Que se mueran los viejos. Pronto. El ministro japonés de Finanzas, Taro Aso, para escándalo de la hipócrita sociedad contemporánea ha expresado su fórmula para aligerar las cuentas públicas de Japón.
Naturalmente, no lo ha expresado tan crudamente, porque aún no estamos preparados para asumir la valiente propuesta. Su propuesta para reducir el déficit que dificulta la recuperación económica del país más eficiente del planeta, apunta a agujeros presupuestarios concretos: Sectores improductivos, no rentables.
En la cúspide del despilfarro de una sociedad condescendiente con los débiles, se encuentran los pacientes terminales, especialmente, los viejos sin posibilidades de recuperación, que son mantenidos vivos con caros tratamientos en hospitales del Gobierno. Esa “gente del tubo” ha agotado su derecho a vivir.
Reabrir la caja de Pandora de la eutanasia activa, aunque se haga solo para cerrarla de inmediato y pedir disculpas por la osadía, incluso avergozándose por el revuelo causado, es algo que suena a provocación: es… valiente, pero es intolerable,
En esta zona del planeta en donde mantenemos los principios éticos incólumes, ni nos lo planteamos. Tenemos principios inquebrantables.
Cuidamos a nuestros ancianos: Nadie se muere de hambre entre nosotros. Vigilamos las calles para que los sin techo no pasen frío: les damos mantas y caldo caliente, cuando los encontramos vivos… lo que, desgraciadamente, no siempre es posible. Ofrecemos a la mayoría, pensiones que garantizan su subsistencia; tampoco es tan complicado, porque vigilamos los precios de la cesta de la compra: una barra de pan puede adquirirse por 30 céntimos, el kilo de pollo entero se compra por 3 o 4 euros y eso mismo cuesta un kilo de sardinas o mejillones: comida variada, rica en proteínas.
Atendemos a lo que conviene a la satisfacción de estos amortizados, con gran esmero. Con poco más de 50 años, decimos a nuestros mayores, con los mejores modales, que ya no los necesitamos activos en nuestra sociedad. Ya han cumplido. Queremos que descansen, que vean la televisión (magníficos programas divulgativos, para que no les cunda el tiempo que les queda), que paseen y se relacionen con otros ancianos en esos magníficos Centros comunitarios que llamamos De Día, y que hemos creado específicamente para ellos, para que se cuezan en sus salsas; allí podrán leer todos los periódicos que deseen y muchas revistas con noticias sociales imprescindibles, y, si les apetece, los fines de semana, hasta podrán escuchar en ellos la música que les gusta, la que encandilaba a sus padres, ¡y bailarla!.
Puede que no tengamos tiempo para visitarlos en la vieja casa familiar, con frío y goteras, por la que pagan una renta irrisoria (¿qué querrían, que los mandemos a una clínica geriátrica, con el precio que tienen?), pero les hemos conectado a un servicio de ayuda inmediata, que en caso necesario los llevaría con urgencia al hospital comarcal. Funciona incluso aunque no tengan teléfono, que, en general, hemos dado de baja, pues a los ancianos no les gusta hacer llamadas y no reciben ninguna.
Es cierto, en fin, que los viejos nos cuestan mucho dinero, y que tendríamos más capacidad de gasto para otras cosas si no fueran tan longevos y, siendo longevos, como mal menor, mantuvieran facultades de autonomía suficientes para asearse, vestirse y no darnos la lata.
Pero así son las cosas. Porque somos sensibles ante la desgracia ajena y sabemos responder a las muchas dependencias a que nos obliga nuestro sentido del deber. También son una carga los parados, desde luego, al menos cuando tenemos que cubrirles su período de prestaciones sociales. Ah, sí y dedicamos mucho dinero para que los hijos de los pobres puedan estudiar algo; con buenos profesores, muy motivados éstos por sus sueldos adecuados y horarios cómodos.
También, por obligación constitucional, atendemos a todos por igual en hospitales con magníficos equipos, -físicos y humanos, y hasta divinos-, que apenas tienen nada que envidiar a los que están disponibles en centros privados, a los que, por inveterada costumbre, suelen seguir yendo los ricos, sin advertir que, en no pocos casos, el personal sanitario es el mismo (y, aunque esto debería comprobarse, las malas lenguas dicen que incluso el horario coincide).
Pero hay que tener paciencia y saber encontrar el lado bueno. Ancianos, pobres, enfermos, parados, son una rémora necesaria, un contraste, para que luzcamos mejor los jóvenes, sanos, activos, guapos.
Es un alivio no encontrarse en ninguno de esos grupos de miseria.
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