El Colegio de Ingenieros de Minas de Centro de España, con ocasión de la Cena anual de este año, me entregó ayer (16 de diciembre de 2017) la medalla al reconocimiento a la trayectoria profesional. El acto resultó para mí, como el lector amigo puede suponer, honroso y emotivo, y contó con la presencia del Ministro de Energía, Turismo y Agenda Digital, Alvaro Nadal. (1)
Incluyo a continuación el texto que tenía preparado para comunicación de agradecimiento que, como no lo leí, no coincidirá plenamente con lo que estará registrado. Tenía dispuestos, en realidad, dos textos (uno más largo, para la eventualidad de que el Ministro, por alguna obligación sobrevenida, no hubiera podido asistir). Si alguien estuviera interesado en el “texto largo”, se lo enviaré gustoso.
“Autoridades, compañeros y amigos, familia:
Cuando le comenté a una de mis cuatro nietas -seis años- que mis amigos del Colegio me habían dado el reconocimiento a la trayectoria profesional, me preguntó “Abuelo, ¿Qué es eso?” “Es un premio por mi carrera”, le contesté. Se me quedó mirando, asimilando lo que le había dicho. “¡Pero si tú no corres un pimiento!¡Yo siempre te gano!”, me replicó.
Me viene a la cabeza lo que oi decir a Eduardo Haro Tegclen, cuando presentó hace ya años, los premios del café Gijón. Dijo: “Los que fundamos este premio en 1949 habíamos discutido si, antes de dárselo a alguien ajeno, no deberíamos dárnoslo a nosotros mismos.” La Historia dice que no fue así, pero es cierto que a la hora de conceder un premio, tanto si es o no honorífico, se piensa, en primer lugar, en los que tenemos cerca. Por tanto, si alguien necesita ser tranquilizado de por qué me premiaron a mí y no a él, le doy la satisfacción: estos amigos del Colegio de Centro han tenido piedad de mi, de mi estado de enfermo y esperan que, dentro de unos años, cuando estén viejitos, les den el reconocimiento a ellos.
He tratado de inspirarme para estas palabras en otros discursos de agradecimiento. Tuve a la vista alguno de nuestro premio nobel Santiago Ramón y Cajal, del que siempre aprecié no solo su magnífica creatividad, sino su humildad. Cuando le daban un premio, lo recogía como si se disculpara. El recordaba una frase estupenda de Isaac Newton, que escribió: “Llegué lejos porque fui transportado a hombros de gigantes.
Santiago Ramón y Cajal es un ejemplo de perseverancia, constancia en la ejecución de sus trabajos de investigación, a despecho de dificultades, zancadillas y falta de medios. Si me tengo que definir con un par de brochazos, reconozco que soy lo contrario de esa representación. Soy inconstante, todo me atrae, he cambiado de trabajo muchas veces y siempre los he dejado con la impresión de haber abandonado las cosas a medias. Por fortuna, siempre ha habido excelentes continuadores y perfeccionadoras de esa obra inacabada. A ellos quiero, aunque sea sin citarlos, rendir homenaje hoy. Como también quiero rendirlo a la persona que más ha hecho por impulsar mi ánimo, sacrificando su propia carrera. Si del admirado Ramón y Cajal se decía que la mitad de Cajal era su mujer, la mitad de este Arias la sostuvo mi esposa, María Jesús.
Tuve relación con la minería desde niño. La casa familiar tenía los armarios llenos de piedras, pero no porque se coleccionaran. Eran las muestras de las decenas de posibles negocios mineros que mi padre se planteaba, en emprendimientos para los que llenaba páginas y páginas de cálculos en las que, con sus trabajos de laboratorio a partir de muestras tomadas en el campo, nos convertía en millonarios una y mil veces.
La minería no dio dinero, pero sirvió para sacar a la familia adelante, al menos, hasta que se suprimieron los aranceles y faltó capital para pagar el horno importado de Alemania que hubiera hecho competitivo al negocio de mi padre. Eso sí, tuve muchas ocasiones de visitar minas y metalurgias, asistir a coladas de ferromanganeso, ferrotungsteno o ferrosilicio, ponerme el casco de minero cuando apenas era un niño delgaducho y no muy fuerte. Mi primer cubalibre lo tomé con el rey el manganeso, Antonio Domínguez Roldán, con once años, cuando acompañaba a mi padre a visitar unas minas de pirolusita y rodocrosita en Nerva.
Si la vida de cada uno es una novela, en la que el guionista, en buena medida, es uno mismo, la mía, más que una novela de aventuras, es una historia de cambios. De un culo inquieto, vamos.
Algunos de los que me estáis escuchando sois aún jóvenes, y tal vez para ellos tenga sentido apuntar algo así como un consejo. No tengáis miedo a cambiar de ocupación, ni de lugar, ni a quemar vuestras naves. No miréis atrás, mirad hacia adelante, que es la única manera de aprovechar las oportunidades para modificar el entorno de vuestra existencia, Como no tenemos otra, nuestra responsabilidad es hacerla lo más útil para nosotros y los demás, y, sí, también conseguir que sea lo más divertida posible.
Los que me conocéis más, sabéis que una de mis obsesiones es la generación de empleo y riqueza para el desarrollo. Hice mi tesis doctoral sobre este tema hace ya años, trabajé en la Administración pública con ese objetivo y di muchas conferencias y participé en decenas de comisiones y coloquios. Ayudé a poner en marcha muchas empresas, pero cuando me decidí a montar mi propia empresa, monté un restaurante. De aquella aventura, que duró, por supuesto, cinco años -como todas- escribí un libro. “Cómo no montar un restaurante”.
