible, por lo que hay que detectar muy bien los ajustes que tienen que ser, circunstancialmente, asumidos desde la izquierda, y plantear, aún mejor, los sacrificios que deben ser soportados, no por los que menos poseen, sino por los que siguen acumulando plusvalías.
Regeneración no puede significar, por ello, confiar en que baste plantar un esqueje extraído del tronco vegetal, y regarlo con nuevos rostros y el ardor que se supone en la juventud no mancillada ni por la corrupción ni por el desánimo. Hay que trasplantar lo que parezca más consistente y sano, y fertilizarlo con ideas que solo pueden surgir de un debate amplio, en el que participen -¡ay!- no solo los militantes, sino los simpatizantes, e incluso (tal vez, sobre todo) los que han dado la espalda al partido que aún confía en su fuerza para ganar la mayoría.
Es un momento interesante, desde luego, aunque no me parece todavía apasionante. Encuentro que la edulcorada campaña no ha conseguido despertar emociones y que al elegido por esa minoría de militantes -insuficiente para evidenciar el arrebato de satisfacción ante una nueva etapa- le falta concreción en lo que está decidido a proponer como programa.
Lo tiene difícil. El trasplante es imprescindible. Si no consigue que el Partido Socialista Obrero Español encaje con los Partidos Socialistas europeos más eficientes -desprendiéndose de obrerismos sin razón de ser y trascendiendo de españolismos para universalizarse-, seremos testigos de una hecatombe de lo que Pablo Iglesias (¡ni el bueno, ni el nuestro!) pergeñó para otro momento de la Historia de España, arrumbado, confiemos, para siempre.