En abril de 1898, cientos de personas se congregaban en cada uno de los puertos españoles en donde estaban a punto de embarcar los cuarenta mil soldados de reemplazo que iban a luchar contra el enemigo norteamericano. Estados Unidos había declarado la guerra a España por un quítame allá esas pajas: la voladura del acorazado Maine, anclado en funciones de espionaje en la bahía de la Habana.
Pocos de los soldados que, pertrechados con uniformes de campaña y flamantes mosquetones, se alineaban en los muelles a toque de cornetín de órdenes, eran, en voluntarios. Esos soldados de cupo, obligados a defender los intereses patrios tan lejos de la Metrópoli, pertenecían a las clases más modestas de la sociedad, que no habían podido liberarlos pagando las mil quinientas pesetas que hubieran supuesto su exención del servicio militar.
Entre los que acudían a despedirlos, junto a esposas, novias y madres -algunas con niños pequeños en los brazos o agarrados de la mano-, los que más gritaban y enardecían los ánimos, con inflamados vítores patrióticos y soflamas incendiarias contra la pérfida Norteamericana, eran los que se habían librado del servicio y sus allegados.
Esa guerra se perdió, y con ella, los restos del Imperio. Estados Unidos, más potente económicamente, mejor dotado de armamento y otros recursos, y con la excusa adicional de ayudar a los rebeldes que, desde hacía tres años se habían levantado contra el Estado español, se hizo con el control de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, iniciándose así una época de hegemonía internacional norteamericana.
Traigo esto a colación, no porque me interese refrescar a memoria acerca de sucesos bien conocidos, sino por poner de manifiesto, como saben bien los “analistas de sistemas”, esos especialistas en buscar modelos genéricos de amplia aplicación, adaptables a problemas concretos, que el modelo se repite con obstinada frecuencia, camuflado de múltiples maneras.
Tengo a la vista un artículo de Moisés Naím (El Pais. 30.09.2018) en cuyo titular se plantea: “¿Va usted a perder su trabajo?” y en unas pocas líneas enumera las “cuatro ideas” que, hasta ahora, se han puesto sobre el tapete para analizar lo que se debe hacer frente al “tsunami de la desocupación laboral” que está provocando la revolución digital.
Esas cuatro ideas serían, escuetamente: el proteccionismo digital (aranceles e impuestos frente a los avances); reeducación a los desempleados; aumentar el empleo público; y garantizar un ingreso básico universal. Por irrealizable, errónea o costosa, Naím las rechaza todas. Concluye provisionalmente con una esperanza: “Es perfectamente posible que esas nuevas tecnologías produzcan más y mejores empleos que los que destruirán”. Ha sucedido, en efecto, en las otras revoluciones tecnológicas.
Después de esta afirmación tan positiva, retorna a la gran cuestión: “¿Y si esta vez es diferente? ¿Si los nuevos empleos no aparecen a tiempo?”
He visto, de pronto, a algunos cientos de personas que han conseguido liberarse de bajar al campo de batalla de las verdades tecnológicas, avistando con sus catalejos de precisión, desde sus torres de control, las áreas de tranquilidad económica o profesional, animando a acudir a la batalla, despidiendo, con pañuelos de ánimo y vítores de confianza, a millones de contemporáneos, embarcados con escasos pertrechos, mal preparados, faltos de directrices, ayunos de claridad en las ideas, para enfrentarse a un enemigo muy superior, en una guerra que, en esas condiciones, está perdida de antemano.
¿Dejaremos que la cuestión planteada la despejen otros, mejor pertrechados?
La fotografía es de un curioso mirlo común (turdus merula), con las mejillas emplumadas de un blanco níveo. Parece un conato de mirlo blanco. Si se le observa con cuidado, se verá que en una de sus extremidades inferiores, esta preciosa ave, tan singular dentro de lo común de esta especie, está anillada.