Carciondo Percalio y Palmira Carmano, se habían casado muy enamorados. Desde niños, vivían en el mismo barrio, un conglomerado de insulsos edificios construidos a mediados del siglo pasado, de esos que llamaban de protección oficial. Se conocían a la perfección, hasta el punto de que -habían llegado a decir- podían leerse el pensamiento.
Carciondo era perito industrial; habilidoso e intuitivo para entender el funcionamiento de los mecanismos, había patentado un artilugio salvaescaleras, ligero de peso, que no solamente se plegaba sobre sí mismo hasta una compacidad inverosímil -permitiendo su ubicación en espacios reducidos-, sino que no precisaba conexión eléctrica ni baterías. La empresa que había creado con esa idea le había hecho multimillonario, si bien le ocupaba mucho tiempo, hurtándoselo del que sería aconsejable para mantener el equilibrio familiar.
El incremento de fortuna les hubiera permitido, naturalmente, mudarse a una de las zonas mejores de la ciudad, pero, por comodidad y afecto a los orígenes, permanecían en el mismo sitio que les había visto crecer. Eso sí, habían comprado todos los pisos que daban al mismo descansillo (desde el A a la J), uniéndolos.
Allí vivían los cuatro, pues el matrimonio había tenido por descendencia a un varón y una hembra, en edad aún escolar, en el momento de escribir este relato.
Todo iba tan bien, que forzoso era presagiar alguna tormenta en un clima empalagosamente calmo. Así fue. Con la llegada del climaterio masculino, Carciondo empezó a sentir celos de Palmira. Tal actitud carecía, por supuesto, de motivación. Al menos, al principio.
-¿Dónde estás? -telefoneaba, desde la empresa, a Palmira, con una frecuencia que llegó a ser escandalosa.
Al principio, Palmira, no se sintió molesta, sino, más bien, al contrario. La preocupación del que te ama por tus movimientos, tiene un trasfondo halagador. Los dos hijos adolescentes ocupaban, además, mucha atención del ama de casa, que la asistente que tenía contratada apenas aliviaba y que no es necesario detallar, pues son de todos conocidos.
Cuando las llamadas de control empezaron a ser insistentes, y las encuestas del marido sobre lo que estaba haciendo la mujer pasaron a ser detalladas y prolijas como las encuestas de opinión, la persecución o seguimiento que se le hacía las sintió tan cercana e insoportable, que, un día, sin poder ya contenerse, la esposa estalló.
-¿Qué te importa lo que hago? ¡Tantas veces me has dicho que vas a venir a cenar y, con la cena preparada, no apareces hasta las dos o tres de la madrugada! ¿Para qué quieres saber dónde estoy? ¿Para vigilarme? ¡No conoces ni a tus hijos! ¡No sabemos nada de ti, desde que te vas a primera hora hasta que reapareces para despertarme, porque ya llevo tiempo metida en la cama!
A pesar de la advertencia, Carciondo no cambió de actitud, como debería haber sido su decisión, si la hubiera querido calificar de sabia.
Por el contrario, sospechando con elaboración enfermiza que Palmira le traicionaba los votos de fidelidad -llegaba a preguntarse, muchos días, repasando los nombres de los vecinos, quién, cuántos, con quiénes, se entendía la buena señora-, contrató a un detective para que la vigilara las veinticuatro horas del día.
El detective le hizo, en el tiempo establecido, un informe completo, que demostraba a las claras la inocencia de la esposa y, de indirecto, lo turbio de los manejos mentales del marido. Pero a Carciondo no le valió. Quiá. Incorporó al investigador de los comportamientos ajenos, a su lista de los potenciales, reales o ficticios seductores de Palmira, y organizó una batalla campal sin parangón con la que era su compañera desde la adolescencia.
