Para animar los viajes de la ruta de mi nieta y amigas hasta el Colegio, he seguido grabando historias -algunas totalmente inventadas; otras, muy reales-. El propósito común es que, además de servir de distracción, pueda extraerse de ellas una moraleja, un motivo de reflexión o una sonrisa.
El Plan de Estudios más eficiente
Aunque no lo creáis, puedo aseguraros que el Ministro de Educación ha pensado en el plan de Estudios que estáis obligados a seguir. Bueno, tal vez no en el vuestro, pero seguro que lo hizo el anterior Ministro y, con suerte, el anterior . Todos los Planes aprobados son diferentes, porque ningún Ministro de Educación ha perdido su tiempo en analizar los Planes de sus antecesores.
Como resultado, los estudiantes habrán recibido las enseñanzas siguiendo trozos de varios planes de estudios.
Hubo un vez en un imaginario país en el que cambió el Gobierno, y el nuevo Ministro de Educación se propuso poner en marcha un Plan de Educación definitivo.
El anterior Ministro había escrito un Libro Blanco sobre la Reforma de la Enseñanza, con más de dos mil páginas y cientos de gráficos. La conclusión principal era que todos los niños y jóvenes deberían aprender lo mismo. Por eso, en las aulas se les ponía juntos en cada pupitre a los más inteligentes junto a los más torpes. Para equilibrar. Al acabar cada semestre, se hacía la media de las notas del examen final a las parejas, por pupitres. Los informes anuales del Ministerio concluían que el Plan era un éxito. Sorprendentemente, todos sabían prácticamente lo mismo. Casi nada.
Cuando el nuevo Ministro leyó el Libro Blanco, le pareció una tontería. Pero, antes de cambiar el Plan, decidió preguntar la opinión sobre el actual a la sociedad civil. Ya sabéis: empresarios, investigadores, ciudadanos ilustres, políticos, alumnos, profesores, campesinos, obreros. ¿Qué pensaban?
-Es una magnifica idea -dijo uno-. Yo hubiera sido incapaz de terminar mis estudios por mí mismo. Ahora soy Físico Nuclear. No he visto un reactor en mi vida, pero tengo algunos planos y, sobre todo, se quién sabe de eso. Mi compañero Agapito.
-El plan es un desastre -se quejó un profesor-. Los estudiantes torpes copian de los más listos. Estos, al no tener estímulo para aprender, se aburren, se decepcionan y abandonan los estudios. Solo los que tienen más recursos económicos se trasladan a Universidades privadas o se van a estudiar en el extranjero. Cuando vuelven, si lo hacen, ocupan los mejores puestos y más remunerados.
-Llevo años contratando ingenieros extranjeros para mis fábricas -explicó un empresario- No me fio de los que han estudiado aquí.
-No tengo opinión -expresó un joven, de cutis terso y pelo engominado-. Estudié derecho en París, y trabajo en el prestigioso bufete de mi suegro, especializado en separaciones y divorcios.
El Ministro de Educación, después de analizar lo resultados de miles de entrevistas como éstas, tomó una decisión.
Recrudeció los exámenes de ingreso, distinguió los planes de estudio según que se pretendiera un título de calidad o una engañifla, exigió control y máximos niveles de exigencia para profesores y maestros y aumentó de manera significativa las dotaciones para laboratorios, centros de investigación y remuneraciones para quienes demostraran más eficiencia.
Fue muy comentado. Lamentablemente, en la siguiente remodelación del gobierno, lo destituyeron.
-Una pena. Parecía un buen tipo -comentaron en algunos círculos- Solo que muy idealista. Vivía en una quimera.
-Somos un país de artistas.
El pescador más optimista
Los aficionados a la pesca se cuentan, con seguridad, entre los humanos más optimistas (y mentirosos) de la Tierra. No importa lo desagradecida que les haya resultado la jornada anterior, afrontarán la siguiente con una ilusión a prueba de bombas. Y, cuando se trata de contar el resultado de la última pescata. no les dolerán prendas para exagerar el número y tamaño de las piezas cobradas, hasta hacerlas alcanzar dimensiones inverosímiles.
Hubo una época en la que los ríos asturianos eran pródigos en truchas y reos, las dos especies de salmónidos más agradecidas para quienes desean cultivar esa afición. Son sagaces, cautas, asustadizas y, cuando se las prende en el anzuelo, luchan desesperadamente por desprenderse, lo que proporciona momentos de emoción en cada lance.
No es la carne de la trucha mi predilecta, por lo que, sin necesidad de apelar a mi sensibilidad, la mayor parte de los animales a los que conseguía engañar con el señuelo, fueron devueltos al agua. Incluso debo admitir que el mayor placer de todo el proceso de pesca, me lo proporcionaba el confeccionar señuelos de moscas, efímeras, ninfas, gusanos y otras imitaciones, para lo que llegué adquirir cierta práctica.
Cambiar, en plena acción de pesca, el aparejo que estaba utilizando, para incorporar al lance los colores y formas de las artificiales que mejor se acomoden a los seres vivos volantes que están siendo, en un preciso momento, objetivo de la voracidad de las truchas, es una prueba de la serenidad de la que somos capaces. Los nervios, la agilidad manual y la buena vista deben controlarse, para no acabar con el aparejo, la cesta y los ánimos en el agua.
Andaba yo, al anochecer, dedicado a la pesca del reo, en el Narcea. No estaban picando y, a cada lance, me aventuraba a llevar la mosca algo más lejos.
De pronto, noté un fuerte tirón y casi al mismo tiempo, vi saltar, allá a lo lejos, junto a la boya de mi aparejo, un salmón descomunal. Había tragado una de las moscas y se sentía atrapado por el señuelo.
Lleno de emoción, repasé mentalmente las anécdotas de pescadores que contaban sus éxitos habiendo conseguido, con destreza y paciencia, traer hasta la orilla a un pez con un sedal inadecuado.
¿Tendría esa habilidad mi vecino, ensimismado en lo suyo, y a quien no conocía de nada?
-¡Eh, amigo! -le grité, sin perder de vista las evoluciones del salmón al que no cesaba yo de darle hilo, confiando en que se calmara hasta que un experto ocupara mi posición con la caña- ¡He cogido un salmón, pero mi aparejo es de trucha! ¿Me ayudas a sacarlo?
A pesar de la oscuridad, cada vez más densa, pude intuir la cara de socarronería del interpelado.
-Claro que sí -me contestó-. Tráelo a la orilla, y nos las apañamos con la sacadera.
Fue más o menos en ese momento, cuando sentí la sacudida por la que el salmón se liberaba del sedal, llevándose consigo mi aparejo y mi inocente ilusión de pescador bisoño.