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Cuento de primavera: La torre de Papel

13 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Carciondo Percalio y Palmira Carmano, se habían casado muy enamorados. Desde niños, vivían en el mismo barrio, un conglomerado de insulsos edificios construidos a mediados del siglo pasado, de esos que llamaban de protección oficial. Se conocían a la perfección, hasta el punto de que -habían llegado a decir- podían leerse el pensamiento.

Carciondo era perito industrial; habilidoso e intuitivo para entender el funcionamiento de los mecanismos, había patentado un artilugio salvaescaleras,  ligero de peso, que no solamente se plegaba sobre sí mismo hasta una compacidad inverosímil -permitiendo su ubicación en espacios reducidos-, sino que no precisaba conexión eléctrica ni baterías. La empresa que había creado con esa idea le había hecho multimillonario, si bien le ocupaba mucho tiempo, hurtándoselo  del que sería aconsejable para mantener el equilibrio familiar.

El incremento de fortuna les hubiera permitido,  naturalmente, mudarse a una de las zonas mejores de la ciudad, pero, por comodidad y afecto a los orígenes, permanecían en el mismo sitio que les había visto crecer. Eso sí, habían comprado todos los pisos que daban al mismo descansillo (desde el A a la J), uniéndolos.

Allí vivían los cuatro, pues el matrimonio había tenido por descendencia a un varón y una hembra, en edad aún escolar, en el momento de escribir este relato.

Todo iba tan bien, que forzoso era presagiar alguna tormenta en un clima empalagosamente calmo. Así fue. Con la llegada del climaterio masculino, Carciondo empezó a sentir celos de Palmira. Tal actitud carecía, por supuesto, de motivación. Al menos, al principio.

-¿Dónde estás? -telefoneaba, desde la empresa, a Palmira, con una frecuencia que llegó a ser escandalosa.

Al principio, Palmira, no se sintió molesta, sino, más bien, al contrario. La preocupación del que te ama por tus movimientos, tiene un trasfondo halagador.  Los dos hijos adolescentes ocupaban, además, mucha atención del ama de casa, que la asistente que tenía contratada apenas aliviaba y que no es necesario detallar, pues son de todos conocidos.

Cuando las llamadas de control empezaron a ser insistentes, y las encuestas del marido sobre lo que estaba haciendo la mujer pasaron a ser detalladas y prolijas como las encuestas de opinión, la persecución o seguimiento que se le hacía las sintió tan cercana e insoportable, que, un día, sin poder ya contenerse, la esposa estalló.

-¿Qué te importa lo que hago? ¡Tantas veces me has dicho que vas a venir a cenar y, con la cena preparada, no apareces hasta las dos o tres de la madrugada! ¿Para qué quieres saber dónde estoy? ¿Para vigilarme? ¡No conoces ni a tus hijos! ¡No sabemos nada de ti, desde que te vas a primera hora hasta que reapareces para despertarme, porque ya llevo tiempo metida en la cama!

A pesar de la advertencia, Carciondo no cambió de actitud, como debería haber sido su decisión, si la hubiera querido calificar de sabia.

Por el contrario, sospechando con elaboración enfermiza que Palmira le traicionaba los votos de fidelidad -llegaba a preguntarse, muchos días, repasando los nombres de los vecinos, quién, cuántos, con quiénes, se entendía la buena señora-, contrató a un detective para que la vigilara las veinticuatro horas del día.

El detective le hizo, en el tiempo establecido, un informe completo, que demostraba a las claras la inocencia de la esposa y, de indirecto, lo turbio de los manejos mentales del marido. Pero a Carciondo no le valió. Quiá. Incorporó al investigador de los comportamientos ajenos, a su lista de los potenciales, reales o ficticios seductores de Palmira, y organizó una batalla campal sin parangón con la que era su compañera desde la adolescencia.

-¿Por qué no me cuentas lo que hiciste? ¿Qué me ocultas?¿Te acuestas con el zapatero? ¿Con Marcelio? ¿Con Réntulo? ¿Con todos? -acosaba a su esposa, elevando la voz, en una secuencia incómoda, que se repetía con el mismo libreto muchas noches, incluso delante de los hijos, porque, cambiando de costumbres, aparecía inesperadamente a la hora de la cena, para marcharse luego, dando un portazo solemne.

-¡Me voy con la otra, ya que tú me traicionas como a un perro! -gritaba desde el portal, antes de irse a llorar de soledad a cualquier parte.

