Se debería haber dado cuenta que algo no iba bien, ya al salir de casa y cruzarse, cuando caminaba a la sesión de terapia, con el vecino del tercero:
-Perdone. Tiene una mancha en la cara -le indicó, señalándole con un gesto en su propio rostro, aquel tipo, al que siempre había considerado de pocas palabras.
Sin detenerse, pues llevaba prisa, se restregó ligeramente la mejilla con la mano, creyendo que se trataría de una mota de hollín; se equivocó incluso en el lado en donde estaba la mancha: simétrico respecto a su ademán.
Llegó a la consulta, bastante alterado. A medida que avanzaba, iba advirtiendo cómo la atención de los que se atravesaban en su trayecto se centraba más y más en el. Le miraban a la cara, no tenía duda.
En la sala de espera, tres pacientes aguardaban, haciendo como que leían revistas atrasadas. Le dirigieron una mirada que le pareció atroz. Se llevó la mano al rostro, y se lo frotó, esta vez, en el lado correcto.
-¿Qué habrán hecho del espejo que había en este cuarto? -se preguntó, para sus adentros.
Tomó un semanario del montón de publicaciones que estaban sobre la mesa, todas ellas manoseadas, sucias. Apenas la había separado de las otras, cuando le entró sensación de asco, y sufrió un escalofrío. La volvió a dejar donde estaba, procurando alinear la pila, al menos, haciendo que coincidieran dos de los bordes de las publicaciones.
-¿Están ustedes esperando a que les atiendan? – Su pregunta resultaba una completa obviedad, pero echaba en falta a la recepcionista, la muchacha simpática que le llamaba por su nombre de pila y le respondía a sus piropos con una sonrisa indescriptible. Se había olvidado de traerle la caja de bombones que le había prometido. Qué memoria.
-Sí -fue la respuesta que emitieron, al unísono, las tres personas. Habían vuelto a hojear la revista que tenían entre sus manos, repasando obsesivamente sus páginas como si tuvieran por objetivo descubrir al duende escondido en ellas.
-Llevamos aquí bastante rato -completó la información una señora de unos setenta años, que no podía contener un terrible tic en el ojo derecho, lo que la hacía muy vulnerable.
-El doctor se está entreteniendo demasiado con esa paciente -amplió el más joven, quien no dejaba de mover convulsivamente las piernas: ahora la izquierda, luego la derecha; la izquierda, la derecha.
-¿Viene usted por la mancha? -se interesó, con respeto no exento de un tono de lástima, el tercero, un hombre en su plenitud, con la nariz y el rostro sonrosados por el alcohol, como suelen tener los paisanos del norte.
Se tocó. Tenía que haberse dado cuenta, puesto que ya al salir de casa le habían advertido. Era una mancha abominable, aparatosa, terrible. Una mancha que le acompañaba desde la adolescencia, una lacra muy visible, y que solo podía limpiar acudiendo a la consulta de aquel siquiatra excepcional.
Esperó, con lágrimas en los ojos, a que el doctor abriese la puerta. Al cabo de un rato, salió la joven recepcionista, arreglándose la bata blanca. No dijo nada.
FIN