Se acerca la fecha del seis de enero en la que los cristianos celebran la Epifanía, que identifican con el momento en que ese niño llamado Jesús, al ser reconocido por unos magos llegados de allende como el Mesías, le obsequian con tres materiales -oro, incienso y mirra-. Epifanía (me da algo de reparo recordarlo) proviene de una palabra griega casi homófona, que significa manifestación.
La tradición ha convertido ese acontecimiento de la verdad religiosa en la exaltación de la ingenuidad, traducida en que los niños recibirán algunos regalos que unas Majestades venidas de Oriente, llamadas Melchor, Gaspar y Baltasar (o, más recientemente, Melchora, Gaspara y Baltasara, en algunas localidades imbuidas de fervor trasgresor y transgénico).
Convertida en una fiesta comercial, todos los centros de juguetería y adornos que se precien, tendrán, desde hace incluso semanas, sucedáneos de esos monarcas, tipos travestidos o embetunados, que pretenderán ocultar que son impostores, recogiendo cartas con deseos de infantes y dejando que, con la aquisciencia de sus papás y mamás, se sienten en sus regazos para mantener conversaciones olvidables pero patéticas.
La afición a copiar lo foráneo sin defender lo propio, ha hecho aparecer en simultaneidad con los monarcas del cuento a miles de Papás Noeles, a los que también se pueden escribir cartas de petición y, consecuentemente, esperar dádivas en retorno. Incluso, la devoción católica más genuina, pretende recuperar la fe en el niño divino, haciendo creer a los más tiernos que el día 24 de diciembre, que sería su cumpleaños, este ser hecho de carne de virgen y soplo de espíritu, también trae regalos terrenales.
Pues bien: hora es de proclamar la verdad. Los Reyes Magos, Papá Noel y el Niño Jesús, son los papás, los abuelos y, en menor medida, los tíos. No parece conveniente confesar de golpe a los niños con menor uso de razón la triste realidad que supone que estamos solos en este mundo para encontrar algún goce, pero es conveniente, según los expertos en sicología infantil, ir abriéndoles caminos a que descubran por sí mismos el engaño. Es decir, si preguntan: ¿Cómo puede ser que Papá Noel sea de verdad si no está en la Biblia?, la respuesta correcta sería algo así como: Vas bien encaminado (o encaminada). Sigue investigando.
No quiero terminar este alegato en favor de la sinceridad y su hermana putativa, la verdad, sin advertir que no solo los niños son proclives al engaño. Quienes alardean de poseer un desarrollado uso de razón suelen caer en simas parecidas. Díganlo, si no, quienes han perdido buenos dineros en la Bolsa, sin reconocer que en ese peligroso juego quienes ganan son los que tienen la sartén de los valores por el mango y no la sueltan. No muy lejos de los avatares de la credulidad más tierna están quienes creen que la política (es decir, los políticos) van a ser capaces de ponerse de acuerdo para hacer bien lo que, al parecer, menos les importa, que es avanzar en controlar los desbarajustes que provoca la pésima distribución del dinero.
En fin, sirva este consejo incluso para quienes estén seguros de que a ellos no se las darán con queso. Antes de poner el pie en cualquier charco, fíjese el explorador en quienes han metido antes la pezuña. Si se trata de creer en algo o tomar una decisión que se presente como panacea o gran consuelo, tiéntese la ropa y calcule las ventajas en relación con lo que pueda perder si, como es probable, el asunto se tuerce. No estoy diciendo con ello que es mejor quedarse quieto, sino que, si se trata de avanzar, que se haga bien acompañado.
Este abejaruco (merops apiaster), habitante relativamente moderno de las zonas semiáridas hispanas, se hallaba posado como es habitual en la especie, en un cable aéreo de teléfono -de los que todavía quedan muchos-. Estaba demasiado lejos del objetivo para que la foto tuviera la deseada claridad, aunque sirve para poner en evidencia su inconfundible silueta y, sobre todo, la capa multicolor con la que llama la atención a los de su especie y previene, seguramente, a posibles depredadores para que no malgasten energías en su persecución.
No son los abejarucos, a pesar de su bello y colorido plumaje, aves limpias, al menos, en el cuidado de sus hogares de cría. Excavan los nidos en paredes arcillosas más o menos verticales, criando en colonias y ocupando siempre los mismos sitios, año tras año.
Como los polluelos no eliminan sus excrementos fuera del nido, al contrario que casi todas las aves, los detritus -restos de insectos no devorados y defecaciones- se van acumulando con el tiempo, convirtiendo el hogar pajaril en un pestazo. Quizá por no soportar el olor, las crías asoman al poco tiempo por el agujero, esperando que papá o mamá les lleven la comida al borde del nido.
El abejaruco macho, por cierto, es muy galante, y corteja a la hembra ofreciéndole insectos en el pico, algo desgastado por la labor de haber rehecho la entrada del agujero que servirá de acomodo a la madre y a las crías durante unas semanas.