Carciondo no bebía, aunque la tensión le había conducido a ser -ocasional primero, regular después- consumidor de cocaína y pastillas de colores, que le proporcionaba un administrativo de la empresa, que tenía amigos colombianos mal relacionados.

En las escenas que organizaba en sus espejismos caprichosos, a veces rompía platos, y otras, empujaba o daba manotazos a quien se le pusiera delante. La situación fue, en fin, insostenible. Palmira, aconsejada por la Asociación Local de Mujeres Maltratadas, pidió la separación y, como no estaba dispuesto a dársela de forma amistosa, la solicitó por escrito en los Juzgados de Familia.

Carciondo, despechado sin porqués, contrató al mejor abogado que le recomendaron, especializado en conflictos matrimoniales, quien preparó una contestación a la demanda muy cuidada, negando pruebas, solicitando otras y, en particular, aportando una propuesta de Convenio Regulador por la que se le negaba a la mujer otra cantidad que no fuera una mínima pensión y unos dineros de pacotilla para los estudios y mantenimiento de los hijos, hasta que alcanzasen la capacidad de tener ingresos propios, además de incorporar referencias gratuitas, y, naturalmente, molestas, a la supuesta ludopatía de Palmira, a sus escarceos en camas ajenas, a sus desvíos en las obligaciones conyugales, fueran las que fuesen.

La Asociación Local propuso a la esposa un bufete matrimonialista que, si no era tan bueno como el de Carciondo, no se le separaba ni dos milímetros en los barremos de la perfección jurídica, si los hubiera. Habida cuenta de que el matrimonio se había acogido al régimen de separación de bienes, (allá cuando el espeso se lanzó a la aventura empresarial), este elenco de letrados preparó una contestación ejemplar, poniendo de relieve la construcción artificial de esa figura -levantando el velo, o la falda de la impostura, como puede decirse-. Su réplica incorporó el detalle de los beneficios que reportaban los salvaescaleras al esposo, reclamando, no ya la mitad, sino los dos tercios de la empresa, el chalet en la sierra y el apartamento en Castellanata y, por supuesto, el usufructo vitalicio de la casa familiar.

En primera instancia, el juez -un excelente muchacho que tenía a su madre inválida por una parálisis impeditiva y que conocía el mérito del salvaescaleras- dio mucha razón a Carciondo. En la Audiencia, le quitaron muchísima. Los montones de papel se acumulaban sobre las mesas, revisando cálculos, aportando nuevos argumentos, con propuestas y contrapropuestas de Acuerdos Regulatorios y Desacuerdos Descompensatorios.

El bufete que defendía las posiciones de Palmira, había denunciado a Carciondo, dicho sea al paso, por malos tratos en el Juzgado de Violencia contra la Mujer. El excelente abogado de Carciondo, no se quedó atrás y, al tiempo que defendía a su cliente negándolo todo y atribuyendo a la enfermedad mental de Palmira las inquinas, presentó, firmada por su hijo -al que convenció de alguna manera- una demanda de incapacitación de la mujer.

Como medida cautelar, Carciondo tuvo que abandonar el domicilio familiar, y pasó a habitar el apartamento en Castellaneta, dejando la empresa en manos de su director de fábrica. Pasaron algunos meses y, un buen día, en un chiringuito junto a la playa, conversando con su abogado, viendo la pirámide formada con los escritos que habían presentado unos y otros, en los variados procesos en que estaban incursos, habiéndose puesto una ralla de droga de buena calidad en la nariz, se preguntó:

-¿Cuál fue el origen de esta torre de Papel?

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: abogado, bienes, cuento, cuento de primavera, juicios, letrado, matrimonial, papel, separación, torre

Cuento de invierno: Razones de dragones y Princesas

8 febrero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

Las Princesas son, como los Reyes, los centauros o dragones, creaciones imaginarias, que solo tienen su razón de ser en los cuentos. Todo el mundo es consciente, cuando está sobrio, que no pueden existir personajes de sangre azul, ni cuadrúpedos con cabeza humana ni serpientes aladas que echen fuegos por las fauces.

Como criaturas irreales, de las que no es posible conocer con la más benévola certeza, qué piensan, hacen o destruyen, la imaginación de las gentes, a lo largo de los siglos, ha ido tejiendo en torno a esos seres un entramado mitológico. Lo curioso es que, olvidando los orígenes, muchos creen -o son obligados a creer- que tales construcciones mentales existen.

