El 21 de diciembre de 2017 (o sea, mañana, respecto al día en que esto escribo) los residentes en Cataluña está convocados a votar sobre la composición de su Parlament, que elegirá al President de la Generalitat. No serán unas elecciones normales, ni mucho menos, porque se realizarán como consecuencia de la disolución del Parlament que fue aprobada, por aplicación del artículo 155 de la Constitución, por consenso entre los representantes del Partido Popular, PSOE y Ciudadanos, que tienen mayoría en la Cámara de Diputados de la Nación española, además de en el Senado (donde el PP en solitario ya gozaría de mayoría simple), autorizando al gobierno del PP a realizar la adopción de medidas extraordinarias, incluida la destitución del Gobierno regional.
La atipicidad de las elecciones catalanas se justifica por muy diversas razones. La población se encuentra dramáticamente dividida entre las opciones independentista o constitucionalista.
Además de la gravedad de una situación que ha causado la ruptura emocional en el seno de la región catalana, la incertidumbre mayor acerca del resultado de las elecciones proviene, justamente, del origen de la disolución acordada por los grupos políticos que son minoría en Cataluña. Al menos, hasta mañana.
La legitimidad defendida por la hipotética mayoría independentista, eje de los debates electorales, se fundamenta en que el President y su gobierno han sido destituidos por haber declarado la independencia de la Comunidad Autónoma, y lo hicieron siguiendo el mandato otorgado por unas elecciones que han sido declaradas ilegales por el Tribunal Constitucional y prohibidas por la judicatura, a instancias del Gobierno Central. Este último las boicoteó, utilizando advertencias y movilizando fuerzas de orden, que, aunque actuaron con extraordinario moderación, no evitaron que se produjeran algunas escenas violentas, ante la oposición beligerante de algunos ciudadanos, y que fueron ampliamente difundidas por los partidos independentistas.
Los encausados por esta posición de rebeldía, acusados del muy grave delito de sedición (entre otros), se encuentran en la actualidad, bien huídos de la justicia (el President despojado, Carles Puigdemont, y varios de sus Consellers, refugiados en Bélgica), o en la cárcel (el vice President, Oriol Junqueras, algunos otros Consellers, y los directores de las agrupaciones para-políticas Acció Nacional Catalana y Ómnium). Su situación personal o procesal no les está impidiendo participar en la campaña electoral, defendiendo la República y la independencia de Catalunya y reiterando los argumentos de que España (esto es, las demás regiones) maltrata a las instituciones catalanas y se aprovecha fiscalmente de la Comunidad, además de marginarla en la toma de decisiones que la podrían favorecer.
Sin embargo, la campaña electoral ha puesto de manifiesto tensiones entre los propios independentistas, generando una incertidumbre adicional sobre las opciones y coaliciones postelectorales, si fueran necesarias para recuperar para su posición ideológica la primacía del espectro catalán.
Para quienes vivimos la situación desde fuera de Cataluña, y escuchamos los argumentos de los representantes de las diferentes fuerzas políticas, la campaña nos aparece como una pesadilla, una invasión de despropósitos. Los dos bloques entre los que se dirimen fundamentalmente las elecciones, no están discutiendo cómo hacer las cosas mejor, cómo mejorar la gestión de la autonomía o cómo plantear su relación con el resto de España. No.
Lo que se decidirá es si los llamados constitucionalistas, esto es, quienes están decididos a respetar la Constitución vigente, y no solo de boquilla o mentirijillas, obtienen suficientes escaños para elegir al President, o si los partidos que abogan por el secesionismo, aunque se hayan manifestado -es obligatorio- que acatan la Constitución, resultarán quienes se alcen con la mayoría simple y traicionarán, por segunda vez, su promesa.
Las encuestas realizadas hasta el día de ayer (hoy, por capricho de la Ley electoral, su difusión está prohibida, al ser un día de reflexión), demuestran que ambas posiciones están, técnicamente, igualadas. Puede salir lo mismo Cé que No-Cé. En cualquier de los casos, la presión de la calle, esto es, de los que están a favor de una u otra opción, se manifestará, con seguridad, en concentraciones de apoyo o repulsa. Nada habrá sido, pues, resuelto.
Pero la pérdida para Catalunya es inmensa. Ha perdido, como colectivo, el carácter de región serena, seria, constructiva, creíble, imaginativa y trabajadora. Han crecido, en el que era envidiable vergel de ideas y actividad, los monstruos de la deslealtad, la insolidaridad, la fantasía sin base, la protección de la corrupción de los politicastros, entremezclados con la ingenuidad, la ignorancia, la creencia en un mundo mejor, soñado con el tejido de los nacionalismos más rancios y antihistóricos.
Esos catalanes que mañana están llamados a votar son hijos y nietos de la burguesía que construyó una próspera Catalunya, de los obreros y braceros que se acercaron, atraídos por la posibilidad de trabajo, desde las regiones más pobres y marginadas de España. Esos catalanes son emigrantes venidos del Magreb que han conseguido tarjeta de residencia después de años de asumir tareas mal pagadas y marginación. Esos catalanes son nacionales de otros países -Europa, Latinoamérica- que conservan también con orgullo su nacionalidad de nacimiento y origen. Esos catalanes son profesores, licenciados, trabajadores de todo tipo, que han tenido que estudiar catalán, aunque nacidos en esa región, para no verse marginados en sus puestos de trabajo o ver truncadas sus aspiraciones.
Esos catalanes tienen en común aspirar a una Catalunya mejor, más justa, más capaz, más fuerte. Esos catalanes son españoles.
Y como españoles queremos verlos y que así permanezcan. Porque una Cataluña fuerte nos beneficia a todos. También a los catalanes, quizá incluso, más, porque siempre han sabido sacar más ventaja -por su imaginativa coherencia empresarial y su capacidad negociadora- que otras regiones.
Nos beneficia a todos, como nos beneficia una Extremadura grande, una Asturias próspera, una Andalucía llena de oportunidades, un País Valenciano industrioso, una Galicia renovada y pujante, unas dos Castillas superando con fuerza el ostracismo y marginación, una Rioja y una Navarra potenciando su singularidad, un País Vasco en paz y solidario, una Murcia y una Comunidad alicantina con máxima productividad y empuje, unas Islas Canarias o Baleares con impecable atractivo para propios y turistas, una Cantabria ingeniosa y bien comunicada, una región-capital del Estado como máximo ejemplo de coordinación y solidaridad equitativa, y, en fin una Ceuta y Melilla como enlace con el escenario africano de nuevos desarrollos.
Permítaseme el chascarrillo juguetón: Marciano, el que no vote. Que voten todos los catalanes, y estén seguros que desde el resto de España estaremos conteniendo la respiración hasta conocer el resultado. Por eso, que el catalán que vote separarse de España, que se lo piense, no una, mil veces. Respetaremos su voto, pero no permitiremos la secesión. Porque esta vez no se trata de ideologías, sino de legalidad mezclada con el único sentimiento que no debiera perecer jamás: la solidaridad para mejorar.
Este magnífico ejemplar de buitre leonado (gyps fulvus), fotografiado en Monfragúe, a finales del verano, despliega toda su belleza y características diferenciadoras. Unas coberteras más palidas que las rémiges, el borde inferior de las alas -de anchura menos uniforme que la especie leonada- en dientes de sierra, dedos (en número de seis, relativamente más largos); el pico, amarillento,…
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