En fin, ya véis que mi trayectoria profesional no ha sido precisamente recta. Está llena de trazos, matizada con algunos sinsabores y, por fortuna, dispone de muchas satisfacciones.
Soy un decidido defensor de la calidad de la enseñanza. Cuanto más exigente, mejor. Cuanto más ancha sea la base de conocimientos, mejor. Por eso, no me preguntaría exactamente si la formación en la Escuela o en la Universidad sirve, en abstracto. El paso por las Escuelas de Ingeniería debe dar, no solo conocimientos, sino ayudar a abrir la mente, preparándola para resolver problemas, cualesquiera que sean.
La realidad de haber superado un proceso de selección, duro, da confianza en uno mismo. Los detalles son lo de menos. Cuando impartía clase de Algebra en la Escuela de Minas de Oviedo, un alumno me preguntó para qué servía el teorema de Kolmogoroff Smirnoff en la vida profesional.
Este teorema es capital. Demuestra que cuando se toma una muestra suficientemente grande de valores de un parámetro de un suceso aleatorio, la función de densidad se aproxima a la distribución normal. Le contesté que aunque pudiera ser, y yo no podía preverlo, que no necesitara aplicarlo nunca, en aquel momento tenía máximo interés para ambos. Para mi, como profesor, me había supuesto unas 500 pesetas, que era lo que me pagaban por la clase. Para él, como alumno, el entenderlo y saber expresarlo con corrección, supondría obtener un punto en el examen trimestral, pues era una pregunta que pensaba incluir.
Yo tuve ocasión de aplicar bastantes veces el teorema. Casi todos los sucesos que nos afectan se aproximan a la distribución normal. Es normal la distribución de esperanza de vida de una población. Es normal la distribución de consumos de agua o electricidad en una ciudad, es normal…
¡Ah, pero también pude comprobar, que en una población aparentemente homogénea suele encontrarse un grupo de comportamientos atípicos que constituyen la excepción. Cuando miramos la distribución de resultados de la variable, aparecen como una segunda joroba. Una campana de Gauss más pequeña, nacida del mismo suceso pero de un comportamiento que mejora o cambia la tónica general. Siempre me han atraído estas segundas jorobas de los sucesos normales. Están formados por los resultados, valga la aparente redundancia, de los que se salen de la normalidad, de los que han apuntado más alto.
Ahí quiero ver a todos los que quieren una España mejor, una ingeniería mejor, una sociedad más justa. No son los que se conforman con lo que hacen los demás, sino que buscan el hueco donde los demás no encuentran más que comodidad y, tal vez, exigencias.
Debemos animar a todos los jóvenes ingenieros, y a toda la juventud, a que trabajen por la excepción, apuntando más alto. Quiero decir a mis colegas, también a los que ya somos mayores, que sigamos buscando la excepción a las curvas de Gauss, y que ayudemos a que los más jóvenes consigan mejores resultados que los nuestros. Y quiero recordar, por supuesto, que el trabajo mejor no es obra de individualidades, sino de colectivos. De gentes que han llegado a hombros de otros.
Por eso, animo a todos los compañeros que no estén aún colegiados, a que lo hagan. Y a los que lo estéis, a que participéis más en las funciones del Colegio. No es cuestión de cuotas ni de ingresos para el Colegio, -que ojalá fuera único, dicho sea de paso-, sino de sumar el máximo de esfuerzos, aupándonos los unos en los hombros de otros. El Colegio es la forma de defender los intereses comunes, ayudar a la formación continua, apoyarnos en las dificultades. Pero, sobre todo, un Colegio profesional, hoy debe tener como objetivo mejorar la sociedad en la que vivimos, convertir sus resultados en una segunda campana de Gauss, que suponga el punto de apoyo para el salto de la situación desde la que se viene.
Dejo aquí mi discurso. Gracias por vuestra atención, y gracias a la Junta del Colegio de Centro, y en especial a su decano Rafa Monsalve, por este reconocimiento. Es inmerecido, admito, pero sabe muy dulce. Además, como mi trayectoria profesional no ha terminado, este galardón le da una dimensión con la que jamás había soñado”
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(1) Había muchos colegas, y no puedo citarlos a todos, pero sí quiero destacar, además de a Rafael Monsalve y a los colegas de la Junta del Colegio que, por unanimidad, cometieron el dulquérrimo error de distinguirme con el galardón, a José Luis Parra (director de la Escuela de Minas de Madrid), Angel Cámara (decano del Consejo de Minas), Gonzalo Echagüe (decano del Colegio de Físicos), Javier Abajo Dávila (director general de Industria, Energía y Minas de la Comunidad de Madrid), Eloy Ignacio Alvarez Pelegry (catedrático en Orkestra, miembro de la Real Academia de Ingeniería), César Franco (decano de Ingenieros Industriales),…y me detengo aquí, porque debería citar a todos y cada uno de los amigos y amigas que me auparon en la emoción de un pedestal de méritos en los que solo encuentro, como valor, el haber tratado de hacer las cosas lo mejor que pude, y puedo, consciente de que no puedo tanto como me gustaría dar.
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Incluyo con el Comentario la fotografía de un longevo castaño del pueblo donde nació mi madre, en Miranda, cerca de la casa familiar. Descanso muchas veces la mente, desde Madrid, recreándome en paseos imaginarios (trasunto de otros muchos reales) por los caminos y senderos de las montañas de esa zona. Hoy no pocos de ellos, escondidos entre la maleza y el implacable avance de la naturaleza para recuperar la libertad de acción en lo que es suyo.