En el país de Valgamediós, en la zona limítrofe entre la imaginación y la certeza, vivía una familia real. Su inexistencia era pacífica, puesto que se limitaban a ocupar la zona encantada en la que nadie osaba penetrar, pues la amenaza de graves calamidades y desgracias a cuantos se aventurasen en esa tierra desconocida a los mortales, era suficiente para mantener a raya a los curiosos.

Como en todos los cuentos, había en la corte imaginaria, privilegios, lacayos, carrozas, fiestas, pleitesías y admiración fantasiosa respecto a lo que se suponía podía ser la vida de los habitantes del castillo encantado. A veces, alguien se jactaba de haber penetrado -echándole mucha imaginación-, como furtivo, en el territorio onírico, y contaba historias fabulosas del carácter campechano del Rey, de la inteligencia sobrenatural de la Reina y de la gracia y donosura de los Príncipes y Princesas que poblaban las páginas del cuento.

Un día, sin embargo, sucedió algo increíble. Los personajes del cuento empezaron a aparecer en la vida real, es decir, en la vida normal y aburrida, de los habitantes de Valgamediós.

Primero, alguien dijo que el Rey había sido visto con una plebeya, de la que, se elucubró de inmediato, estaba enamorado. Luego, fueron varios los que afirmaron haber conocido, de muy buena tinta -esto es, tinta indeleble-, aventuras reales con pastoras, artistas de cabaré y esposas de capitanes de su guardia real, aquellos que velaban para que la frontera no se traspasara.

El asunto empezó a ser muy serio, cuando el Príncipe heredero se enamoró perdidamente de una persona de carne y hueso y decidió casarse con ella.

Todos los encargados de mantener la fantasía se opusieron al desatino.

-Me caso -explicó el Príncipe ilusionado- y no me importaría perder mi condición inmortal para dar cumplida satisfacción a mi deseo. El Rey le explicó que no había ninguna necesidad de dar ese paso, pues los privilegios de los habitantes de la fantasía implicaban que sus deseos podían ser satisfechos sin tener que perder prerrogativa alguna.

-¿No puede ser que, dada nuestra condición inmortal, contagiemos al menos a una persona real de nuestra esencia? ¿No dicen los libros de cuentos, que son nuestra guía, que todo lo puede el amor? ¿No será esa unión que pretendo, la forma de convencer a quienes creen en nuestra existencia, que nuestro mundo y el de ellos tienen puntos de encuentro?-argumentaba el Príncipe, contemplando con melancolía inusitada lo que, en su terquedad -lanzada desde lo imaginario a lo real- pretendía eran caminos de felicidad que no podría alcanzar mientras se mantuviera preso en los límites de lo onírico.

Fue imposible convencerlo. Y, lo que es aún peor, sus hermanas, las Princesas, siguieron por ese camino.
Abandonaron, para consternación de quienes los habían creado y disgusto de quienes formaban parte de la irrealidad de la Realeza, los terrenos que les estaban destinados, y se confiaron en los brazos del amor.

Nadie les dijo que el amor era un antídoto muy útil para los mortales, que les hacía -al menos, por momentos- olvidar su condición perecedera, pero resultaba una pócima destructiva para quienes procedían del mundo de los cuentos.

Esa vulnerabilidad fue aprovechada por un dragón, que, echando fuego por sus bocas, se dedicó con todo su ahínco a hacer lo que es propio de tales seres mitológicos, que es seducir a Princesas y Príncipes incautos y consiguió atrapar a una de las Princesas.

El dragón de este cuento no tiene torre de marfil, sino mazmorras, y, llevado por otra imaginación, ha sometido a la cautiva a la más exhaustiva observación, exponiendo sus intimidades sin pudor. Las páginas del cuento se han poblado de cántaros rotos, secretos descubiertos del campo de la imaginación.

No hay en la realidad, como sucede en los cuentos, un Príncipe encantador que corte con su espada invencible la cabeza de los seres mitológicos que se pongan en su camino. Los procedimientos son tediosos, imprevisibles por el resultado, amargos en su naturaleza.

