Obviamente, han sido muchos los usos y costumbres que nos acercan a nuestros hermanos de lengua en Iberoamérica, y -al menos así lo tenía por admitido hasta años recientes- se creía que era España, como metrópoli, la que marcaba la pauta. Esta situación ha cambiado y, en la actualidad, nuestro país parece ir a remolque de lo que nos señalan al otro lado del charco: a veces, por directo influjo criollo; otras, actuando los de allá como intermediarios de la digestión de lo norteamericano que nos tragamos acá.
El asunto podría dar para escribir un librito sobre los influjos adaptativos, pero hoy quiero detenerme en una cuestión aparentemente trivial: la drástica disminución de la longitud de la falda en los uniformes femeninos de segunda enseñanza.
Hubo un tiempo, que se prolongó incluso más allá de la España tardofranquista, en que rigieron severas normativas de que las faldas de las educandas -eso sí, ya sin pololos- debían cubrir hasta la rodilla. El cumplimiento de esas instrucciones, que estaban incluso puestas por escrito, era especialmente controlado por sus mayores, con atención focalizada en ese período de efervescencia hormonal que la adolescencia introduce en las aulas (y que puede ser virulento si no se ha producido la segregación previa que en las granjas de animales de pico y pluma se conoce técnicamente como sexado).
Mientras en España se tapaban las piernas a las mozas, quienes viajábamos por ahí, constatábamos que las nenas de los colegios de pago latinoamericanos enseñaban sus muslos sin atender a hipotéticos decoros. Será por la calor imperante en esos predios, imaginábamos por causa última de la exhibición de carnes tiernas.
Los años avanzaron por el calendario, vinieron aperturas, y como en el hiposur de Europa también estamos en tierra de calor -agravada por un cambio climático que asoma solo la puntita- aparecería justificado que, si se añade la que está cayendo, se recortasen telas. La crisis obliga a acudir con la tijera a los rincones en donde calor o penuria aprietan.
Los viejos del lugar sabemos, sin embargo, que la corriente cisoria no empezó acortando faldas, sino por decisión de algunas de las mozas más atrevidas de la actual generación de madres, de ajustárselas más arriba al salir de las aulas, subiéndoselas hasta llevarlas casi al borde de los pezones; incluso, otras, cosían jaretones provisionales a las prendas, de un decímetro o más largos, que volvían a descoser cuando se sometían a la mirada escrutadora de sus progenitores, hoy ya en su inmensa mayoría criando malvas o hechos polvo.
Pasó más tiempo, y aquellas hijas se tornaron madres, y hoy muchas, por ley natural, son abuelas y, por ende, las más retrasadas en esa condición genealógica aún siguen pendientes de tejer camisetillas y gorritos de lana que irán a parar a las Misiones. Pero las hijas más precoces en haber engendrado de aquellas madres que amé tanto y que luego, -unas y otras-, me miraron como si fuera un santo (Campoamor dixit), tienen hoy hijos adolescentes.
En mi memoria guardo lo que, hace cosa de un lustro, varios docentes me contaron en relación con telas escolares. Cuando la moda se propagó y las faldas se convirtieron masivamente en faldillas, algún profesor o profesora de los cursos de Bachillerato llamó la atención en el Consejo Escolar de que esa falta de tela era también asimilable a otra de decoro, y distraía en los aprendizajes de teorías diferentes de la que enciende las líbidos, y que era por los que, en esencia, se acudía a las aulas.
No solo madres, también padres varones pusieron el grito en el cielo contra esa pretensión dictatorial de atentar contra la libertad de sus hijas, ya maduras lo bastante -argumentaron- para vestirse como les petara o petase.
Hétenos, pues, hoy, asimilados en esa moda o costumbre de inspiración transoceánica, de que las nenas núbiles de colegios concertados, (en especial, por aquello de ser portadoras de uniformes) enseñen de lo suyo cuanto quieran, sin faltar al decoro que empieza ahora, al parecer, donde terminan sus prendas más interiores. No van solas. Las acompañan, en sus grupúsculos en donde cuecen risas y charletas, según constato en las veces en que coincide mi paso con la salida de las aulas, uno o dos de sus colegas varones, convertidos, por ello, en falderos de las que las llevan de reducidas dimensiones, y, por lo que veo, a tenor de cómo ellos se visten, sin que les afecten tanto en sus atuendos externos los calores de la primavera.
No me parece que haya hoy más que una exigüa minoría capaz de escandalizarse por este ir de venir de faldas y falderos, incluso en aquellos momentos en que los faldudos (típicamente, las escaleras empinadas del subterráneo) dejen al descubierto el máximo de muslo de estas uniformadas mal vestidas. Al fin y al cabo, los viernes y sábados, estas mismas jovencitas salen a disfrutar de su noche ataviadas con trapos que les permiten idénticos desplantes corporales y, además, con el adendo de sus caritas pintadas a destajo, para disimular lo que quede de sus facciones infantiles.
¿Provocan a los adultos que las miran? No se equivoquen estos tales. No van provocando, las chiquillas, a los más viejos que ellas, y por eso, se equivocó de medio a medio el obispo de Tenerife, Benigno Alvarez, cuando se metió en el berenjenal de enjuiciar, con la doctrina más reaccionaria al alcance de su ministerial cerebro, el comportamiento de niñas y niños, allá por 2007, lo que despertó tanto fervor crítico mediático que aún perdura la cola del cometa. Porque a nadie que esté bien informado, impresionará, llamándola provocación para mayores, la exhibición masiva de muslos de féminas adolescentes, en época en la que incluso las imágenes de desnudos integrales en aparente posición coital se catalogan como aptas a partir de siete años.
Hay que mirar las cosas desde otra perspectiva. Se trata de una importación más que nos ha llegado de la zona actualmente dominante entre hispanos, que antes llamábamos colonias, y hoy marcan la pauta, porque los colonizados residen en Europa. Y están aquí, para quedarse. Así que vayan haciéndose a la idea de que el centro de gravedad de lo hispánico está en algún lugar de Centroamérica, y las cortas faldas responden al deseo de gustar a falderos de la misma edad adolescente, y no para dejar al descubierto de miradas adultas las bragas en faldudos.