Amalia Carabel se despidió con un beso apasionado de René Ternero, el hombre con el que había pasado la noche. Aunque se atraían físicamente, habían dedicado la mayor parte del tiempo a hablar, a comentar detalles, a recordar otros tiempos; solo cuando ya amanecía, se habían entregado a la efusión del sexo, que los había dejado finalmente rendidos.
Pero la obligación resultaba implacable.
-¿Volveremos a vernos? -preguntó la mujer, aunque debía haber imaginado la respuesta.
-No lo creo. Sería una casualidad imposible.-contestó Ternero, mientras se ajustaba la corbata ante el espejo, recogiendo su maletín de instrumentación. La ropa limpia le quedaba algo justa; había engordado. Introdujo su tarjeta personal para tareas y ocupaciones en el módem de lectura: “A las cinco tienes manicura y peluquería”, le recordó una voz metálica ”
Amalia Carabel era técnico en operaciones financieras de alto riesgo sistémico. Con una brillante carrera universitaria -tres títulos de master, uno de ellos por la prestigiosa E-learning Panamerican University- trabajaba para la Agrupación E.A.B. El significado de las siglas le era desconocido.
Había sido una mujer muy hermosa, aunque, ahora, a los cuarenta y dos años y dadas las circunstancias, había descuidado su físico. Se limitaba a realizar diariamente la media hora de ejercicios programados y, dos veces al mes, se había apuntado a la opción de visita virtual a Países Exóticos.
René leyó en su móvil las coordenadas gps del lugar a donde debía dirigirse, así como la combinación de transporte idónea, que siguió sin dudar. Tomó en primer lugar el tren interurbano de la J136, se sentó en el asiento asignado y cuando llegó a la estación prevista, se subió al conector colectivo que ya le estaba esperando.
Había otras treinta personas a las que no saludó. Hubiera resultado improcedente.
Para qué. No volverían a verse y si lo hicieran, era seguro que no se habrían reconocido, porque no tenían el menor interés en retener sus rasgos y, por supuesto, desconocían sus respectivas aficiones, si es que las tuvieran. En tal caso, lo mejor era compartirlas con las redes sociales, con identidades falsas; seguro que cada uno pertenecería a varios cientos, de acuerdo con sus apetencias.
El edificio de la Agrupación E.A.B. era una torre prismática de ochenta pisos, sólida e inteligente. Amalia colocó su dedo índice en el detector de huella, y conoció que aquel día le habían asignado el puesto 25 en el piso 72. Todos los demás de su categoría estaban ocupados, porque eran distribuidos por estricto orden de llegada, sin que nadie pudiera alardear -salvo en los tres pisos inferiores, ocupados por los estamentos superiores- de poseer un despacho fijo.
El superelevador le dejó en el piso 72 en unos segundos. La vista desde allí tenía que ser magnífica -pensó, sin advertir que se repetía- aunque los cristales de las ventanas habían sido recubiertos con pigmentos traslúcidos que simulaban, aquel día (el paisaje cambiaba cada semana), una selva tropical estándar.
Cuando llegó a su lugar de trabajo -una mesa, una silla, unos auriculares, todos ellos esterilizados, lo que se certificaba por una empresa de desparasitación y registro microbiológico -, retiró las películas plásticas , conectó su monitor y analizó las operaciones cuyo control de supervisión le había asignado el megaordenador central.
Era una tarea que reclamaba gran atención, equivalente a la selección de plásticos aprovechables sobre la cinta transportadora de una estación de reciclaje de residuos. Equivocarse por encima de un ratio medio, determinado estadísticamente, estaba penalizado con la reducción de expectativas.
René era ingeniero, graduado por la Escuela Popular de Singmorning en sensores tipo A256 a B667. Con el cambio de normativa, debería reciclarse en dos meses, pues un 35% de esos sensores habían sido declarados obsoletos. No tendría problemas, sin embargo, porque le gustaba la telemetamecánica; ya desde niño jugaba con drones y robots, que su padre, oficial del Estado Mayor de la Guerra Por Otros Medios, le traía a casa para que los despedazara.
No pudo dejar de pensar en Amalia en toda la mañana. Se confundió varias veces, y el monitor de pantalla le advirtió de que estaba a punto de superar el valor dos-sigma del fallo promedio.
A la tarde, después del trabajo, Amalia se acomodó en el apartamento del periurbano que le habían asignado. Había indicado que quería pasar la noche sola, por lo que el espacio era reducido, aunque la televisión por plasma le aseguraría diversión y la cama de hidrogel, descanso. Masticó sin ganas la cena, un policombinado energético, adecuado para su inicio de diabetes, sin esencia de tomate.
René entró en el adosado que le había correspondido, y una mujer joven le esperaba a la puerta. Tenía un niño de pocos años agarrado de la mano.
-Hola -le saludó la mujer.
-Hola -dijo René- ¿Y ese niño?
La joven miró hacia la calle, en donde estaban llegando decenas de trabajadores, hombres y mujeres, para ocupar las casas que serían su hogar aquella noche, para construir las familias que serían las suyas por unas horas.
-Me lo he encontrado vagando por ahí. Debió de haberse escapado del Kindergarten, y no se que hacer con él.
René llamó a la Centralita de Incidencias Urbanas y se metió con la mujer y el niño en la casa. Era un adosado como todos los que ya conocía, sin gracia.
FIN