Los Reyes y las Princesas no pueden utilizar en ese espacio sus virtudes imaginarias, sino que, al ser iguales a los demás son, por ello, muy vulnerables. En el territorio del dragón, el destino de los miembros de sangre azul es ser devorados sin piedad.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: amor, centauro, cuento, cuento de invierno, curioso, dragones, furtivo, mortal, princesas, principe, privilegios, secuestro, torre, unicornio, zona encantada

Cuento de verano: Noticias de Patolandia

17 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Cada vez que el pato Donald veía al tío Gilito sentado encima de uno de los montones de monedas de oro que almacenaba en torres de seguridad cerradas con siete llaves, se ponía de los nervios.

-Fijaos -decía a sus sobrinos, sin ocultar su disgusto – en la cara de satisfacción que se le pone, mientras manosea esa riqueza improductiva. Y mientras tanto, yo no tengo ni para pipas, con lo que me gustan.

-Sí, tío -expuso Juanito, que tenía momentos muy reflexivos-. Son cada vez más los patos y patas, por no hablar de todas las especies del país, que no tienen trabajo y viven de lo que escarban en la basura.

-He tratado de convencer a tío Gilito de que me de algo de ese oro, para crear una empresa de telecomunicaciones avanzadas -se justificó Donald- pero me dice que empiece como él, con una mano delante y otra detrás.

-Tenemos que hacer algo para cambiar el rumbo de las cosas -concluyó Jorgito-, picoteando en la tierra de nadie.

Fue Jaimito quien tuvo una idea arriesgada, pero muy atractiva: consistía en convencer a los golfos apandeadores de que, utilizando un butrón, entrasen en una de las torres y sustituyeran varias capas de las monedas del fondo por guijarros coloreados de purpurina.

-No se dará cuenta. Antes metía cada cierto tiempo máquinas de revolver, para airear el oro, pero ahora solo está preocupado por ver subir el nivel de monedas en las torres.

Los golfos apandeadores, cuando Donald les contó la estrategia, estaban encantados.

-Vosotros os quedaréis solo con el tres por ciento, que es la comisión habitual para estos casos de intermediación. Para nosotros, será el resto. Y, por supuesto, nadie más debe saberlo.

La actuación fue un éxito, en el sentido de que el tío Gilito no se enteró. Los golfos, burlando a los guardas de seguridad, que, por la tacañería de Gilito, para reducir costes, ya no eran contratados entre los perros pastores payeses sino a los chiguaguas nepaleses, hicieron un agujero a modo de gatera (bueno, de perrera) en la torre más alejada del control, y sacaron varios sacos de monedas de oro, cambiándolas por piedras pintadas de amarillo refulgente.

El pato Donald, con el grueso de las monedas, montó dos o tres empresas para puesta en valor de los recursos naturales de Patolandia, que fueran registradas con nombres imaginativos -First Change, Second Change y Third Change- y puestas a nombre de la Sociedad para la Recuperación del Sentido Común, S.L, para no despertar sospechas. Se crearon así algunos puestos de trabajo.

-Esto va bien -comentó Jaimito en el primer Consejo de Administración, que celebraron en una estación del subterráneo-. Propongo que digamos a los Golfos Apandeadores que hagan otro agujero más alto en la torre, y sigamos con el mismo procedimiento, y creemos más empresas.

No será necesario referir con demasiado detalle que tampoco en esta ocasión el tío Gilito se percató. Es por tanto, aceptable, creer a pies juntillas que, en el curso de varios años, fueron esquilmando las monedas de oro de las torres en donde Gilito guardaba, suponiéndolo a buen recaudo, sus riquezas improductivas. Dejaron solo una capa bastante delgada en cada torre, que era la que Gilito manoseaba con placer, cuando se recluía en cualquiera de ellas para dejar volar su avaricia.

Fue Jaimito, como siempre, el que se percató de algo muy curioso. A pesar de que estaban saqueando las torres, en el recinto donde se guardaban las monedas de oro que formaban el caudal de Gilito, cada vez había más torres. Es decir, entraban más y más monedas de oro, por lo que, si alguien se hubiera tomado la molestia de hacer cálculos, deduciendo las piedras sin valor, los ingresos de nuevas monedas eran tan altos, que la riqueza neta de tío Gilito aumentaba y aumentaba sin cesar.

Era un misterio que ni siquiera Jaimito podía resolver.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: acumulación, angel arias, búnker, creación, cuentos de verano, dinero, golfos apadeadores, Pato Donald, Patolandia, puesto de trabajo, purpurina, riqueza, tio Gilito, torre, trabajo

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