-¿Por qué no me cuentas lo que hiciste? ¿Qué me ocultas?¿Te acuestas con el zapatero? ¿Con Marcelio? ¿Con Réntulo? ¿Con todos? -acosaba a su esposa, elevando la voz, en una secuencia incómoda, que se repetía con el mismo libreto muchas noches, incluso delante de los hijos, porque, cambiando de costumbres, aparecía inesperadamente a la hora de la cena, para marcharse luego, dando un portazo solemne.
-¡Me voy con la otra, ya que tú me traicionas como a un perro! -gritaba desde el portal, antes de irse a llorar de soledad a cualquier parte.
Carciondo no bebía, aunque la tensión le había conducido a ser -ocasional primero, regular después- consumidor de cocaína y pastillas de colores, que le proporcionaba un administrativo de la empresa, que tenía amigos colombianos mal relacionados.
En las escenas que organizaba en sus espejismos caprichosos, a veces rompía platos, y otras, empujaba o daba manotazos a quien se le pusiera delante. La situación fue, en fin, insostenible. Palmira, aconsejada por la Asociación Local de Mujeres Maltratadas, pidió la separación y, como no estaba dispuesto a dársela de forma amistosa, la solicitó por escrito en los Juzgados de Familia.
Carciondo, despechado sin porqués, contrató al mejor abogado que le recomendaron, especializado en conflictos matrimoniales, quien preparó una contestación a la demanda muy cuidada, negando pruebas, solicitando otras y, en particular, aportando una propuesta de Convenio Regulador por la que se le negaba a la mujer otra cantidad que no fuera una mínima pensión y unos dineros de pacotilla para los estudios y mantenimiento de los hijos, hasta que alcanzasen la capacidad de tener ingresos propios, además de incorporar referencias gratuitas, y, naturalmente, molestas, a la supuesta ludopatía de Palmira, a sus escarceos en camas ajenas, a sus desvíos en las obligaciones conyugales, fueran las que fuesen.
La Asociación Local propuso a la esposa un bufete matrimonialista que, si no era tan bueno como el de Carciondo, no se le separaba ni dos milímetros en los barremos de la perfección jurídica, si los hubiera. Habida cuenta de que el matrimonio se había acogido al régimen de separación de bienes, (allá cuando el espeso se lanzó a la aventura empresarial), este elenco de letrados preparó una contestación ejemplar, poniendo de relieve la construcción artificial de esa figura -levantando el velo, o la falda de la impostura, como puede decirse-. Su réplica incorporó el detalle de los beneficios que reportaban los salvaescaleras al esposo, reclamando, no ya la mitad, sino los dos tercios de la empresa, el chalet en la sierra y el apartamento en Castellanata y, por supuesto, el usufructo vitalicio de la casa familiar.
En primera instancia, el juez -un excelente muchacho que tenía a su madre inválida por una parálisis impeditiva y que conocía el mérito del salvaescaleras- dio mucha razón a Carciondo. En la Audiencia, le quitaron muchísima. Los montones de papel se acumulaban sobre las mesas, revisando cálculos, aportando nuevos argumentos, con propuestas y contrapropuestas de Acuerdos Regulatorios y Desacuerdos Descompensatorios.
El bufete que defendía las posiciones de Palmira, había denunciado a Carciondo, dicho sea al paso, por malos tratos en el Juzgado de Violencia contra la Mujer. El excelente abogado de Carciondo, no se quedó atrás y, al tiempo que defendía a su cliente negándolo todo y atribuyendo a la enfermedad mental de Palmira las inquinas, presentó, firmada por su hijo -al que convenció de alguna manera- una demanda de incapacitación de la mujer.
Como medida cautelar, Carciondo tuvo que abandonar el domicilio familiar, y pasó a habitar el apartamento en Castellaneta, dejando la empresa en manos de su director de fábrica. Pasaron algunos meses y, un buen día, en un chiringuito junto a la playa, conversando con su abogado, viendo la pirámide formada con los escritos que habían presentado unos y otros, en los variados procesos en que estaban incursos, habiéndose puesto una ralla de droga de buena calidad en la nariz, se preguntó:
-¿Cuál fue el origen de esta torre de Papel?
FIN